La segunda línea de batalla
Los trabajadores del rubro fúnebre narran cómo conformaron "la segunda línea de batalla". Distintos protocolos modificaron los hábitos de esta tarea; trajeron frialdad pero también un orden necesario.
Julio Alvarenga no debería estar aquí; 40 años atrás, cuando entró por la puerta del cementerio de Florida para hacer una suplencia, su ilusión era otra. Pero, como suele pasar en este rubro, el encargado no volvió jamás y él, que acababa de pasar los 20, se rindió ante la inexorable fuerza de la costumbre. Tres semanas le llevó aceptarlo. Entonces, sepultar a los muertos se convirtió en un “trámite que uno aprende a vivir como un trabajo cualquiera”. Con el COVID-19 le pasó algo parecido. Al principio, “como en términos de salud lo malo que me pida yo tengo”, lo enviaron a la casa por considerarlo un paciente de riesgo. Eso duró cuatro meses y, cuando volvió, al departamento que se había mantenido indemne a las muertes del virus le llegó su hora. Alvarenga cavó las tres fosas de las víctimas del COVID-19 que tuvo Florida. Y para adelantar trabajo ya dejó otras tres preparadas. Una está inundada.
La normativa del gobierno departamental exige que estos cadáveres únicamente se entierren. Por eso están en el fondo del cementerio, en una hilera especialmente designada en un lugar crudo, sin panteones ni esculturas que nos distraigan de la incertidumbre del más allá.
A los pies de la gigante silueta de Alvarenga, estas tumbas se ven pequeñas y poco profundas. La forma del ataúd sobresale sobre la superficie de la tierra, como en los dibujos que hacen los niños. “Para un COVID la fosa la hacemos más honda, de unos 80 o 90 centímetros en vez de 60”, explica. Durante la inhumación, a los familiares se les prohíbe acercarse. El sepulturero y sus ayudantes deben usar un traje de protección completo —capa, máscara, tapabocas, guantes, gorro, zapatones— que al terminar se ponen en una bolsa y se prenden fuego. “El cuerpo debe quedar en tierra por 10 años y no cuatro, como el del resto de los fallecidos”. Eso dice la norma.
En el mismo cementerio, Andrés Utaravicius lustra las letras de bronce de un elegante panteón. Dirige una florería —Eliana— que prepara “servicios” para Florida y Montevideo pero, “¿quién envía coronas para acompañar una muerte de la que uno no se entera o se entera tarde?”, plantea. Más de 70% bajaron las ventas de las flores, así que Utaravicius comenzó a hacer mantenimiento de nichos y panteones para aquellas personas que por temor al virus dejaron de visitarlos. Tal y como él lo ve, si nuestro relacionamiento con la muerte “ya venía bastante mal”, la pandemia “la empeoró todavía más”.
Las visitas a los cementerios decrecen año a año. Los velorios de 24 horas ya no existen. Las empresas fúnebres venían reduciendo el horario de esta despedida hasta que el COVID-19 la limitó a un promedio de dos horas; siempre y cuando la norma municipal y la de la empresa fúnebre permitan su realización.

“El asunto es cuando una circunstancia pasa a ser un tema cultural porque ahí ya no puede cambiarse”, dice el florista. El cambio —considera— ya sucedió. “Está muy mal lo que está pasando. Se muere una persona y nadie se entera. Ya la muerte es insignificante. Mirá lo que es este cementerio: nada. Y seguramente acá hay cuatro veces más gente de la que hay en la ciudad. Entonces cuando vos pensás en tu vida y en que nadie después te recuerde… Están bien las medidas de los protocolos para minimizar riesgos, ¿pero qué contagio puede causar un cuerpo doblemente enfundado y dentro de un cajón desinfectado? Yo creo que las autoridades no saben qué hacer entre la enfermedad y los sentimientos. Y en el rubro de la muerte, el COVID ha sido desastroso para los sentimientos. ¿Sabés lo que nos va a dejar? Una frialdad de novela”.
Cuerpos clasificados.
