A Einstein le arrancaron un brazo, se lo cortaron. Una madrugada de fines de julio, la escultura de Albert Einstein y Carlos Vaz Ferreira en la plaza de los Treinta y Tres, en el Centro de Montevideo, fue blanco de un acto de vandalismo. Un brazo de bronce, que se estima pesa unos 20 kilos, desapareció y el resto de la pieza también sufrió daños: el banco en el que se sientan las figuras quedó deformado y perdió una de sus patas.
El botín, sin embargo, fue mínimo en comparación con el destrozo. Con el precio del bronce en el entorno de 130 a 150 pesos el kilo, el brazo no vale más de 2.500 pesos. Una suma irrisoria, aunque para los delincuentes seguramente sea mucho, frente al daño cultural y patrimonial que dejó la mutilación.
Pero el bronce no es el metal que mejor paga: el cobre es el más codiciado por los ladrones. No solo por su abundancia en tendidos eléctricos y cableados, sino también porque alcanza el mayor valor en el mercado: un kilo se paga en promedio a 240 pesos.
Las cifras de UTE lo confirman. En 2024 se habían registrado 4.310 kilos de cobre robados y 4.252 en 2023. Pero hasta agosto de este año el número ya asciende a 4.119: prácticamente la misma magnitud en apenas ocho meses. Como veremos más adelante, esto está vinculado al precio internacional del cobre.
Este informe sigue el recorrido de los metales: desde lo que se roba hasta lo que ingresa de manera legal al sistema. Una parte se exporta y otra vuelve al mercado interno, convertida en materia prima para la industria nacional.
Lustre bronce
La escultura, que representa a Einstein junto al filósofo uruguayo, reproduce una escena real ocurrida en abril de 1925. El físico alemán, entonces de 46 años y ya premio Nobel, había viajado a Sudamérica y, durante su paso por Montevideo, se encontró con Vaz Ferreira. Entre conferencias y compromisos oficiales, ambos se dieron tiempo para caminar por la ciudad y compartir un banco en la entonces plaza Artola, hoy plaza de los Treinta y Tres, más conocida como de los Bomberos.
De aquel encuentro quedó un registro: una fotografía publicada en la revista Mundo Uruguayo. Esa imagen fue la que décadas más tarde inspiró el monumento que hoy, un siglo después, vuelve a estar en el centro de la noticia. Para William Rey, expresidente de la Comisión de Patrimonio, el robo de piezas escultóricas no es un hecho improvisado ni rápido. “Cortar una pieza como la del monumento a Vaz Ferreira y Einstein, lleva mucho tiempo. No se hace en dos minutos”, advierte.
Por eso, Rey insiste en la importancia de la reacción ciudadana. Reclama una campaña pública que aliente a denunciar cuando se presencia un intento de robo o daño a bienes monumentales.
Hoy la obra no está. En su lugar quedó la marca de los pies de los retratados y la placa que la identifica. El 28 de julio se constató el faltante del brazo derecho de Einstein y el daño en la estructura del banco. Un día después, el Servicio de Obras de la Intendencia de Montevideo (IMM) apuntaló la escultura, la rodeó de señalización y aplicó protecciones reversibles para evitar mayores deterioros. Finalmente, el 30 de julio, la pieza fue retirada y trasladada para su resguardo y futura restauración.
Para la reparación, el escultor Velarde Gil, quien hizo la obra, sugirió que se restituyeran las partes faltantes a partir de la pieza original en mortero cementicio que se encuentra en la Quinta Vaz Ferreira. Se coordinó con la fundación que gestiona el lugar, el acceso a la obra para realizar los moldes. Los trabajos estarán a cargo del fundidor de bronce Miguel Laborde y se realizan en convenio con la Facultad de Artes de la Udelar.
Está no es la primera vez que esta obra sufre un hurto: la mano de Vaz Ferreira ya había sido robada. En Montevideo son muchos los monumentos de bronce, esa aleación entre cobre y zinc, que han sido vandalizados para luego venderse en el mercado clandestino. Las personas que están en este negocio explican que lo más factible es que las piezas robadas se fraccionen para no ser identificadas a la hora de la venta.
