Julio empieza bien temprano. Un rato después de las ocho ya está en su cuadra, de lunes a viernes, y se queda hasta las seis de la tarde. Hace no tanto tiempo, unos meses, que decidió dedicarse de lleno a ser cuidacoches y hace tres que se instaló en el mismo rincón de Ciudad Vieja. Aunque todavía es nuevo en esto, ya se imagina un largo tiempo en este improvisado oficio -¿o changa?- de cuidar autos en la calle a cambio de unos pesos. Por eso, en estos días planea iniciar el trámite para conseguir el permiso que otorga la Intendencia de Montevideo (IMM). Aunque, admite, para alguien que trabaja en esta zona, eso es casi un detalle.
“A la mañana está tranquilo, pero ya al mediodía se pone bravo”, dice mientras señala la calle que se va llenando de autos, uno tras otro, buscando a toda costa un lugar entre las pocas cuadras que no fueron convertidas en peatonal. El problema no son los clientes, asegura. Son otros los que mandan en la zona: los consumidores problemáticos y los que venden en las bocas de droga.
“Ellos son los dueños del barrio. Si querés trabajar, tenés que pagarles”, cuenta, sin rodeos. Y es lo que a él le toca hacer. Aunque no quiere, entiende que sí, que de alguna manera está ayudando a financiar el microtráfico (como también lo hacen los conductores al darle unas monedas a un cuidacoches que gasta la plata en comprar droga).
Lleva jean oscuros, una camisa de manga larga remangada y un chaleco amarillo fluorescente, de esos pensados para andar en moto, no el azul que entrega la IMM a los cuidacoches habilitados. Pero, por ahora, eso es lo que hay.
Justo llega un vehículo a estacionar en un hueco libre.
—¿Decís que entro?
—Sí, dale nomás le responde Julio.
Con su guía, el conductor maniobra tres veces y logra encajar la camioneta, de punta, en el hueco que acaba de dejar un auto chico, de dos puertas. Julio hace una seña final con la mano y se aleja unos pasos. Otro más estacionado. Otra propina posible.
En Montevideo hay 656 cuidadores de vehículos habilitados por la intendencia, una cifra que ha caído. Muchos de los veteranos se han ido retirando de las paradas, y son pocos los jóvenes que se suman al rubro. Los que siguen, o recién llegan, como Julio, deben pasar por un trámite gratuito pero exigente: agendarse, presentar cédula, carné de salud vigente, certificado de antecedentes judiciales y habilitación policial. La habilitación solo autoriza a cuidar autos -nada de cobrar por estacionar ni fijar tarifas-, aunque en la calle esas reglas muchas veces se negocian en otro idioma.
Julio, por ejemplo, trabaja en Ciudad Vieja, donde la rotación es alta y los autos se quedan poco tiempo. Y es justamente ahí donde está, según él, “el negocio”. Cada maniobra es una oportunidad, y cada lugar vacío, una posibilidad de ganarse el jornal. Aunque todavía no tiene el permiso, ya aprendió cómo moverse en un barrio donde el tiempo es dinero, y el espacio, un lujo.
La cifra total de cuidacoches, contando los que no hacen el trámite ante la IMM, nadie la sabe. Pero es muy superior a la oficial, eso sí.
El trabajo, tanto para los habilitados como para los que no, es igual de incierto. La mayoría de los conductores no se detiene a mirar si quien los ayuda a estacionar tiene permiso o no: la diferencia es el chaleco y un carnet. Hay cuadras donde el mismo cuidacoches lleva años instalado, sin habilitación ni intención de tramitarla. Algunos creen que no vale la pena, que el permiso no trae ningún beneficio real. “La intendencia no nos ayuda en nada”, repiten.

Pero Graciela Rodríguez, presidenta del sindicato de cuidacoches, marca una diferencia: “El que lleva un tiempo y no tiene permiso es un iracundo, algo tiene en alguna cosa y no quiere que lo tengan identificado”, dice, en alusión a quienes prefieren mantenerse al margen del sistema. Para ella, el registro es más que un trámite; es una forma de ordenar el territorio. Aunque en la calle, la lógica suele ser otra.
Las ganancias oscilan entre los 600 y los 2.000 pesos por día, con mucha suerte, según declaran los cuidacoches consultados por El País. Pero todo depende del lugar. No tanto del barrio sino del tipo de cuadra: si hay oficinas, bancos o comercios con buen movimiento, los ingresos se disparan. A veces una diferencia de una sola calle puede significar hasta mil pesos más en el bolsillo.
Cuando la intendencia otorga el permiso, asigna un tramo específico: una calle y las dos esquinas entre las que el cuidacoches puede trabajar. Pero en la práctica las dinámicas son otras, sobre todo entre quienes no están registrados. Algunos se reparten las cuadras de manera informal para evitar conflictos. Pero no siempre hay acuerdo: hay disputas, gritos, amenazas y, en ocasiones, golpes.
