Angustia, miedo y muerte: los traumáticos testimonios de los soldados uruguayos que volvieron del Congo

Vivieron la misión más complicada en el Congo: una baja en combate, la base en medio de balaceras, 12 días con 1700 congoleños refugiados con el batallón y un regreso que demoró más de lo previsto. Cuatro soldados, de los 200 que volvieron en julio, hablan con El País.

Óscar Ferreira, Diego Rosa, Alex Martínez y Ruth Benítez en el patio del Comando General del Ejército.
Óscar Ferreira, Diego Rosa, Alex Martínez y Ruth Benítez en el patio del Comando General del Ejército.
Foto: Leonardo Mainé.

El regreso desde la caótica Goma, en el este de la República Democrática del Congo y pegado a la frontera con Ruanda, llevó casi tres días. Ese 4 de julio a eso de las dos y media de la mañana, cuando el avión tocó la pista del aeropuerto de Carrasco, 200 almas respiraron aliviadas. La pesadilla había terminado.

Por fin.

Varias horas después, y tras los exámenes sanitarios de rutina, los 200 cascos azules que venían de estar 17 meses en Congo —los últimos, muy convulsionados, violentos e impredecibles— fueron recibidos por el presidente Yamandú Orsi, la ministra de Defensa Sandra Lazo y el comandante en jefe del Ejército Mario Stevenazzi.

De boina, pañuelo celeste y uniforme militar en diferentes tonos verdes, los soldados hicieron las formaciones militares de rigor y luego llegaron los emocionados abrazos y besos con los familiares. Y las lágrimas, muchas lágrimas.

Base uruguaya en Goma, en el Congo
Base uruguaya en Goma, en el Congo.
Foto: Departamento de Comunicación Institucional del Ejército.

Había carteles preparados para la ocasión por hijos, padres, madres, tíos, abuelos. Algunos: “Bienvenido a casa hijo, te amamos nuestro guerrero”, “Doctora Yanina, bienvenida a la patria, sos nuestro orgullo. Te quiere, tu familia”, “Aprendimos a ser fuertes a la distancia, nos enseñaste que con fe y valor podés enfrentar cualquier guerra”.

Y había cámaras de la televisión. Un hombre se abrazaba con sus hijos y su pareja en una apretada ronda, cuando se acercó el periodista de canal 12. En el informe que salió al aire ese 4 de julio la música, en tono épico, acompañó el momento emotivo.

—Qué abrazos, ¿no? —comentó Daniel “Canario” Deleón, el periodista.

—La verdad, sí —respondió el casco azul.

—Se necesitaba —insistió el cronista, como buscando alguna frase emotiva.

—El abrazo de la familia sí —siguió el hombre, llorando—. Perdón, perdón…

Entonces se secó los ojos.

—No, no —lo calmó el notero, y lo palmeó—. ¿Quién te vino a saludar?

—Mi pareja. El nene más chico, mi hijo. Mi hija de corazón. Mi suegra. Mi suegro. La familia entera.

Las lágrimas seguían cayendo. Los ojos rojos. El casco azul lloraba como un niño.

Con la voz temblorosa, otro militar le dijo a De León:

—Uno nunca espera la pérdida de un camarada y mucho menos cercano.

El periodista preguntó:

—¿Qué pensás cuando estás allá? ¿En la familia…?

El militar se rio pero fue de esas risas nerviosas:

—Pensás en sobrevivir. Eso es lo primero. El instinto te lleva a sobrevivir.

Cascos azules en el Congo
Cascos azules en el Congo.

Atrás quedaba la muerte del soldado Rodolfo Álvarez, más otros cuatro efectivos heridos, uno de ellos de gravedad, por un ataque del grupo rebelde Movimiento 23 de Marzo (M23) a un vehículo blindado en una ruta —se trató del primer uruguayo caído en combate en la historia de esta misión de paz, la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en la República Democrática del Congo (Monusco)— el 25 de enero pasado. Ese día los rebeldes, que combaten en el este congoleño, tomaron control de la estratégica ciudad de Goma.

En aquella jornada murieron otros 12 cascos azules de diferentes nacionalidades. Y en total, en las primeras semanas desde la toma de Goma, fallecieron más de 8.500 personas, según estimó el ministro congoleño de Salud Pública.

El ataque a los uruguayos fue apenas dos días antes de la fecha proyectada para el regreso, el 27 de enero.