En enero de 2020, cuando la pandemia había empezado a resonar en el mundo, las 120 firmas que integran la Asociación de Empresas Fúnebres del Interior (AEFI) y las de Montevideo, agrupadas en torno a la Asociación de Empresas de Pompas Fúnebres y Anexos (que se reúne en ocasiones especiales), se hicieron eco.
Los gerentes consultados confiesan que, a medida que el COVID-19 se fortaleció, las noticias que advertían de fallecimientos en masa, la crisis de las funerarias en Ecuador, o de las fosas comunes en Nueva York, les pusieron la piel de gallina.
AEFI decidió prever un depósito para cuerpos en el interior y otro en la capital del país, y adquirió un stock de ataúdes: 200. Otras empresas optaron por consultar al reconocido forense y médico legista Guido Berro, quien tras el desembarco del coronavirus pasó a integrar el Grupo Asesor Científico Honorario (GACH), para la elaboración de los protocolos de actuación ante los fallecimientos.
“Él fue un puntal para nosotros. Empezamos a buscar material desde enero. Elaboramos nuestro propio protocolo y lo compartimos con los colegas porque la intención era que el Ministerio de Salud Pública (MSP) lo aprobara”, narra Alejandra Forestier, gerente de la funeraria Forestier Pose. Pronto, en marzo, el director General de la Salud, Miguel Asqueta, emitió dos resoluciones.
Si bien el rubro fúnebre había previsto un plan de acción a tiempo, igual sufrió un impacto comercial y administrativo. Desde Previsión cuentan que pausaron las acciones de telemarketing por dos meses. “No podíamos salir en una situación de miedo y alarma a promocionar la venta y afiliación de servicios fúnebres”, dice el gerente general Oscar Grecco.
En el interior, donde el relacionamiento con los afiliados es de familiaridad —las contrataciones se cierran cara a cara y los afiliados reciben la puntual visita del cobrador mes a mes en sus hogares— empresas como Laurenze Cabral, en Florida, cerraron su oficina al público por primera vez en cinco generaciones de una atención de puertas abiertas, las 24 horas, los 365 días del año. Los trámites comenzaron a hacerse online, los pagos por débito o transferencia bancaria; “fue como modernizarse 15 años en una semana”, dice Enrico Laitano.
A pesar del caos inicial, los funebreros explican que el conteo de muertes por COVID-19 que abruma al país —689 al cierre de esta edición— está lejísimos de aquellas primeras y aterradoras proyecciones. Estas 689 pérdidas son consideradas en el rubro como un “número marginal” en comparación al volumen de fallecimientos anual. De hecho, ocurrió un fenómeno curioso: “Debido a las precauciones que se fueron tomando del uso de tapabocas, aislamiento, cuidado de las personas mayores, hubo incluso menos muertes que en igual período de años anteriores”, plantea Grecco, de Previsión.

El virus lo que trastocó fue la forma en que nos despedimos y vinculamos con los muertos; un comportamiento que ya venía transformándose de forma radical. Pero además impuso una consciencia que no era generalizada a la hora de seguir un protocolo para manipular los cadáveres de las víctimas de enfermedades infectocontagiosas. “Esto es algo positivo que nos va a dejar. Por lo menos tomar consciencia de que hay cosas que no se ven pero son enemigos que te llevan. El COVID-19 nos entrenó para seguir un protocolo de actuación, porque la verdad es que antes no lo hacíamos. Antes íbamos a buscar un Sida y tomabas alguna medida por la tuya”, dice desde el anonimato un transportista que lleva 30 años recogiendo y entregando cadáveres de una punta a la otra del país.
Es que en el Uruguay previo a la pandemia, sin una espada de Damocles infundiendo temor, podían suceder situaciones potencialmente peligrosas en este tipo de manipulación. Hacía tiempo que existía una disposición del MSP que obligaba a que los médicos incluyeran en el certificado de defunción una calificación A, B o C para dar pautas sobre el tratamiento del cadáver y su procedimiento de inhumación.
