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Escraches del gobierno

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Francisco Faig
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Están pasando demasiadas cosas raras como para que todo pueda seguir tan normal. La utilización de información del Estado para señalar y deslegitimar a ciudadanos cuyos comportamientos disgustan al gobierno es un golpe gravísimo contra la democracia.

Ocurrió con una persona que tuvo un altercado con el presidente en plenas movilizaciones rurales. A raíz de ese episodio, presidencia se encargó de exhibir públicamente su complejo historial con Colonización. Ahora, pasó con el padre de familia que se quejó de los servicios del Ministerio de Desarrollo Social para obtener refugios nocturnos: la ministra Arismendi sembró sospechas morales sobre él y funcionarios del gobierno filtraron sus antecedentes penales.

Se ha dicho que el gobierno informa, simplemente, sobre circunstancias que ya son públicas: en el primer caso, parte de su situación figura en un acta del directorio de Colonización; y en el segundo, los antecedentes penales no son secreto de Estado. Sin embargo, en los dos casos hay violaciones a la ley de protección de datos personales de 2008 que, entre otras cosas, dice: "los datos objeto de tratamiento no podrán ser utilizados para finalidades distintas o incompatibles con aquellas que motivaron su obtención", y "los datos personales relativos a la comisión de infracciones penales, civiles o administrativas solo pueden ser objeto de tratamiento por parte de las autoridades públicas competentes".

Esa ley es puro verso: claramente, no hay voluntad del gobierno ni seriedad institucional para hacerla respetar. Si además se toma consciencia del cúmulo de información personal y sensible que el Estado ya posee de todos nosotros, solo cabe la mayor alarma. Dos ejemplos, entre muchos: hubo miles de uruguayos que dieron al Estado sus datos personales para poder fumar marihuana vendida en farmacias; y la ley de inclusión financiera, que prácticamente impide por ejemplo comprarse un auto de 6.000 dólares sin pasar por un banco, genera de hecho informaciones detalladas sobre ingresos y gastos de la inmensa mayoría de los ciudadanos.

Una democracia no debe aceptar que haya funcionarios públicos cuya tarea sea hurgar en el cúmulo de informaciones parciales de las diferentes dependencias del Estado, con el objetivo de encontrar y difundir coordinadamente las que puedan desprestigiar a los ciudadanos cuya actitud o decir hayan molestado al gobierno.

Que haya ocurrido reiteradamente no solamente es grave en sí para los afectados, sino que además pretende infundir miedo en todos aquellos que en el futuro quieran expresar críticas hacia el gobierno: analistas políticos, dirigentes opositores o simples ciudadanos descontentos.

Es cierto que el Instituto Nacional de Derechos Humanos emitió una reciente resolución contraria al accionar de presidencia. Sin embargo, en un país de buenos reflejos democráticos, la reacción debiera ser mucho más radical y amplia: debieran alzar sus voces, al menos, otros jerarcas vinculados a los derechos humanos; la academia, en particular la de ciencia política y la de derecho; y los intelectuales socialdemócratas afines al Frente Amplio.

Con sus silencios desidiosos, clientelistas, serviles o cómplices, contribuyen a legitimar esta grave deriva autoritaria del gobierno.

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