Un regreso que, ellos entonces no lo sabían, debería esperar cinco meses más. Algunos pocos efectivos volvieron antes, la mayoría pagando el viaje de su propio bolsillo.

También quedaba atrás el día en el que la base uruguaya estuvo en medio de un combate entre las Fuerzas Armadas de la República Democrática del Congo (Fardc) y los rebeldes del M23, un grupo compuesto principalmente por tutsis congoleños, con estrechos vínculos con la minoría tutsi que sufrió el genocidio ruandés en 1994, y que hoy se supone tiene el apoyo de Ruanda. También ya había pasado la muerte de otro soldado por un infarto, además de 12 días viviendo con unos 1.700 congoleños apretados en la base, los meses y meses de incertidumbre sobre la vuelta a Uruguay y un viaje final con varias escalas.

Alguien podrá decir que es parte de su trabajo. Que estas cosas pueden pasar, aunque sea una misión de paz. Que ellos son militares. Que los formaron para eso. Pero estos 200 cascos azules —más otros 450 que siguen en Goma desde hace 18 meses, cuando no deberían haber estado más de 13, y que no se sabe cuándo volverán— tuvieron la mala suerte de vivir la misión más complicada en el Congo.

Base uruguaya en el Congo
Base uruguaya en el Congo.
Foto: Departamento de Comunicación Institucional del Ejército.

"Mamá se va a ir al Congo"

Martes 5 de agosto, un rato antes de las 10 de la mañana. Ya pasó un mes desde la vuelta. Un mes que lo dedicaron a estar con sus familias y amigos, de licencia. A pasar la página y pensar lo vivido. A intentar sanar.

Hay algo de tensión en el aire. Por estas horas llegan noticias desde el Congo. Allá en la Batallón Uruguay IV, base “Siempre Presente” en Goma, acaban de recibir a los 200 soldados que viajaron en recambio de los que llegaron a Montevideo en julio. Y que tuvieron que esperar casi un mes en Uganda porque el M23 no los dejaba pasar. Eso significa que se acerca el regreso de los cientos que aún están desde hace un año y medio.

Con la angustia por muchos de esos compañeros y con recuerdos traumáticos e imborrables (esa angustia se nota en sus caras, en sus tonos de voz, en sus silencios y hasta en alguna lágrima contenida), cuatro cascos azules se preparan para charlar con El País alrededor de una mesa en una oficina en el Comando General del Ejército en la avenida Garibaldi. Cada uno cargando con sus historias.

Óscar Ferreira, Diego Rosa, Alex Martínez y Ruth Benítez en el patio del Comando General del Ejército.
Óscar Ferreira, Diego Rosa, Alex Martínez y Ruth Benítez en el patio del Comando General del Ejército.
Foto: Leonardo Mainé.

Ruth Benítez tiene 35 años de edad, es soldado desde hace una década y lleva tres misiones arriba, todas en el Congo. De los cuatro, es la que estuvo menos tiempo: logró volver a los 13 meses como acompañante en una repatriación médica. Es intérprete de inglés y hacía de enlace con el cuartel general de la ONU, así como con el resto de los ejércitos.

El sargento Óscar Ferreira, de 46 años y 28 de servicio, integra el batallón de infantería paracaidista número 14. Esta fue su sexta y última misión (una en Haití, donde sufrió el destructivo huracán Katrina, y las demás en el Congo) y trabajó en el taller de recuperación vehicular, haciendo mantenimiento de pintura y herrería. Está cerca de jubilarse.

El cabo primera Diego Rosa (28 años) trabaja en el servicio de transporte, lleva 10 años en el Ejército y esta fue su segunda misión (la primera también fue larga: “Nos agarró la pandemia y nos tocó estar 18 meses”). En el Congo hizo de conductor, administrativo y estuvo en la ayudantía del coronel Martín Álvarez, jefe del batallón.

Alex Martínez, cabo segunda, integra el batallón de comunicaciones número 1 “Libertad o muerte”. Tiene 32 años, está en el Ejército hace cinco y debutó en una misión con esta difícil experiencia en el Congo, donde fue radioperador.

El que habla primero es Óscar, el de más experiencia:

—Vamos a una misión de paz pero uno también toma la misión como una ayuda económica, una herramienta para subsanar la casa, sumarle bienestar a la familia. Uno se enfoca en eso. Es un esfuerzo que te da plata que acá no la podríamos hacer. Dejamos familia acá y podemos correr con suerte; esta vez no nos tocó mucha.