Otro de los casos más conocidos es el Monumento a La Carreta en el Parque Batlle, esculpido por José Belloni e inaugurado el 14 de octubre de 1934. Tiene vigilancia las 24 horas, cámaras de seguridad y, una vez que se pasa el cerco con sensores que colocó la IMM, suena una alarma. La obra tiene faltantes notorios, sobre todo las extremidades, que fueron vandalizadas tiempo atrás.
Desde hace dos meses se creó un sistema que refuerza la protección de la pieza de arte que destaca a pocos metros del Estadio Centenario. Pero la guardaparque que trabaja en el lugar, en un servicio tercerizado por la IMM, dice a El País que “la gente no hace caso, sobre todo los turistas, están los carteles, uno les dice, pero igual intentan subirse para sacarse fotos”.
Los hurtos de metales no solo afectan a monumentos y cableado de empresas públicas, también alcanzan a privados. Se llevan picaportes de bronce de edificios, timbres, placas e incluso los números de las casas.
La explicación puede rastrearse en las oscilaciones del precio internacional del cobre, pero también en algo mucho más cotidiano. “Esto pasa por un tema social”, advierte un comerciante de metales. “La mayoría de las personas que están en situación de calle tienen problemas de adicciones. Y fijate lo que cuesta una dosis de pasta base, capaz que lo consiguen vendiendo 800 gramos de cobre. Con eso hacen la plata que necesitan”. En un minorista el kilo de cobre está a 240 pesos.
Los cables de cobre
En el Montevideo rural, en la cruz de caminos entre Camino de los Camalotes y Luis Eduardo Pérez, dos muchachos están sentados junto a un fuego. Desde varios metros antes ya se percibe el olor: plástico quemado. Lo que arde son cables.
—¿No se queman las manos?
—¿A qué parás? Arrancá.
—Quería saber qué estaban haciendo.
—¿Y no ves? -responde uno, poniéndose de pie. Su compañero lo detiene y toma la palabra.
Cuenta que tiene 21 años y que el otro tiene 23. Se conocieron en el Comcar, compartiendo módulo. Hace poco salieron y se reencontraron en la Unidad Agroalimentaria Metropolitana (UAM), donde, cuando los contratan, hacen changas. Se encargan de trasladar en carros cajones de frutas y verduras.
Estamos a pocos kilómetros de ahí, en una zona en la que cada tanto aparecen autos abandonados y basura de todo tipo. En un descampado.
—¿Y cómo hacen para vender el cobre?
La pregunta incomoda. Silencio. Finalmente, una respuesta corta, seca:
—Esto no lo vendemos nosotros.
Lo llevan a una boca de droga y lo truecan por pasta base.
Los robos de cobre siguen siendo un dolor de cabeza para UTE. Y, al igual que en años anteriores, las cifras muestran una clara dependencia del precio internacional de este metal: cuando la cotización sube, también lo hacen los hurtos.
Y los clientes lo sufren: reponer el servicio después de un robo puede llevar horas o incluso días. Las demoras se deben a la complejidad de las reparaciones, que muchas veces implican reponer grandes extensiones de conductores o readaptar instalaciones destrozadas.
Aunque la mayoría de los casos se concentra en Montevideo y su área metropolitana, UTE advierte que la práctica empieza a expandirse hacia el resto del país. Y no solo crece la cantidad: también aumenta la complejidad. Entre los ejemplos más preocupantes están los hurtos de barras de cobre en subestaciones, que generan costos y tiempos de reparación mucho mayores que los de los robos de cableado.
Las denuncias no son un trámite menor: es la herramienta que permite a UTE presentarlas ante la Unidad Reguladora de Servicios de Energía y Agua (Ursea) como pruebas de fuerza mayor, evitando que los incidentes afecten los indicadores de calidad del servicio. Hace más de tres años que UTE trabaja junto al Ministerio del Interior para agilizar este proceso, pero todavía no lograron dar con un sistema digital que automatice las denuncias sin chocar con los requisitos de ambas instituciones. Así, en 2025 todo sigue haciéndose como siempre: a mano.
