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Para recordar

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Ana Ribeiro
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Este año se cumple el sesquicentenario de la Sociedad de Amigos de la Educación Popular, creada a impulso de 206 jóvenes entre los que se contaban Carlos María Ramírez (20 años), Elbio Fernández (26) y José P. Varela (23).

Un año más tarde la Sociedad abrió una escuela destinada a ser el campo experimental de una reforma radical de la educación. Llevaría el nombre de uno de sus fundadores, muerto repentina y prematuramente: Elbio Fernández.

Para esa señera institución comienzan, pues, dos años de festejos y legítimo orgullo. Se recordará que fueron los abanderados del laicismo y un capítulo importantísimo en el proceso de secularización; se enumerará la larga lista de alumnos destacados; se narrará la historia de su crecimiento hasta el presente, con aulas que atienden desde educación inicial hasta la carrera de magisterio, con niveles de excelencia y formación bilingüe. Se repetirá una y otra vez el nombre de José Pedro Varela. Al hacerlo, evocarán también los años en que aquel joven barbado emprendió su obra, porque todo hombre es de su tiempo.

Bartolomé Mitre y Vedia —entonces secretario de Domingo Faustino Sarmiento— dejó una imperdible postal al respecto, narrando el viaje que hizo Varela a Nueva York, un año antes de fundar la SAEP. Suele asociarse dicho viaje a la influencia de Horace Mann sobre el futuro reformador, pero aquel joven aprendió algo aún más importante en esa visita.

Varela había ido a comprar madera para una firma montevideana. Acababa de publicar un libro de poesía que estaba dedicado a Víctor Hugo, su ideal de poeta. En el hotel coincidió con Sarmiento y su núcleo de amigos, admiradores de esa democracia norteamericana que reacomodaba el cuerpo luego de la guerra civil que había enfrentado al Norte con el Sur. Entre todos, en veladas de trasnoche a pura discusión, emprendieron lo que Mitre llamó "el Waterloo literario": desafrancesar a Varela. Criticaron su poesía, demolieron a Víctor Hugo, lo desafiaron a leer autores anglosajones y lo empujaron a aprender inglés para poder seguir de cerca el gran acontecimiento político del momento, el impeachment de Andrew Johnson, el primer Presidente de EE. UU. en enfrentar un enjuiciamiento (finalmente fallido) .

Enclaustrado en su habitación por largas semanas debido a sus problemas de salud, Varela aprendió el idioma del debate a fuerza del diccionario y la lectura de la prensa, página a página. Una prensa encendida, que informaba sobre los apoyos y rechazos a ese presidente que se apresuró a integrar al derrotado sur al resto de la nación, publicando las razones jurídicas y sociológicas de unos y otros. Vio con sus propios ojos el proceso de ampliación de ciudadanía que nace de la riqueza argumental, poderoso antídoto ante la manipulación política.

Las maderas que Varela compró se perdieron en el Atlántico, pero sí pudo traer al país el principio de la alfabetización como pilar democrático. Para ello pagó el alto costo del rechazo de los suyos, los principistas que no entendieron ni aprobaron su estrategia: llevar a cabo la reforma escolar con apoyo del dictador de su tiempo, para eliminar así a los dictadores del futuro.

Si algo nos obligarán a recordar estos sequiscentenarios, es el coraje cívico que se necesita para responder con educación las veces que sean necesarias, sin cálculos electorales ni miserias de banderías.

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