A, indica que el cuerpo no reviste riesgos; B advierte que requiere de cierto cuidado y C anuncia que es un cuerpo altamente infeccioso. En esos casos no se permite la vista de los familiares ni el enlutamiento. Los fallecimientos por COVID-19, tanto confirmados como sospechosos, llevan el código C.
“Si bien el ministerio incitaban a que se hicieran los certificados de defunción de forma electrónica, no todos los médicos estaban interiorizados de la importancia de la calificación. Los funebreros la reclamábamos porque debido a la ley de protección de datos no teníamos otra forma de enterarnos de qué tipo de cuerpo estábamos manipulando”, expone Forestier.
En la funeraria que dirige Forestier, esta omisión generó una escena de riesgo. “En enero de 2020 nos llegó un cuerpo que tenía Hepatitis B y nos enteramos después de que tenía ese diagnóstico”, cuenta. ¿Cómo pudo suceder esto? “Si bien nadie puede tocar cuerpo sin el certificado de defunción firmado, muchas veces el médico al estar ocupado en una operación o en una consulta no tenía acceso a la computadora para descargar el formulario de MSP y llenarlo. Alcanzaba con que el médico dijera ‘quédate tranquila que lo firmo; andá a buscar el cuerpo nomás’. Nos manejábamos con esa laxitud. Ese caso del fallecido por Hepatitis B encendió todas las alarmas frente a la llegada de la pandemia”, recuerda.
No había un protocolo que se cumpliera a rajatabla: eso lo trajo el COVID.
Un río de protocolos.
Quienes trabajan con la muerte dicen que la pandemia instaló dos corrientes de información: una formal y otra en base a rumores repetidos, basados en “una desconfianza hacia lo oficial”, resume una fuente. “Esto repercutió psicológicamente generando un temor de los trabajadores hacia las inhumaciones que involucran a las víctimas del COVID-19 y el contacto con sus familiares”, señala Santiago Rodríguez, director del Cementerio del Norte, donde trabajan 56 personas.
Otra diferenciación surge cuando se analiza el efecto de las recomendaciones y normas basadas en la evidencia científica, que lanzaron el gobierno nacional y las intendencias, y su posterior aplicación, donde entran a jugar otros factores como los sentimientos en el contexto de una muerte trágica.

La realidad es que el virus se ha encontrado en cadáveres, incluso varios días después del deceso, pero el especialista Berro —integrante del GACH—, explica que en esos casos “la cuantía del virus no es contagiante” y que para evitar cualquier riesgo al tener contacto, se diseñó una metodología para tratar el cuerpo que evita la transmisión de la infección.
Este especialista lo explica así: “El cadáver puede generar contaminación y por eso al fallecer se taponean todos los orificios con algodón embebido en hipoclorito, y se le coloca una doble bolsa impermeable. Esa bolsa se rocía con hipoclorito. Luego, se coloca en un ataúd que a su vez es rociado con desinfectante”.
Algunas casas fúnebres no se conforman con esto y agregan una tercera bolsa, o forran el féretro con un nylon. En algunos cementerios, como el del Norte, se le vuelve a rociar alcohol al cajón en el último momento de la sepultura: “Lo hacemos previendo que algún familiar contagiado sin diagnosticar hubiera transmitido el virus al besar o abrazar el ataúd, porque esas situaciones a veces se hacen inevitables”, dice Rodríguez, el director.
¿Y qué pasa con la sepultura? Para los fallecimientos código C se recomienda mantener el cajón cerrado y la disposición final en tierra o la cremación, “que sería lo más ideal; pero esto depende de cada gobierno municipal”, opina Berro. De acuerdo a los distintos funebreros consultados, la cremación no se incrementó debido al virus.
En este primer año de pandemia, el hallazgo de una forma sanitariamente segura para despedirnos de nuestros seres queridos generó un torbellino de recomendaciones y protocolos, “por momentos contradictorios, por momentos muy cambiantes”, dice Forestier. A los funebreros —y a la población— no le quedó otra que adaptarse.
