Un grito estremecedor. Silencio absoluto. Las luces van bajando y cuando regresan encuentran a un público que, aún atónito y con piel de gallina, aplaude de pie. Es el último acto de Tocar un monstruo. Durante la obra, Carla Moscatelli y Dahiana Méndez se desdoblan en 12 personajes distintos. La escenografía y el vestuario son austeros, todo está pensado para que el texto y las interpretaciones se luzcan, y así sucede.
Cuando se ponen en la piel de hombre, de niña, de madre, o de adolescente, convencen. Hay un momento en que Carla interpreta a dos personajes al mismo tiempo, y es impactante. Una verdadera “acrobacia actoral”, como ella misma lo describe.
“El desafío vocal fue grande y fue también un trabajo de encontrar el límite. Preguntarme: ‘¿cuánto aguanto? ¿cuánto se puede?’. Porque era la cara lavada y confiar en que el público iba creer y que yo lo liba a creer también”, dice la actriz en charla con Domingo.
Carla viene de actuar en Zombi manifiesto de Santiago Sanguinetti, en Sala de profesores de Clara Larrobla y Lucía García, de hacer funciones por los 15 años de Los padres terribles —con la cual ganó el Premio Florencio a mejor actriz de reparto—, de trabajar en Desaparezco de Arne Lygre, y también en la tercera temporada de Tocar un monstruo, de Gabriel Calderón. Viviendo uno de los momentos más activos de su carrera, el último sábado estaba nuevamente de estreno, esta vez con Plantar Bandera, obra de Federico Silva. Y, como si fuera poco, en agosto estará en la obra Díptico de los padres, de Gustavo Kreiman; en octubre llevarán Tocar un monstruo a Argentina; y, entre una cosa y otra, da clases de teatro y graba piezas audiovisuales.
“En un momento tenía cuatro guiones en la mesita de luz. Pero bueno, tengo buena memoria y los personajes siempre quedan en algún lado”, cuenta entre risas y confiesa que ha hecho un calendario en una pared de su apartamento para organizarse con los tiempos. “Lo tengo que ver entero, como un cuadro, y voy metiendo lo que me llega de trabajo en los huecos”, dice.
El teatro como una certeza
No recuerda con exactitud cuándo el teatro se confirmó como vocación, pero Carla siempre lo supo. Una tía le insiste en que de chica ya lo decía: quería ser artista. Lo que sí recuerda son las horas jugando con sus hermanos, los shows de talento que creaban, los sueños estrambóticos que tenía dormida. Algo ya la empujaba a contar historias, había todo un mundo interior que le sobraba y buscaba, de alguna forma, salir. “Siempre me gustó todo lo que implica estar frente a un público, siempre me sentí más cercana a lo artístico, me gustaba leer, no me aburría nunca”, cuenta.
El primer gran descubrimiento llegó en cuarto de liceo, cuando leyó una nota que anunciaba la inscripción a la EMAD. “Yo no sabía que existía. Dije: si esto existe acá, esto es lo que tengo que hacer”. Completó el bachillerato, trabajó para sostenerse, cursó teatro de noche y resistió a las objeciones familiares. En los años 90, la actuación era todavía más incierta que hoy: “Mi familia no quería que hiciera teatro, era una época totalmente diferente. Actuar era algo absolutamente marginal”, rescata. Pero ella estaba convencida, y lo que encontró fue un mundo completamente nuevo. “Venía de 14 años en un colegio católico. Y en la EMAD me encontré con un universo diverso, realidades distintas, compañeros de otras edades. Fue mi primer núcleo”.
En 2002 se mudó a Buenos Aires y luego, junto a la pareja que tenía en ese momento, a México. El contraste fue fuerte: “México era una bomba a los sentidos. Colores, música, sabores. Una idiosincrasia bien diferente’”, recuerda. Volvió en 2006 y dos meses después ya estaba arriba del escenario, convocada por Tabaré Rivero, con quien ya había trabajado en el pasado. Desde entonces, no pasó un solo año sin actuar. Pero, como le pasa a muchos, el teatro aún no era lo que la sostenía económicamente. Trabajó, dice, con muchas cosas hasta que en 2009 la actuación se volvió el centro de todo. Los padres terribles fue el éxito que la catapultó a festivales, giras y trabajos audiovisuales.
La cultura es una inversión y eso es algo que cuesta que se vea, es lo primero que se recorta cuando hay una crisis.
“He trabajado con encuestas, ventas, de todo. Me iba al trabajo con un bolso gigante, llevaba la vida ahí, la ropa para el personaje, los libretos. Mis compañeros me decían, ‘no podría irme de acá a otra cosa’. Y yo decía: ‘yo no podría estar solo acá’”, recuerda.
En 2021 el cine la puso en el centro de la escena. Las vacaciones de Hilda, la primera película de Agustín Banchero, la reveló ante un público que no la conocía y la llevó a caminar por las alfombras rojas del Festival de San Sebastián.
