Por Guillermina Uteda
¿Qué pasa cuando la muerte deja de ser un evento excepcional y pasa a ser el trabajo de todos los días? ¿Qué se rompe, o se transforma, en una persona cuando se acostumbra a verla de cerca? A olerla. A cargarla. A vestirla con la ropa elegida por otros. A tocarla sin miedo.
Vivimos en una época donde la gente evita la muerte pero no sólo en los hechos, sino como concepto. Se la maquilla, se la oculta y, cuando es muy necesario, se la tapa con frases armadas como “lo siento mucho” o “descansa en paz”. Se la encierra en cajones acolchados y se la llena de flores. Hay frases que se repiten: “¿Por qué el cajón abierto?”, “es de mal gusto y antiguo, no quiero ver al muerto”. No sabemos qué hacer con la muerte. No sabemos cómo mirarla. Nos aterra.
Pero hay quienes la enfrentan cada día. Con los guantes puestos y el corazón silenciado; como pueden. Son las manos que preparan cuerpos para ser despedidos, los ojos que diagnostican lo inevitable, las voces que sostienen a quienes se desarman en medio del dolor.
En las salas donde otros lloran, ellos trabajan. En los cementerios, las morgues, los hospitales o las casas velatorias, un grupo de personas se enfrenta a diario con algo que muchos evitan nombrar. No son filósofos ni poetas, aunque reflexionan sobre la muerte más que nadie. Son quienes trabajan con ella: la camuflan, la investigan, la diagnostican o la reciben.
Una tanatopraxista que maquilla cuerpos para el momento de la despedida. Un médico forense que escucha lo que los cadáveres no pueden decir con palabras. Una oncóloga que aprendió a acompañar más allá de la cura y que recibe pacientes en un campo en el litoral. Un empresario funerario que heredó el oficio de enterrar y descubrió que también se puede aprender a despedir.
Estas son sus historias.
Qué les pasa. Cómo duermen. Qué aprendieron. Qué les duele. Qué aman de su trabajo. Y qué les deja la muerte, cuando ya no queda nada.
La tanatopraxista: embellecer el adiós
Desde niña Selene Gutiérrez sentía curiosidad por lo forense. Y mientras a otras adolescentes les interesaba aprender técnicas de automaquillaje para salir a bailar, o se inscribían en cursos de make up para eventos, ella —aunque suene muy raro—, soñaba con aplicarlas en cuerpos sin vida. “Con mi mamá llamábamos a funerarias para ver si existía alguna carrera vinculada a eso, pero no había internet como ahora”, cuenta Selene, de 35 años.
Y un día encontró en un curso de tanatoestética en Argentina la forma de unir sus dos grandes intereses: lo estético y lo mortuorio.
En Uruguay la tanatopraxia —es decir el procedimiento de restauración y conservación del cuerpo, que puede incluir el embalsamamiento— no es legal en su sentido completo. Pero en otros países cuando muere una figura como por ejemplo el Papa, el cuerpo se puede conservar con técnicas especiales: desinfección, ungüentos, maquillaje y refrigeración. Se lo coloca en un triple ataúd, de ciprés, plomo y nogal. Aunque no se embalsama completamente, se aplican métodos de tanatopraxia simbólicos y discretos. La idea generalmente es una conservación temporal, no definitiva.
Selene se dedica a la tanatoestética: un proceso menos invasivo que incluye desinfección, restauración facial y maquillaje, con el objetivo de que los fallecidos puedan ser velados con, digamos, cierta dignidad. “Es un momento único e irreemplazable. Ayuda a que la mente salga de la negación”, afirma.
Selene trabaja entre camillas con drenaje de fluidos, instrumental quirúrgico, productos de bioseguridad y cosméticos. Y aunque el oficio no está regulado, Selene y otros colegas intentan que se reconozca formalmente. “Hacemos todo con el mayor respeto, como si se tratara de un ser querido nuestro”, cuenta.