Primero se considera el protocolo del MSP, que ofrece recomendaciones. Así, el documento no prohíbe que se velen los fallecidos por COVID-19, pero recomienda no hacerlo. A su vez, cada gobierno departamental elaboró sus normas. “No se termina ahí. Además, cada cementerio tiene sus reglas y cada funeraria armó su protocolo”, resume Cristina Villamayor, empresaria y presidenta de la asociación que reagrupa a las firmas del interior.
Y hay más. Enrico Laitano, de la empresa Laurenze Cabral, explica que cada funeraria debió generar un protocolo para cada una de sus áreas de trabajo; uno para los furgones, otro para la sala de enlutado, otro para el depósito de cuerpos y otro para las salas velatorias.
Y estos documentos se han ido actualizando. El Cementerio del Norte está redactando la cuarta versión del protocolo. Cada uno es más flexible que el anterior, pero siempre dejando la puerta abierta a retroceder. “Al pie, cada documento dice que en función de la evolución de la pandemia este podrá ser modificado”, apunta Rodríguez.
En tanto, más allá de los casos positivos, las funerarias optan por tratar a todas los fallecidos como si tuvieran coronavirus. “Si vamos a un domicilio, nosotros llevamos el mismo equipo de protección, porque no sabemos si podría tratarse de un enfermo asintomático o que sus familiares pueden estar infectados sin saberlo”, plantea Francisco Núñez, secretario de la funeraria Perroni & Ribeiro, localizada en Rivera. “El otro efecto colateral es que nuestros costos subieron por estos materiales y no podemos trasladarlo a los clientes”, agrega: “La gente está desesperada por la crisis”.
El golpe económico de la pandemia ha generado lo impensado: cada vez más personas piden trabajo en empresas fúnebres. Así lo cuenta Luciana Demaría, de la firma Lorenzo Artola, en Nueva Helvecia. “Me golpean la puerta y se ofrecen para hacer de todo: para barrer, limpiar, lo que sea. Pero después no vienen. Todos se asustan de este trabajo”.
Un duelo a medias.
“Es una cosa antinatural para todos lo que trajo el COVID-19”, lanza la empresaria fúnebre Villamayor. “El impacto para nosotros fue psicológico, porque cambió los hábitos de relacionamiento con nuestros clientes pero también entre compañeros. Dejamos de hacer muchas cosas que antes hacíamos para apoyarnos a sobrellevar esta tarea”, dice abriendo el paso hacia un patio, donde antes se organizaban comidas entre empleados y ahora solo lo disfrutan cuatro gatos echados al sol.
Funerarias y cementerios dividieron sus plantillas en grupos que trabajan cruzados, y los turnos se organizaron de tal manera de que coincidan lo menos posible, para así evitar “una paralización de los servicios” en caso de contagio y necesidad de aislamiento. Este plan, al rubro en general le ha funcionado.
Sin embargo, a medida que avanza el proceso de vacunación, hay quienes plantean que “los trabajadores de la muerte” deberían haber sido considerados como un grupo prioritario. “Nadie pensó en nosotros. Si los médicos están en una primera línea de batalla, nosotros somos los que estamos en la segunda. Pienso que tal vez hubo una omisión por parte del ministerio al olvidarse de incluirnos en la primera tanda de personas a vacunar”, opina Luis Bruschi, director de la funeraria Abbate.

Ante la consulta, desde el MSP confirman que en la última semana se les solicitó a las empresas de este rubro un listado de sus empleados, al igual que se hizo con otros grupos de trabajadores de otros sectores, para analizar quiénes integrarán los siguientes grupos de vacunación.
Mientras tanto, la estadística continúa pegando fuerte y los funebreros se resignan a seguir lidiando con una “crisis emocional” sin precedentes. “Hay gente que viene de atravesar el proceso de la enfermedad en el CTI y ya sabe que no podrá despedirse; está preparada. Otros no. No comparten las disposiciones ahí es difícil. Y están los que temen a la estigmatización. En nuestro primer servicio de un COVID el féretro esperó en el depósito hasta la hora del sepelio y nos pidieron hacer el menor ruido posible, ¡parecía que por tener el virus llevara el diablo adentro!, cuentan desde la gerencia de la funeraria sanducera San José.