“El momento en que podés decir que trabajás de lo que amás, es espectacular. No me imagino haciendo otra cosa”, dice quien desde hace casi 20 años también da talleres de teatro. Y, anota, es un trabajo de doble vía: ella también aprende mucho observando a sus alumnos. Considera que todos deberían hacer teatro por ser lo más cercano al juego por el juego, con la particularidad de que, en este, no hay competencia, hay colaboración.
“Me emociona ver sus procesos. Otro día estábamos haciendo una dinámica con las cartas del juego Dixit y uno de los chiquilines dijo: ‘no pude ser lo que quería con la carta que me tocó’. Y otro le respondió: ‘si vos le ponés el corazón, vos sos lo que querés’. Yo no lo podría haber dicho mejor”, relata orgullosa.
Plantar bandera en la vida y en el escenario
Escrita y dirigida por Federico Silva, Plantar Bandera ganó el primer premio en la categoría de Dramaturgia del Concurso Literario Juan Carlos Onetti, edición 2024. Llevada al teatro, se estrenó el sábado en Sala Lazaroff y tendrá funciones todos los fines de semana hasta el 3 de agosto. Moscatelli comparte escenario con Néstor Guzzini y Albino Almirón, en una propuesta que mezcla humor, absurdo y un trasfondo histórico.
“Me encantó desde que la leí, me pareció sumamente divertida. En un momento me hizo recordar a El herrero y la muerte, porque aunque todo parezca que va a salir mal, ellos tienen la fe de que puede salir bien”, comparte. “A mí me gusta mucho ese humor que es comedia a pesar del personaje. Ionesco (Eugène) decía eso: es cómico porque es trágico”, suma.
La obra cuenta la historia de un grupo de artistas que recorre distintos pueblos, vagando en un suelo ajeno donde se juntan dos nacimientos: el del alambramiento del campo y el del circo criollo. Allí, Carla interpreta a una madre que sigue viendo en su cría —un niño encarnado por Guzzini— al hijo que no pudo amamantar porque era ama de leche. “Hay un trasfondo social muy fuerte. Le sacabas la leche a tu hijo para dársela al hijo de otro. Es también la historia de un país”, dice.
Plantar Bandera fue seleccionada por el Programa de Residencia Artística de la Sala Lazaroff. Y a Carla la idea de descentralizar el teatro y llevarlo a los barrios, la motiva. También valora el crecimiento del teatro uruguayo y su proyección afuera.
—Hay una efervescencia pospandemia que se nota en la escena cultural. ¿Cómo ves ese escenario y, sobre todo, el teatro en Uruguay?
— Cuando empecé en los 90, el teatro estaba medio en declive. Antes había sido un lugar de encuentro durante la dictadura, un espacio donde creer en otro mundo posible. En la pandemia volvió a pasar: nos dimos cuenta de cuánto lo necesitábamos. Hoy es hermoso lo que sucede. Nos juntamos y las salas están explotadas, la gente quiere ver teatro y quiere estar en una sala con otras personas viendo lo mismo. Además de eso, hay una cosa superinteresante que es como se empiezan a descubrir estilos teatrales. Hay gente que va a ver una obra y se da con dramaturgos muy potentes como Sergio Blanco, Gabriel Calderón, Santiago Sanguinetti o Mariana Percovich. Por otro lado, tuve la suerte de ir con Zombie Manifiesto a Colombia, y pude ver que se espera mucho del teatro uruguayo. Hay un respeto y también un asombro de cómo es posible que un país que tiene tres millones y poco de habitantes genere tanto culturalmente en las artes plásticas, en el teatro, en la música, en la danza. Creo que no somos conscientes de la potencia que tiene o lo importante que es que una obra salga de un país y vaya a un festival internacional. Con Los padres terribles abrimos un festival en Monterrey, que estaba asolado por los cárteles, la gente no salía, había toque de queda y aún así había 1000 personas. Eso es tremendo. Y todo con mucho sacrificio. Conseguimos hacer obras de teatro con fondos, pero los actores ponemos horas que no se pueden pagar. O sea, en el teatro nacional el artista pone un recurso humano que no hay fondo que te lo pague. La cultura es una inversión y eso es algo que cuesta que se vea, de repente lo primero que se recorta cuando hay una crisis es la cultura, cuando debería ser lo último.
Hay un respeto y un asombro de cómo es posible que un país que tiene tres millones de habitantes genere tanto culturalmente.
Aunque lo sepa desde chica o lo haya descubierto leyendo un diario en cuarto de liceo, el tiempo solo le confirmó a Carla su vocación: no se imagina en otro lugar.
“El teatro es potente, está vivo, es vida. Para mí además de ser un espacio de entretenimiento, es también de reflexión. Me divierto mucho, la paso muy bien”, dice como quien nombra un territorio muy suyo, pero también compartido, necesario, donde el encuentro con el otro lo transforma todo.
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