La crianza nunca fue sencilla, pero ahora tal vez sea más desafiante que nunca. El mundo cambió su guión: donde antes reinaban la disciplina y la obediencia, ahora manda la consigna de la libertad que se alinea a la idea de “ser uno mismo”. En medio de ese cambio de valores, muchos padres se debaten entre ejercer su autoridad y el temor a poner límites y que sean interpretados como falta de amor.
Los padres de hoy no son más permisivos: son más inseguros. Los cambios en los modelos de crianza y el cuestionamiento de antiguas certezas los obliga a repensar estructuras heredadas. Y es que, aceptémoslo, nadie quiere ser recordado como el villano de la película. Pero criar no es quitar todas las piedras del camino, sino enseñar a caminar entre ellas.
En 2024, un estudio de la Universidad ELTE (Hungría), que evaluó durante un año a más de 300 familias, mostró que los niños criados con límites claros y contención emocional desarrollaban mayor autocontrol y tolerancia al malestar. En cambio, aquellos con padres que evitaban el conflicto —calmándolos con pantallas o cediendo ante los berrinches— mostraban más irritabilidad y menor tolerancia a la frustración.
En este sentido, Donald Winnicott hablaba de la “madre (y el padre) suficientemente buena”: no perfecta, pero presente incluso ante el enojo y el rechazo; capaz de equivocarse, pero dispuesta a reparar. Hoy podríamos pensarlo como el adulto que acompaña sin desaparecer y pone límites sin someter. No se trata de mandar, sino de ofrecer un entorno seguro para que el hijo explore.
Así, lejos de ser hostiles, los límites son una forma de ofrecer presencia y contención. Sin ley no hay orden y sin orden la libertad se vuelve un juego donde siempre gana el más fuerte. Montesquieu lo resumió así: “La libertad absoluta es la ausencia de ley y la ausencia de ley es la ley del más fuerte”. Los límites, como las leyes, no reprimen: protegen. No quitan libertad, la hacen posible.
Desde el psicoanálisis se entiende que para ser padre o madre primero hay que dejar atrás el lugar de hijo. Frases como “no quiero que a mis hijos les falte lo que me faltó” o “no quiero ser como mi padre” parten de buenas intenciones, pero revelan que quien las dice aún habla desde sus heridas. Incluso el “quiero ser como mi mamá” sigue mirando al pasado como modelo. Solo al soltar esa mirada —al dejar de ser el hijo que fuimos— podemos convertirnos en el adulto que nuestros hijos necesitan.
Criar implica aceptar que los hijos se enfrenten a la frustración. En dosis tolerables, esa experiencia enseña que no todo se puede, que los otros también tienen sus propias reglas y que el deseo propio debe convivir con el ajeno. Cuando se evita ese encuentro, los niños creen que todo se consigue por insistencia y confunden amor con complacencia. Las normas los preparan para el fracaso y la decepción: quien desde chico comprende que no siempre obtiene lo que quiere, afronta mejor las frustraciones de la vida adulta.
En definitiva, no hay que esperar que los hijos agradezcan los límites cuando son chicos. ¡No lo harán! Los padecerán y los desafiarán, pero el tiempo, que suele ser el mejor intérprete, acabará revelando las verdaderas intenciones y entonces comprenderán que aquello que creían que los frenaba, en realidad los cuidaba.
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