Dice que lo emocional no le es ajeno: “Me permito sufrir con los que sufren. No pongo un muro, pero al salir sigo con mi día. Me esperan mis hijos. Este trabajo me hizo valorar mucho más el tiempo y perderle miedo a cosas que no valen la pena”.
Sin embargo, a veces el dolor la atraviesa. Como aquella vez que un padre le agradeció por ayudar a despedirse de su hijo, gracias al trabajo de maquillaje y reconstrucción que hizo. “Lloré durante días. Escucharlo me hizo ser mejor madre”, dice. Cree que su trabajo ayuda a sanar, que la muerte debe dejar de ser tabú y que las despedidas, lejos de ser un trámite, son una parte vital del duelo. “Nuestras culturas necesita reivindicar las despedidas, los velatorios, darnos este tiempo”.
Hay algo que mueve cuando se escucha hablar con tal naturalidad a quienes viven con la muerte, y es que no hay un solo modo de habitarla. Hay quienes la enfrentan con el cuerpo —la lavan, la maquillan, la sostienen con las manos— y quienes la enfrentan desde el umbral. Desde la espera, desde la palabra, desde la promesa de acompañar hasta donde se pueda. Pero no todos los muertos lo están todavía. Se podría decir que la muerte camina entre nosotros, con diagnósticos que a muchos los obligan a mirar el final de frente.
La oncóloga: cuando la medicina acompaña el morir
Diana Sosa (59) no quiso ser heroína. Tampoco mártir. Cuando eligió la oncología, sabía que muchas veces no iba a poder salvar vidas. Y aun así —o quizás por eso mismo— quiso quedarse. Quiso aprender a acompañar. A estar cuando no quedara nada más que estar.
Para ella, la muerte fue una presencia cotidiana desde el inicio. “Sabía que muchas personas llegaban tarde al diagnóstico, sin posibilidad de cura. Pensaba que, al menos, podía ayudarlas a tener un buen morir”, relata. Pero la formación médica no prepara para eso: “Nos enseñan a curar, no a lidiar con la frustración ni con las emociones. Hay que aprender a aceptar la muerte como parte de la vida”, reflexiona. Esa aceptación transforma su mirada. “Te enseña a vivir el presente. A no postergar”.
Acompañar a pacientes terminales, también le permitió entablar vínculos profundos: “Conocés sus historias, lo que los preocupa, qué legado quieren dejar. Hablar de la muerte se vuelve tan natural como hablar del nacimiento”. A veces, incluso, surgen conversaciones sobre espiritualidad o sobre cómo resignificar la enfermedad.
Diana no cree en una medicina divorciada de lo humano. “Hoy se integran prácticas paliativas, con acompañamiento espiritual y emocional. La medicina también puede acompañar a morir”, explica. Ella misma cuida su bienestar mental a través de prácticas como meditación, respiración consciente y estar —dice— “donde quiero y con quien quiero”.
Ya jubilada, en 2022 creó El Reencuentro, un espacio de retiro en su casa, en pleno campo en las afueras de Mercedes, Soriano. Allí recibe tanto a pacientes oncológicos como a personas que simplemente necesitan desconectarse del ruido del mundo.
En ese refugio, entre árboles, tierra y silencio, se realizan retiros que pueden durar algunas horas o varios días. Meditan. Caminan. Tocan animales. Hacen sanaciones cuánticas con cuencos tibetanos. Y sobre todo, exploran el vínculo entre las enfermedades —como el cáncer— y lo emocional. Porque de nuevo, para Diana, sanar no es necesariamente curar. A veces, sanar es entender.
Trabajar tan cerca de la muerte no le generó miedo, sino profundidad. “Somos más que un cuerpo. Venimos a aprender, a experimentar. Lo material es secundario. Lo único que nos llevamos son las vivencias”, dice. Pero quienes trabajan con la muerte no son los que más la conocen, sino los que más han aprendido a convivir con ella. Como si, al verla tantas veces, dejaran de buscar respuestas y empezaran a cultivar otra cosa: una reverencia discreta. Un tipo de amor por la vida que nace, precisamente, de verla terminar una y otra vez.