Antel también enfrenta las consecuencias del vandalismo. La red de fibra óptica de la empresa estatal ha sido blanco de ataques, sobre todo vinculados al hurto de cables de cobre. Aunque esta tecnología ya está en desuso y se encuentra en proceso de desmantelamiento, la fibra comparte parte de su infraestructura con el cobre, por lo que los daños terminan afectando a ambas.
En lo que va del año, Antel registró un promedio mensual de 65 fallas provocadas por robos, una cifra que se mantiene en niveles similares a los de 2024. La mayoría de los casos se concentra en Montevideo y su área metropolitana.
Compro metales
“Pido documentos, pero le compro a todos: desde alguien que llega caminando o en bicicleta hasta el que se baja de una camioneta”, cuenta Mauricio, de 42 años, quien desde los 20 se dedica a la compra y venta de metales. Durante años trabajó con su hermano, pero hace tres meses decidió abrir su propio local.
El negocio está sobre una avenida importante de Montevideo. Desde la vereda se ven carteles que detallan el precio de cada metal. “Lo que más valor tiene es el cobre; a veces viene limpio y otras hay que sacarlo”, dice Mauricio mientras, con guantes y una pinza, desarma un alargue cubierto de goma naranja para dejar a la vista el cobre brillante.
En el lugar hay de todo: bobinas, baterías de plomo, latas de aluminio, ollas de acero inoxidable. En poco tiempo ya sufrió un robo. El local, con frente de vidrio a la calle, está cubierto por carteles con precios y protegido con rejas negras. “Teníamos un candado chico y lo rompieron. Entraron y se llevaron la plata de la caja”, cuenta. No se llevaron nada más. Mauricio cree que alcanzó con los algo más de 6.000 pesos que había allí.
“El tema de este negocio es que todo se maneja en efectivo. Yo tengo la balanza, peso el material y pago en el momento”, explica. También compra a domicilio: calefones pinchados de cobre. “Muchas veces la gente los tira y no sabe que puede venderlos. Y hay personas mayores, o gente que no puede bajarlo sola, entonces yo coordino y paso a retirar”.
En este rubro, el cobre de los calefones tiene nombre propio: “tacho”. Su valor suele ser distinto al del cobre que se extrae de otros productos. Durante la crisis del agua, recuerda, hubo una especie de zafra. “Hasta el calefón de casa se rompió”, dice entre risas.
Un calefón familiar se vende a unos 1.700 pesos y uno de 80 o 100 litros puede llegar a los 4.000 pesos.
Los comercios como el de Mauricio son la primera escala: los minoristas que reciben el material. Después, el cobre y los demás metales pasan a manos de empresas más grandes, que son las que los colocan en el mercado internacional.
Gustavo es otro minorista. De 46 años, vive de la compra y venta desde hace dos décadas. “Es un trabajo como cualquiera”, dice, mientras repite que gracias a este oficio pudo mantener a su familia y que sus hijos hoy estudian en la universidad. En su local, asegura, todo está en regla: pide documento de identidad, entrega boletas, pesa delante de los clientes y paga los tributos que corresponden.
Sabe que el rubro arrastra una mala fama, pero insiste en marcar la diferencia entre los depósitos habilitados y los que funcionan en asentamientos. “Ahí compran lo que sea, cables robados, bronce… todo. Yo no. Sin documento no compro”, advierte. Esa negativa a veces genera molestias, sobre todo entre los que llegan con materiales sospechosos.
A su negocio llegan empresas que limpian depósitos y prefieren venderle el material antes que pagar una multa por tirar residuos en cualquier lado. También aparecen particulares que recogen objetos de las volquetas: calefones, aires y otros electrodomésticos.
Gustavo distingue claramente a quienes entran a su local. Están los que “trabajan para comer”, personas en situación vulnerable que juntan chatarra, a veces incluso con niños. Y están los consumidores problemáticos que intentan convertir el metal en efectivo para la próxima dosis. “La mayoría son adictos, pero también hay gente que se rompe el lomo y viene con lo que junta”, resume.
De los depósitos clandestinos prefiere mantenerse lejos, aunque reconoce que los ha visto: montañas de chatarra, cables quemados, metales que, sospecha, provienen de robos. “Ahí se maneja otra cosa. Yo no entro en eso”.