Los muertos del COVID son muertos invisibles. Su cuerpo no se reconoce en la morgue. Si se vela —“¿Quién viene a su velorio si la familia suele estar enferma o aislada”, plantea Bruschi— es una instancia breve, y el entierro se concreta “con la mayor celeridad”. En algunos cementerios, no se permite el arribo de un cortejo ni la presencia de sus familiares.
“Nada más lindo que despedir a un motoquero con un cortejo de motos que aprietan el acelerados a fondo. Nada más lindo que despedir a una figura del Carnaval, con una cuerda de tambores acompañando su camino al cementerio”, dice la funebrera Villamayor.
Pero no.
Ese ritual ahora es un trayecto frío. “Al no despedirlo en el CTI, al no velarlo, es horrible para la familia porque te falta una parte. ¿Cómo comenzás a hacer un duelo si no lo viviste?”, insiste Villamayor.
En cambio, el pésame llega por teléfono, en mensaje de texto, correo electrónico, en un comentario en la red social. Así lo acompañan a Alberto, el viudo de Curie Linfa, una enfermera y bailarina de salsa que contrajo el virus en uno de los primeros brotes ocurridos en un residencial de ancianos. “Yo me quedé con el recuerdo de la última vez que la vi; riendo, charlando. Le di un beso en la frente y me fui. Lo que hago es subir fotos de ella a Facebook y tengo montones de comentarios. La recuerdo así, con los mensajes de quienes la conocieron y cuidando sus plantas, que a ella tanto le gustaban”.
Mercedes, que perdió a su padre por COVID-19 -“es el caso 15”, recuerda- cree que logró superar este extraño duelo gracias a su personalidad “mística”. “Yo lo siento a mi papá. Él está mucho conmigo. Lo cremé, como él quería, y yo lo que hago es estar siempre con sus cenizas. Lo subo al auto. Lo llevo conmigo a cada lado que voy”.

De vuelta en Florida, en la funeraria Laurenze Cabral, aquella que por primera vez en más de un siglo cerró las oficinas por culpa de la pandemia, Enrico Laitano, representante de la quinta generación que lleva adelante la tarea de gestionar los últimos adioses, estaciona una carroza fúnebre americana importada en 1929.
Tiene el largo de dos autos, la altura de un pequeño camión y está hecha de una madera negra, lustrosa, que recuerda al más fino de los mármoles. El vehículo, único en el país, tiene la declaración de Patrimonio Nacional, y desde hace unos meses está en proceso de restauración. El motor ya está listo. “Lo estamos haciendo porque mi abuelo quiere irse con ella”, dice Laitano. Y ahora, en esta época de muertes fugaces, el rumor de que la imponente carroza estará en condiciones de volver a usarse recorrió el departamento y cada vez hay más afiliados que ya le comunicaron que quieren sumarse a la lista. No se conforman con un adiós a las apuradas; quieren partir a lo grande.
Un vacío en la norma y el reclamo histórico de insalubridad
El trabajo del funebrero es duro, “muchas veces debés cumplir con tu tarea con el llanto en la oreja”, dice Alejandra Forestier. En tiempos de pandemia, varias funerarias incorporaron a su equipo a un médico previsionista y en casos puntuales —como en el de Forestier— a un experto en psicología, ya que “las consecuencias de este trabajo no siempre son visibles”. Un grupo de funebreros insisten con que estos empleados deben ser incluidos como personal sanitario, e incluso que debe reconocerse a la tarea de “garage” (es decir aquellos empleados que levantan los cuerpos y los acondicionan) como insalubre. Forestier también plantea que hay un vacío en la normativa respecto a los fallecidos positivos que se retiran en las casas de salud o en domicilio: en ese caso es la funeraria la que debe hacer todo el procedimiento, emponiéndose mucho más.