El encargado de una funeraria: la muerte como herencia familiar
Para Pablo Castro, la muerte es un asunto cotidiano desde más o menos los 16 años. Trabaja en la empresa Etchemendy, funeraria familiar con más de un siglo de historia en Libertad, San José. Al principio se encargaba de levantar cuerpos y prepararlos; hoy realiza tareas administrativas, aunque el vínculo con la muerte persiste.
“Uno se automatiza. Puedo pasar el día con un cuerpo y al otro día no acordarme de la cara. El cuerpo se autoprotege”, dice Pablo, de 33 años. No lo dice con frialdad, sino con resignada humanidad: “Nunca fui a terapia, pero creo que me hubiera ayudado”.
Reconoce que lo más duro no es la muerte en sí, sino el contacto con las familias. “Uno entiende su dolor, pero ellos no siempre entienden que vos estás trabajando. Hay que tener una paciencia extra”, explica. Y aun así, hay escenas que lo marcaron para siempre, como el caso de un bebé asesinado por su madre. “No pude volver a buscar cuerpos de esa edad”, admite, “ese caso me rompió”.
No le teme a hablar de la muerte, aunque nota que la mayoría sí. “La gente tiene miedo o incomodidad. Yo ya no. Lo veo como algo natural”. Para él, vivir con la muerte cambia la forma de ver todo.
Pablo heredó este trabajo como se hereda una casa antigua: con sus ruidos, sus silencios, sus habitaciones cerradas. Hugo, en cambio, la buscó. No como una carga, sino como una forma de entender lo que otros prefieren no mirar.
El forense: lo que los cuerpos callan
Hugo Rodríguez Almada lleva más de tres décadas leyendo cuerpos como si fueran textos cifrados. Porque vivir con la muerte no es solo convivir con cadáveres; es también convivir con las historias que los precedieron. Lo que queda después del balazo, del golpe, del ahogo, no es sólo un cuerpo, sino el eco de una vida que se detuvo.
“Hay una frase que dice que los cadáveres hablan. Yo creo que hay que tener cuidado: si el forense interpreta mal los signos, quien habla no es el cadáver, sino la ignorancia del forense”, advierte.
Hugo no empezó sabiendo que terminaría en una morgue. Durante su carrera como médico apenas conocía qué hacía realmente un forense y lo supo cuando pasó por la materia de medicina legal. Ahí fue “como un amor a primera vista”, dice y cuenta que tuvo “la total convicción de que eso era lo que quería hacer”. Y así fue: se recibió apurado para entrar en un concurso docente: “Vi el aviso en el diario sobre el llamado pero había que ser médico, por lo que pedí una mesa especial para llegar a recibirme y llegar a tiempo a inscribirme”. Pero además ganó el cargo y, dos años más tarde, ya era forense del Poder Judicial.
Su trabajo hoy, aunque ya no esté en la morgue judicial, se reparte entre la docencia, la investigación y la asistencia técnica a fiscales, jueces y familias. Es director del Departamento de Medicina Legal de la Facultad de Medicina. Sigue escuchando lo que los cuerpos no dicen. “La autopsia no empieza cuando abrimos el cuerpo. Empieza en la escena del crimen. Lo que no se ve ahí se pierde para siempre”, explica.
Pero lo más difícil no es el cuerpo, sino la historia. “Uno se acostumbra al cadáver. Lo que es muy difícil de soportar es la violencia que hay detrás. Es ver, por ejemplo, a un niño maltratado. Eso te destroza. Pero lo que más duele no es su cuerpo, sino la vida que tuvo antes de llegar ahí”.
