La presión sobre el propio cuerpo: ¿Cuánto pesa realmente la mirada ajena en nuestra psiquis?

Vivimos comparándonos, corrigiéndonos, midiéndonos; la mirada, aunque parezca propia, sigue siendo ajena y la repetimos a solas, como si alguien siempre nos mirara.

Mujer espejo autoestima
Mujer se mira a sí misma en el espejo, confundida y abrumada.

Vivimos tiempos en los que la exposición se confunde con presencia. El cuerpo está ahí —visible, opinado y medido, por nosotros y los otros—, pero cuanto más lo mostramos, paradójicamente, parece menos propio. En una época donde escasean los encuentros reales, fuera de las pantallas, el cuerpo se exhibe más de lo que se habita. ¿Será que ya no sabemos estar en él sin pensar en cómo se ve?

Publicamos lo que comemos, cómo dormimos, cuánto entrenamos y gran parte de nuestra intimidad con la ilusión de encontrar cierta pertenencia a través del relato online. La imagen dejó de acompañar la experiencia: ahora la reemplaza. Y en ese desplazamiento se pierde el temblor, el olor, el roce; el viento en la cara, el calor del otro, la emoción que pasa por el cuerpo antes de poder decirse. Algo del orden de “lo vivo”, es decir, de aquello que sentimos a través del cuerpo, queda fuera del cuadro.

La exposición no nació con las redes sociales, aunque ellas la potenciaron. Desde siempre, el cuerpo fue un territorio de miradas: la cultura lo nombra, lo moldea, lo define. Las redes solo amplificaron esa ilusión de creer que nuestro valor depende de cómo se nos ve.

Selfie, foto, joven, celular
Le toman muchas fotos al rostro de un joven.
Foto: Freepik.

Esa mirada, sin embargo, no siempre oprime desde afuera: muchas veces se aloja adentro. Se vuelve pensamiento, juicio, medida; una especie de juez silencioso que evalúa incluso cuando nadie observa. Desde muy temprano aprendemos a reconocernos en el reflejo que otro nos devuelve: la mirada de quienes nos crían, educan o corrigen se convierte en nuestro primer espejo. Y en esa devolución inicial, algo se inscribe en el cuerpo, al que volvemos una y otra vez en busca de confirmación.

Hoy nos resulta más fácil autoevaluarnos. Vivimos comparándonos, corrigiéndonos, midiéndonos. La mirada, aunque parezca propia, sigue siendo ajena: la repetimos a solas, como si alguien siempre nos mirara. El cuerpo deja de experimentarse como propio, ya no funciona como experiencia y queda reducido a una imagen que busca ubicarse en algún lugar: complacer un ideal o rebelarse contra él.

En esta época, cuidar el cuerpo no se reduce a obedecer ciertas normas, ni tampoco a desafiarlas. Tal vez se trate de preguntarnos desde dónde lo intentamos cuidar: si desde el mandato o el deseo, la exigencia o cierta ternura hacia uno mismo. Porque no hay cuerpo sin mirada, pero tampoco hay mirada que no esté atravesada por lo que proyectamos en ella.

Quizás la pregunta no sea cuánto pesa la mirada ajena, sino cuánto de esa mirada ya forma parte de la nuestra. Porque el problema no se reduce en la mirada del otro, sino en cómo aprendimos a mirarnos y en cómo lo seguimos haciendo a medida que crecemos. Y mientras tanto, se nos escapa la vida que pasa por el cuerpo.

Adulto mayor ducha, baño
Adulta mayor mirándose al espejo en el baño.
Foto: Freepik.

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