Los demás asienten.

La paga de Naciones Unidas depende de la jerarquía pero la mayoría cobra unos 1.300 dólares por mes durante la misión, más allá de su sueldo normal. Los cargos más altos, unos pocos coroneles, ganan unos 4.500 dólares. Es claro: ir a una misión de paz es una posibilidad de ahorro.

—Cuando yo empecé, con una misión te comprabas el terreno capaz. Pero tampoco era el dinero para hacerse una casa.

—Ahora es lo mismo —dicen los demás.

—Como para decir “me establezco con una familia”, se necesita tres misiones. Y diciendo “esto no lo toco”.

Los otros se ríen.

—No nos podemos quejar. Es una ayuda.

—¿Ya saben a qué lo van a destinar esta vez...? O quizás ya lo gastaron.

—Para mí es una base para comprar la casa —dice Alex.

—Yo lo tenía previsto para tres o cuatro cuotas de la casa —revela Óscar—. Una vez arriba del avión, ese problema se terminaba.

—Uno va por lo económico, es lo primordial. Y porque en un cuartel te miran distinto si tenés una misión arriba. Yo también quería la casa —dice Diego.

—Pero ojo, a mí me gusta ir de misión, me siento útil como mujer, como militar y como uruguaya —aclara Ruth—. Me siento orgullosa.

Cascos azules uruguayos sacan armas a congoleños.
Cascos azules uruguayos sacan armas a congoleños.
Foto: Ejército.

Parte del esfuerzo es dejar a la familia en Montevideo, aunque la facilidad de las comunicaciones actuales hace que todo sea más simple. El telefonito fue un antes y un después en las misiones.

—Yo tengo una nena de tres años, cuando me fui tenía dos —cuenta Ruth.

—Qué difícil debe ser no ver a un hijo durante más de un año.

—Es de las decisiones más difíciles que tomamos —dice ella y señala a Diego—. Nosotros estamos casados, él es mi esposo.

Se ríen.

Ellos se conocieron en una misión anterior en Goma, se enamoraron, a la vuelta se fueron a vivir a Estación Floresta en Canelones y hace tres años nació Martina. Sí, en el Congo también a veces gana el amor.

—Yo había decidido volver a irme. Sabía que me iba a perder cosas de la nena —dice Ruth.

—Es que yo me iba a quedar con Martina porque era chiquita —explica Diego—. Pero se lo planteamos a las tías y ella nos dijeron que aprovecháramos y fuéramos los dos. Y allá me enganché.

—Hicimos el esfuerzo de una, para no ir primero uno y después otro... Tenemos una muy buena red de apoyo, que es lo importante. Sabíamos que la nena iba a estar cuidada. Confiamos en que iba a estar todo bien.

Martina se quedó con una tía, con la ayuda del resto de la familia:

—Cuando llegué la vi más grande pero tampoco sentí una distancia porque estábamos siempre en contacto.

—¿Y cómo le explicaron? Era chica.

—Los profesionales nos recomendaron que se lo dijéramos con palabras y que ella entendiera lo que pudiera. Le dije “mamá se va a ir y demora en volver”. Si preguntaba dónde están mamá y papá, le explicaban que “trabajando lejos”.

Los demás también dejaron familia. Alex una niña de ocho años, Olivia, que decía que “papá fue a cuidar a los niños del Congo”, y Óscar dos hijos: Brisa, de tres años, y Thiago, de 11.

—Ahora damos las gracias que hay videollamadas —cuenta Óscar—, yo pasaba los cumpleaños o las fiestas con ellos. Mirá que a mí me tocó escribir y recibir cartas y fotos una vez por mes. Pasé también por la etapa de un celular para 30.

MISIONES

Los soldados uruguayos en el mundo

Solo en el Congo hay 629 militares uruguayos, según los datos del Ejército. Unos 200 entraron esta semana, después de casi un mes de espera en Uganda. Allí estaban trancados porque el M23 no los dejaba llegar a Goma. Ese mes estuvieron en Entebbe, en un campo de Naciones Unidas. ¿Pero cuántos soldados uruguayos están alrededor del mundo? Son 899 en total, según los datos oficiales. Las otras bases importantes son las de Altos del Golán (213 soldados) y Sinaí (40).