A veces, dice, la muerte se vuelve un dato. Uno más. Se vuelve parte de lo cotidiano, al punto de que el primer día de clase puede impresionar ver un cadáver, pero “al tercero ya estás comiendo un refuerzo al lado del formol”, relata. Y, sin embargo, los fantasmas no desaparecen del todo: “Todavía tengo miedo de encontrarme un día con el cuerpo de alguien que conocí”. Una de las historias que más lo marcó no fue una muerte. Fue un hombre desnudo que caminaba por los campos de Las Piedras buscando sus “dos amores”. Lo internaron en un hospital psiquiátrico. “Ayudé a encerrar a alguien que sólo buscaba el amor. Eso me afectó”, dice.
Fuera de lo técnico de su especialidad escribió tres libros, Crónicas de un forense. Historias de personas (2014) y Los héroes de la bodega y otras crónicas forenses (2019), ambos por Sudamericana, así como la novela Todo Rojo (2024) por Alfaguara. Para exorcizar, quizás. Pero también para mostrar que la medicina forense no es CSI ni Netflix. “Esto no es espectáculo. Es una herramienta para proteger derechos humanos”, alerta. Y la muerte, a su manera, también enseña. Enseña sobre la vida. Enseña sobre lo humano. Enseña, incluso, a cuidarse. “Escribir me ayudó. Enseñar me ayudó. Discutir los casos con colegas también. Todo eso fue, de alguna forma, terapéutico”.
Es que los cuatro entrevistados coinciden en algo: convivir con la muerte cambia la forma de habitar la vida. No necesariamente la hace más triste. A veces, la hace más consciente. Les enseña a valorar el tiempo, a decir lo que importa, a dejar de posponer, a no enredarse en lo que no vale. Y no hay fórmulas para despedirse ni manuales para mirar lo que duele. Pero quienes la ven de cerca entendieron que la muerte no enseña a morir, enseña a vivir mejor.
De qué se mueren los uruguayos
La principal causa de muerte en Uruguay son las enfermedades del sistema circulatorio, entre las cuales están las enfermedades cardiovasculares. Los datos de 2024 lo ratifican en un contexto de un nuevo aumento de muertes y caída de nacimientos, según datos difundidos por el Ministerio de Salud Pública (MSP) en abril pasado.
En Uruguay hubo 29.899 nacimientos y 35.956 fallecidos el año pasado. Y se registraron 1.278 muertes más que en 2023, una suba de 3,3% frente a 2019. Los casi 36.000 fallecidos el año pasado fueron más que en 2023 (34.678) y por encima de los muertos en 2020 (32.638) y 2019 (34.807).
En tanto, hubo más fallecidos en 2021 (41.168) y 2022 (39.322) como consecuencia del covid-19.
Desde 2021 en Uruguay hay más fallecimientos que nacimientos al año.
Es que la población va en caída. Tal como publicó El País esta semana, la tendencia que los informes académicos y los datos del último censo de 2023 —que arrojó una cifra de 3.499.451 habitantes— anticipaban, puede ahora trasladarse hasta al menos el año 2070: se proyecta que para ese año la cifra de la población de Uruguay sea de 3.043.670 personas, es decir similar a la de 1985.
En el informe “Estadística Vitales 2024. Datos preliminares”, publicado en abril, el MSP dio cuenta que la tasa de fallecimientos por enfermedades del sistema circulatorio fue de 234,2 casos cada 100.000 habitantes. Hubo una suba de la incidencia de muertes frente a 2023 (224,3) pero por debajo de 2019 (251,7). Y la incidencia de estas muertes se ubica por encima del cáncer (219,6 cada 100.000 habitantes). En el ranking del MSP le siguen las muertes por enfermedades respiratorias, los suicidios y los accidentes de tránsito.
En tanto, desde 2017 crece la proporción de muertes que no son clasificadas con una causa específica, tal como informó El Observador. De hecho, en 2024 la tercera causa de muerte lo constituye más de 5.000 fallecidos por causa indeterminada.
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