A veces, las vocaciones se revelan en gestos que solo la inocencia de la infancia puede explicar. Daniel Espino Lara recuerda que, de niño, le robaba las cortinas del comedor a su madre para armar un telón improvisado entre el marco de una hamaca. “Aprendí a enhebrar el hilo de una manera que tiraba, abría, y atrás estaba yo cantando”, cuenta recordando aquel niño que, sin haber visto nunca una obra de teatro, ya jugaba a revelar un escenario. “Yo creo en las vidas pasadas y futuras, y supongo que algo de eso ya anduvo en este espíritu que me habita”, dice como quien busca una explicación para algo que se reveló de manera natural y desde muy temprano.
Desde entonces, eso que empezó como un juego nunca paró. Hoy, con 67 años y 38 dentro del elenco estable de la Comedia Nacional, es el actor más antiguo del cuerpo teatral fundado por Zabala Muniz, y que acaba de cumplir 78 años. Entrevistarlo es también escuchar, en primera persona, la historia de la Comedia, sus transformaciones, sus magias y sus matices.
Sus comienzos
“En la escuela estaba en todo. Hacía títeres, escribía, dirigía y actuaba”, rememora en charla con Domingo. Pero fue en el liceo, por recomendación de una profesora de español que quiso ayudarlo a sobrellevar su dislexia, que Espino Lara pisó por primera vez un escenario. “Entré al grupo de teatro del liceo y el primer día me hice la pregunta que nos hacemos todos los actores cuando empezamos: ‘¿qué hago con las manos?’ Y la docente me decía ‘no pienses en las manos, pensá en lo que tenés que decir’”.
La obra fue Otra vez el diablo, de Alejandro Casona. El día del estreno, en el club Solís de Pando, se olvidó el texto. “Y me mandé igual porque me habían dado el pie. La letra fue saliendo sola, e hice toda la escena como nunca la había hecho”. Al terminar, una vecina que lo había ayudado a estudiar lo abrazó y le dijo “no eras vos”. Ese comentario, a los 13 años, lo marcó. “Ahí pensé que había algo para investigar”, rescata.
Unos meses más tarde, ese mismo grupo lo llevó por primera vez al Teatro Solís, a ver una reposición de El agujero en la pared, de Jacobo Lasner. “Quedé fascinado con Maruja Santullo, con aquellos ojos, aquel señorío… Pero, sobre todo, con la magia de aquella caja misteriosa que era el escenario. Salí del teatro, era una tarde soleada de febrero, y dije: ‘Aquí voy a venir a trabajar yo’.”
Cumplió la promesa en 1987, cuando ingresó definitivamente al elenco estable. Pero su vínculo con la Comedia había empezado antes, en 1983, como actor invitado en Premios a la virtud. En esa época aún estudiaba en la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático (EMAD). “Por esas cosas maravillosas que tiene la vida, Alberto Candeau dijo ‘para el fotógrafo quiero al pibe que lo hizo en la escuela’”, recuerda. Esa oportunidad lo obligó a renunciar a su trabajo como locutor de radio. “Oscar Serra, ayudante de dirección de Candeau, fue el que me convenció. ‘Tirate al agua y terminá la escuela, tu futuro está sobre el escenario’, me dijo. Y así fue”, recuerda quien también pasó por los grupos teatrales de Sara Otermin y Hugo Blandamuro.
Oficio y destino
Entró a la Comedia a los 29 años y desde entonces fue testigo de todos sus cambios. “La Comedia que yo conocí ya no existe, y eso en algún momento me generó una crisis. Me vi como en un muro, con una pierna para un lado y la otra para el otro. Y tuve que elegir, o quedarme con aquello que ya no era, o pasar para este lado y seguir con lo que es ahora.” Eligió lo segundo. Sabe que el teatro cambia, como cambian las generaciones.
De aquel elenco que lo deslumbraba —con figuras como Maruja Santullo, Jaime Yavitz, Eduardo Schinca, Jorge Triador y Claudio “Mingo” Solari— conserva la gratitud y la enseñanza. “Cuando ingresé, esas personas que yo idolatraba se volvieron mis compañeros. Fue como tocar el cielo con las manos”, dice.
También aprendió que la magia del teatro se sostiene con cosas terrenales: “Cuando entrás a la caja mágica ves que atrás hay palos, clavos, medios manteles, cables y focos”, puntualiza sobre un detrás de escena que no se ve glamuroso, pero sostiene la magia cuando las cortinas se abren. “Todavía me gusta escaparme en los ensayos generales, mirar la escenografía iluminada y volver a ver la cajita mágica desde afuera”, confiesa.
Actualmente interpretando el comisario en Carne Viva —con función el 21 y 22 en el teatro Florencio Sánchez—, ha sido parte de más de 70 espectáculos a lo largo de casi cuatro décadas. Hizo protagónicos y personajes secundarios con la misma entrega, afirma.