"Que viva la Patria"

La vida en el Congo es básicamente dentro del batallón, una miniciudad donde hay desde alojamiento a oficinas, cocina y gimnasio. Además de la base, Uruguay tiene un destacamento fijo a unos 18 kilómetros, cerca de la ciudad de Sake: cada 15 días se relevan las compañías de combate.

Diego era conductor y por eso tuvo a su cargo varios recambios en la noche, el momento de mayor tranquilidad en Goma, cuando hay toque de queda y poca gente en la calle. De día el tránsito es un caos, con miles y miles de motos moviéndose como hormigas.

La moral de la tropa es importante y suelen ser habituales los paseos a ferias o al súper a comprar algo. Pero esa no ha sido la tónica en los últimos seis meses, tras la revuelta del M23.

Óscar cuenta que en la calle a veces tiraban piedras grandes a las camionetas de los cascos azules, provocando accidentes. Y dice, con crudeza:

—Hoy nos piden un pan, mañana te tiran una piedra. No podemos confiar, te puede dar lástima un chiquilín, pero te das vuelta y te roba el fusil. Para ellos no somos más que gente de la ONU.

—Pero saben que son uruguayos.

—Saben todo. Pero el día que están presionados por los rebeldes, no van a mirar que les dimos de comer.

Operativo de cascos azules en el Congo
Operativo de cascos azules en el Congo.
Foto: Ejército.

Para él esta fue la misión más complicada de las seis, eso no lo duda.

—Vi niños, como mi hija de tres años, agarraditos en la concertina y al rato tirados en el piso. Eran baja —dice y entonces habla del día en el que la base quedó en el medio de los tiros de uno y otro bando; fueron cerca de 13 interminables horas—. Mucha gente estaba amontonada para que le diéramos seguridad y ellos, los rebeldes, hicieron baja.

—Los mataban.

—Sí. Capaz yo porque estoy más veterano… Pero esto fue especial. No es que me impresionó pero jamás pensé que íbamos a llegar a esa situación.

¿De qué habla? Ruth lo explica más claro:

—Nosotros quedamos en el medio, literal: de un lado los rebeldes, del otro la Fardc. Se tiraban entre ellos. No nos disparaban a nosotros. Y nuestro trabajo era brindar seguridad a la base y después a los civiles que se rendían, que buscaban refugio.

Los que se rendían eran congoleños del ejército que entregaban sus armas y entraban a la base, ya que el M23 les había dicho que, si eso sucedía, “les perdonaban la vida”, relatan los uruguayos. Terminaron ingresando unas 1.700 personas en febrero.

—Literal, eran más que nosotros —dice Diego—. Nosotros éramos 700. Ellos mil más.

—¿Cuántos días estuvieron?

—12 días. Y era como que todo el Estadio Centenario quisiera entrar por la misma puerta —recuerda Óscar—. Hicimos lo que pudimos, con una revisación para que no entrara lo más grande de armamento de ellos.

Soldados de las Fardc, entregando sus armas a los cascos azules uruguayos, en enero de 2025.
Soldados de las Fardc, entregando sus armas a los cascos azules uruguayos, en enero de 2025.
Foto: Ejército.

La convivencia fue tensa esas casi dos semanas. No era una base preparada para recibir a toda esa gente.

—Uno trató de darles lo mejor posible, porque no dejaban de ser personal civil que se entregó, pero estábamos complicados de espacio —dice Diego—. Y se buscaba siempre pedir orden a los altos mandos de Naciones Unidas pero estaban muy colapsados. Entonces les tuvimos que hacer como una casita en L, prácticamente pegados uno con otro bajo techo. Les dábamos comida y agua. Hasta un profesor de educación física los hacía estirar. O sea, se los trató considerablemente bien. Y siempre el M23 mirando por arriba del muro. Nosotros teníamos que poder controlar a esa masa grande.

En esos 12 días se comunicaban como podían porque los congoleños algo de inglés y español entienden. Iban al baño de a cinco. Los tenían controlados.

Con el paso de los días crecía el temor de los soldados uruguayos.

—Tener esa gente ahí aplicaba que nos íbamos a enfermar, muchos se estaban muriendo por las heridas de bala y teníamos miedo por la viruela del mono, que no tenemos la vacuna. Eso fue generando desconfianza, inquietud.

