En los últimos días el gobierno presentó sus lineamientos de cara a la undécima ronda salarial. A grandes rasgos, las pautas incluyen dos innovaciones: cambios en el diseño de los correctivos por inflación y la fijación de incrementos nominales de salarios según el nivel de ingreso. En la medida en que existe cierto consenso en torno a que el nuevo diseño de los correctivos supone una notoria reducción en los niveles de indexación, en esta columna me propongo discutir algunas de las potenciales implicancias de la pauta salarial en el mercado laboral.
Uno de los aspectos más discutidos ha sido el alineamiento (o no) de los aumentos sugeridos con la evolución prevista de la productividad. Se trata de una discusión relevante, ya que un eventual desalineamiento podría tener implicancias en materia de precios, para las empresas que pueden trasladar los costos, o en materia de empleo y/o formalidad para las que deben absorberlos.
Las pautas suponen un incremento nominal promedio anual de 6,1% en el primer año y de 5,5% en el segundo, que de cumplirse la meta de inflación definida por el BCU (4,5%) implicaría un aumento del salario real promedio de 1,6% en el primer año y de 0,9% en el segundo. Por tanto, el incremento real promedio en ambos años rondaría el 1,3%.
¿Están o no alineados a la evolución esperada de la productividad?
Una forma de aproximarse a la respuesta es asumir que la masa salarial (la sumatoria de empleos y salarios de toda la economía) en relación a PIB se encuentra relativamente alineada a su nivel de equilibrio —cabe mencionar que en 2024 recuperó los niveles que tenía previo a la pandemia— y que, por tanto, si el crecimiento esperado del PIB ronda el 2%, el margen para incrementar la masa salarial rondaría el 2% anual. Esto puede lograrse con diferentes combinaciones de variación salarial y empleo.
Dadas las características de la negociación colectiva en nuestro país, el dilema para el gobierno de turno suele estar entre cumplir las expectativas de los ocupados -en particular los sindicalizados-, que tienden a reclamar un mayor incremento salarial, y cumplir con las de los desocupados y de las personas que ingresan al mercado laboral por primera vez, que demandan nuevos puestos de trabajo.
En este contexto, dada la evolución esperada de la población económicamente activa, mantener la tasa de desempleo estable en su nivel actual, requiere aproximadamente de un incremento anual de 0,7% en el número de ocupados, lo que supone crear algo más de 10.000 puestos de trabajo por año. En este escenario, habría margen para que el salario real aumente en promedio un 1,3% anual.
Sin embargo, los trabajadores no son homogéneos y no necesariamente se puede “compensar” un incremento mayor en los de baja calificación (y salario) con un incremento menor en los de calificación media y/o alta, que incluso podrían obtener un complemento por fuera de la negociación colectiva. En este marco, es posible que el incremento real esperado para los trabajadores del Nivel 1 (2,4% en el primer año y 1,8% en el segundo) esté algo por encima de la evolución esperada de su productividad promedio. Ello podría configurar un riesgo en materia de empleo y/o formalidad en los sectores “intensivos” en trabajo de baja calificación y en las regiones en donde la productividad es relativamente más baja si no se contemplan estas heterogeneidades.
Según datos de la ECH, habría unos 280.000 asalariados privados formales que estarían incluidos en este nivel, un tercio del total, aunque ello varía significativamente entre regiones y sectores de actividad. Por otra parte, no hay que perder de vista que hay otros 385.000 trabajadores informales, que no están incluidos en la negociación colectiva, y que en su mayoría (el 82%) tienen ingresos comparables a los del Nivel 1 definido en las pautas. Ello indica, por un lado, que es complejo mejorar los salarios de los trabajadores más vulnerables únicamente a través de los consejos de salarios y por otro, que si el nivel de los salarios formales se aparta de la productividad, el ajuste puede ocurrir vía informalidad.
A modo de referencia, en el comercio hay unos 300.000 ocupados en todo el país, la mitad de ellos (150.000) con ingresos comparables a los del Nivel 1. Sin embargo, solamente 67.000 estarían incluidos en la negociación salarial; el resto en su mayoría (unos 65.000) es informal. A su vez, entre los 280.000 ocupados formales del Nivel 1 el 40% está ocupado en empresas con menos de 10 empleados y el 60% es del interior del país. Por otra parte, en el interior norte (Artigas, Rivera, Cerro Largo y Treinta y Tres), el 63% de los ocupados tiene ingresos comparables a los del Nivel 1, pero entre ellos solamente 1 de cada 4 estaría contemplado por la negociación colectiva; el resto en su mayoría es informal. Si ponemos la mira en los 21.000 trabajadores del comercio en esta zona, el 75% tiene ingresos comparables a los del Nivel 1 y nuevamente, solo 1 de cada 4 es asalariado formal.
En este contexto, y si bien está sugerido de forma general, sería conveniente que las negociaciones incorporen en alguna medida las heterogeneidades existentes entre sectores, regiones y/o tamaños de empresa, de forma tal de minimizar la probabilidad de ocurrencia de efectos negativos en la demanda de trabajadores de baja calificación o en sus condiciones de contratación (formal/informal).
Por último —dejando de lado parcialmente la discusión en torno a la negociación colectiva— sería importante discutir en qué medida es posible implementar mecanismos de contratación formal con mayor flexibilidad para trabajadores jóvenes, en particular para los menos calificados, con el objetivo de reducir el nivel estructural de desempleo, hoy cerca del 8%. A modo de ejemplo, entre los jóvenes de 18 y 29 años pertenecientes a hogares del primer quintil, la tasa de desempleo es del 36%; y entre los ocupados, la mitad es informal y uno de cada cinco finalizó la enseñanza secundaria completa. Entre los jóvenes de los Quintiles 2 el desempleo es del 22% en el quintil 3 del 14%, en ambos casos muy por encima de la media del país.