Su carrera dentro de la Comedia abarca obras tan distintas como La ópera de dos centavos, Damas y caballeros, Los compadritos o la reciente Macondo, por mencionar solo algunas. De esta última recuerda el esfuerzo colectivo y el desafío técnico.
“Fue un espectáculo muy difícil de armar, con muchas disciplinas y dos direcciones escénicas. Si lo que se invirtió en eso se desquitó en la boletería, realmente, ni en lo personal ni en lo colectivo nos debería importar. La ganancia de la cultura no está en la boletería, está en formar sociedades mejores, más solidarias y que puedan reflexionar a través del arte”, sostiene quien también dirigió obras como El misántropo de Molière, Príncipe Azul de Eugenio Griffero y recientemente Desaparezco de Arne Lygre.
La ganancia de la cultura no está en la boletería, está en formar sociedades mejores
Cuando se le pregunta sobre una obra o función especial, se detiene, y el tono se vuelve casi confesional. “Sería injusto mencionar solo una. A mí me va la vida cada vez que salgo al escenario. Cada personaje que me ha tocado encarnar, desde el soldado hasta el rey, lo encaré como si fuera Hamlet”, comenta. Y añade: “Ese momento previo, cuando te preguntás ¿por qué no me dediqué a vender cosas en la feria?, es terrible. La descarga de adrenalina es imponente. Pero una vez que uno supera ese instante y el personaje se apodera de uno y la letra empieza a salir a pesar de uno, todo eso es mágico, es maravilloso.”
Entre los papeles que más lo marcaron menciona al travesti de Damas y caballeros. Más allá de la exigencia interpretativa, aquel rol lo enfrentó a sus propios límites. “Lo más rico de ese trabajo fue haberme dado cuenta de los prejuicios que me habitaban. Había cosas que no sabía que estaban ahí y tuve que combatirlas.”
Ese personaje le dejó algo más que una nominación a los Premios Florencio —tiene tres en total—. Un día, un vecino que solía esquivarle el saludo se le acercó llorando para agradecerle. “Me dijo ‘ahora entiendo lo que le pasa a mi hijo. Yo permití que le hicieran shock eléctrico’. No hay premio que pueda superar eso”, dice, y la voz se le quiebra. “Los actores nos metemos en la vida de la gente mucho más de lo que somos conscientes”, completa.
Del teatro nacional, Espino Lara habla con afecto, pero también con mirada crítica. “En mi opinión, tenemos que dejar de hablar de ‘teatro oficial’ y ‘teatro independiente’. Eso lo trazamos nosotros, no el público. Hay que levantar la vista y mirar más allá. Lo que hay que lograr es que todos los elencos estables obtengan una subvención como corresponde, como la tiene la Comedia. Podrán decirme que es una utopía, pero de utopías el hombre ha construido su historia.”
Esa mirada también se nutre de las giras y los festivales internacionales, donde comprobó el reconocimiento que el teatro uruguayo despierta afuera del país. “Nuestro teatro es tan bien tratado afuera como maltratado lo es acá muchas veces. El público uruguayo no tiene conciencia de eso, pero cuando salimos, la calidad de los intérpretes y los espectáculos es muy reconocida”.
Seguir viendo magia en la caja
El presente lo encuentra en un punto particular. Dentro de dos años se jubila y lo encara sin dramatismo, con la serenidad de quien entiende el ciclo. También por eso valora los procesos de renovación del elenco. “La Comedia no es un edificio, ni una entelequia. Es el grupo de personas que la integramos, los que estuvieron, los que estamos y los que estarán. No podemos perder de vista que hoy estamos acá porque antes estuvieron otros, y los que vendrán sostendrán lo que nosotros estamos sosteniendo ahora”, anota.
Me va la vida cada vez que salgo al escenario
Cuando habla del Teatro Solís, el lugar donde ahora concede esta entrevista, la historia parece cerrarse como en un círculo perfecto: “Es el monumento de mis sueños. Aquí estaba la escuela donde me formé y era la casa del elenco que yo aspiraba integrar y lo logré hacer y hago desde hace 38 años”, dice emocionado. Y remata: “Voy a caer quizás en un lugar común, pero no puedo evitar decir que siento que el Solís es mi casa. Y lo es. La mayor cantidad de horas de vigilia de mi vida las he pasado en este lugar con mis compañeros.”
El Solís, la Comedia, el escenario y aquel niño detrás del telón son, en el fondo, elementos que se mezclan en una misma historia: la de un actor que nunca dejó de jugar a abrir la cortina. Daniel Espino Lara encontró su destino en esa caja mágica que sigue admirando como si fuera la primera vez, con la misma mezcla de vértigo, entrega y asombro que lo acompañan desde entonces.
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