Al final y después de muchas negociaciones, lograron que se fueran. La salida duró dos días, en pequeños grupos.

Antes de eso, el 25 de enero un rato antes del mediodía congoleño, murió Rodolfo Álvarez.

—Lo comunicamos a ONU a las 11.55 —recuerda Ruth, como si fuera ayer.

—Una desgracia, no estuvo la suerte de nuestro lado —dice Óscar—, no podemos darle un nombre a esa munición, no sabemos si fue contra nosotros, si fue desviado, si no llegó al punto que tenía que llegar. No hay explicación. Estamos bajo la bandera de las Naciones Unidas, no nos podrían haber tirado a nosotros.

En la base había psicólogos. Diego pidió asistencia porque, dice, necesitaba un espacio para desahogarse.

—¿Volverían a ir a una misión?

—A mí no me da más tiempo, me retiro con 48 años —dice Óscar—. Siempre quise ir a Siria. Pero no va a poder ser

—Si la necesidad lo requiere, está en el contrato ir —responde Diego.

—Porque hoy nos pasó esto. Pero mañana podemos ir y pasarla recontra bien. Es la vida —se mete Óscar y señala a Alex, que escucha en silencio—. Él ligó mal, viajó la primera y fue así.

—Se supone que nosotros vamos en misión de paz. No vamos a ser parte del conflicto. No deberíamos tener bajas de ese estilo, sí enfermedades o accidentes —dice Ruth—. Por eso nos afectó muchísimo lo que pasó con Rodolfo.

Alex hace cara como que no. Como que él no volvería:

—El tema es que fue complicado, esa es la justa. Nunca esperé vivir lo que vivimos. Si en algún momento preciso la plata, lo pensaré más. Las ganas ya no son las mismas.

Antes de terminar la charla, hablan del peor momento en los 17 meses de misión.

Óscar, como siempre, responde primero:

—Ver todas esas criaturas, niños chicos corriendo, morir contra la concertina, toda la gente amontonada... Les tiraban y los cazaban como animales. Uno tiene sentimientos.

—Cuando el coronel nos reunió en la carpa, a dos días de que nos íbamos a ir. Nos dijo que se suspendían los vuelos… A dos días de armar los bolsos —dice Diego y luego cita otro momento—. Me acuerdo que el coronel jefe dijo por radio: “Este conflicto no es con nosotros, que viva la patria”. Hubo un silencio y a los dos segundos empezaron a tirarse, a dispararse entre ellos.

—Yo diría que la muerte de Rodolfo Álvarez fue lo peor —cuenta Ruth, y Alex dice que está de acuerdo—. Mi cabeza no entendía que podía haber una baja en combate. Nadie lo entendía. El jefe de la base nos reunió en la plaza de armas para contar lo que había pasado y hacer un minuto de silencio. Sentí mucho miedo y pensé que me quería ir. Yo tenía una hija esperándome en casa.

FAMILIARES

"Todos se quieren venir", dice un padre

Una semana y media después de la muerte de Rodolfo Álvarez en enero, Félix Palavecino, padre de un soldado que estaba en el Congo, dio una entrevista al programa En Perspectiva. Palavecino se convertía por esos días en referente de un grupo de familiares de cascos azules, que por entonces se organizaba. Hoy son unas 240 personas.

Palavecino, quien es militar retirado y realizó cinco misiones, habló en esa nota de “balas que picaban cerca”. Y contó: “Mi hijo me decía ‘no voy a volver más, hagan algo desde Uruguay porque nos van a matar a todos’, tenían poca esperanza. En estos días empezaron a recuperar la esperanza”.

El 14 de julio el grupo envió una carta al presidente Yamandú Orsi, donde expresaba su “profunda preocupación” por los uruguayos que llevan “más de 18 meses fuera del país, superando ampliamente el tiempo recomendado de permanencia en misión”. Y advertían que varios familiares de militares “se encuentran actualmente con diagnósticos de trastorno de ansiedad, certificados médicamente y sin posibilidad de realizar tareas básicas de la vida diaria”.

Palavecino dice a El País que el clima en estas horas en la base es de “nerviosismo”, “tratan de tener contenidos” a los soldados pero “se generan problemas entre ellos”. Todos “se quieren venir, les dijeron que los vuelos iban a ser continuados, que los iban a relevar” y no ha sucedido, cuenta.

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