El último paso
Hay empresas que exportan el cobre: fundido en forma de lingote o, como lo hace la firma Werba, que exporta el cobre compactado y limpio. “Nosotros tomamos residuos para devolverlos al mercado productivo”, explica Nicolás Werba. Su empresa, fundada hace 90 años, se especializa en metales, y con el tiempo incorporó también residuos electrónicos.
En cuanto a los materiales que manejan, el hierro es el más abundante. “Está en todos lados, y aquí hay una fundición muy importante que se llama Gerdau. Ahí se procesa la mayor parte de la chatarra de hierro del país”, detalla. Otros metales que se reciclan en volumen son el aluminio, el acero inoxidable y el plomo de las baterías de vehículos.
Respecto al valor, el cobre encabeza la lista. “Hoy cotiza 9.000 dólares la tonelada: comparado con el aluminio, que está alrededor de 2.000”, dice Werba. Aunque su empresa dejó de fundir cobre hace más de diez años por los altos costos de energía y mano de obra, conserva la capacidad de clasificar, limpiar y preparar los materiales para distintas fundiciones. Allí, el metal reciclado se transforma en lingotes, bobinas o aleaciones que luego vuelven a integrarse en la producción.
Su empresa trabaja con organismos públicos, como UTE y Antel, mediante licitaciones, y con empresas privadas que generan residuos. Además, adquiere material de depósitos de metales informales, siempre dentro del marco legal. “Todo está avalado y controlado por el Ministerio de Ambiente. También informamos al Ministerio del Interior sobre las compras que hacemos a personas físicas, con cédula, dirección y teléfono”, señala. El registro de exportación de cobre y aluminio se realiza a través del Ministerio de Industria, que verifica la procedencia del material y controla la cadena.
Werba reconoce la existencia de un mercado informal y de contrabando, especialmente hacia Brasil, donde se demanda cobre, alambre y baterías de plomo. Está teoría es compartida por varios empresarios del sector. Danilo Marenales, dueño de Depósito Rafael, una empresa de familia que se dedica a la compra y venta de metales-chatarra, dice que “lo que ingresa a Brasil no es nada, es ínfimo” pero entiende que hay un matiz: “Capaz que alguna fábrica en Río Grande necesita materia prima”.
Para Marenales, el análisis del fenómeno del hurto de cobre y otros metales lleva inevitablemente a cuestiones más profundas. “Si vos te ponés a analizar esto, vas a desembocar en el problema que estamos viviendo todos: la injusticia social, la salud mental. Porque de eso nadie habla”, dice. “La gente se queda sola, sale de la cárcel y no tiene familia. Y ahí empiezan otros problemas”.
Todo el hierro que se recicla termina en rejas y varillas
En Uruguay ingresan múltiples productos fabricados con hierro, desde automóviles hasta electrodomésticos. Pero la exportación de este metal está prohibida desde hace décadas. La medida fue adoptada durante el gobierno de Jorge Batlle el 28 de mayo de 2001, a través de un decreto que buscaba proteger a la industria nacional.
Danilo Marenales, dueño de Depósito Rafael, lo explica de manera sencilla: “Toda la chatarra que vos ves en Uruguay, la que está tirada o la que muchos llaman basura, bueno, todo eso es materia prima que se funde. Después, esa misma chatarra se transforma en varilla: la que se usa para levantar un edificio, para construir tu casa o hasta para hacer una reja”.
Para Marenales, la exportación de hierro debería permitirse nuevamente, al menos con permisos por períodos determinados. Hoy, todo el material que llega al país se funde y se transforma en “palanquilla”, como se llama en la industria a los lingotes de hierro fundido. Estos lingotes luego se adaptan a la forma final del producto, ya sea una reja, las varillas utilizadas en la construcción de edificios o carreteras.
Su empresa recibe todo tipo de hierro, lo compacta en contenedores y lo vende a una siderúrgica, que se encarga de fundirlo y devolverlo al mercado como materia prima lista para la industria.
En el depósito se observa un constante movimiento: desde carros de caballo que llegan cargados con metales hasta chasis enteros de autos, que son aplastados por la fuerza de un brazo de máquina para ser procesados.