¿Por qué se dan estas peleas? Porque uno cobra una propina que el otro siente como propia, porque se acusan de robarse pertenencias, o porque hay estilos distintos de trabajo que entran en tensión. Algunos cuidacoches no exigen dinero, y eso choca con quienes sí fijan un monto o esperan una retribución mínima. En un ambiente sin reglas claras, cada quien defiende lo suyo como puede.
Y, aunque no es necesariamente la norma, hay amenazas a conductores. Un reciente caso conocido por El País de una conductora que siempre para en el mismo lugar, donde trabaja, y deja no más de 10 o 20 pesos (cuando tiene), terminó mal: el cuidador le dijo que iba a “pasar algo”. Al día siguiente el auto apareció con el espejo arrancado y rayado de puerta a puerta de un lado.
Historias como esa también son parte de la realidad montevideana.
En los últimos años, además, la falta de efectivo en la calle empezó a pesar. Con el avance de los pagos electrónicos -que hoy representan el 77,4% de las transacciones, según el último reporte del Banco Central- muchos cuidacoches comenzaron a quedarse sin propina. Por eso, unos 130 cuidacoches tienen la posibilidad de cobrar propinas con QR como parte de un plan piloto de la empresa Mercado Libre, implementado en conjunto con la intendencia. Si bien la iniciativa tuvo un impacto positivo en los ingresos, todavía enfrenta resistencias. Muchos cuidadores desconfían del sistema porque el dinero no se recibe en el momento, y algunos conductores también recelan de este método de pago.
Rodríguez, presidenta del sindicato y con 74 años encima, dice que ella usa bastante el sistema de pago por QR, aunque sobre todo con los clientes de confianza. “Te dicen que no tienen nada de efectivo, que usan tarjeta, y entonces les mostrás el cartón. Ahí ellos eligen cuánto te dan”, cuenta. Para ella, la clave está en la familiaridad: cuando ya hay un vínculo, la tecnología no asusta tanto.
Ese otro Uruguay
José Antonio es conocido en Carrasco como “El Ruso”. Su barba y cabello largos, entre canoso y algo rubio, le dan un aire inconfundible. Tiene manos curtidas, ásperas a la vista, y muchas personas que pasan por Arocena hacen sonar la bocina para saludarlo.

En su mochila, a unos metros de donde está su parada, guarda algo más que monedas: un corte. No se pelea a las piñas, porque para él pelear a puño limpio no es opción.
—¿Pero hacés frente si están intentando abrir un auto?
—Más bien, pero no con las manos, porque ya a esta edad las tengo solo para recibir la plata que me dan.
De lunes a sábado, llega a su puesto a las nueve de la mañana y se va a las cuatro de la tarde. Viaja desde Bella Italia, combinando dos ómnibus. No se queja. “Ya es costumbre”, dice.
Tiene 65 años de edad y desde hace unas tres décadas su lugar es el mismo. Su cuadra. Pero el dinero no fluye como antes. Las obras en la zona y la proliferación de autos estacionados por empleados de oficinas que los dejan todo el día reducen las oportunidades. “Ahora cualquier empleado tiene auto y te lo deja toda la jornada”, cuenta, “antes había más rotación”. En un muy buen día junta cerca de 1.000 pesos, o hasta 2.000, pero depende de quién estacione. Pero antes de la pandemia podía levantar unos 4.000 o 5.000 al día, dice.
Hay quienes le dejan una moneda. Otros, clientes de siempre, le dan 50 o 100 pesos. Pero los de “dos pesos” le causan gracia.
Para él, Carrasco es su hábitat. Conoce a los comerciantes, a los clientes habituales, a la Policía. Los agentes de la 14 lo conocen. Si algo sospechoso sucede en la zona, él avisa. También advierte a los clientes, sobre todo a las mujeres distraídas que dejan las carteras a la vista. “Hay que estar atentos”, dice.
Para algunos, su presencia es una garantía de tranquilidad. Sin embargo, hay quienes lo miran con desprecio. “Hay mucha gente ordinaria”, dice, “se molestan porque uno está en la calle”. Pero no le importa. Cree que no necesita explicar su derecho a estar allí.
Dice que no acepta comida. No quiere que lo traten como un mendigo. “Si me dan comida, después parece que estoy trabajando por un plato. No es así”, aclara. “A veces te quieren dar cada cosa… Una señora me quiso dar una especie de guiso en una bolsa negra de basura, no soy un perro.
Sabe que la calle es dura, que hay quienes llegan solo por un rato y desaparecen. Llama a esos cuidacoches “golondrinas”. No le gustan. “Cobran antes y después cuando volvés hay otro cuidando tu auto”, dice con desprecio. Él, en cambio, tiene su código. No cobra por adelantado: “Acá es a voluntad”.
El año pasado la IMM le quitó el permiso y chaleco de cuidacoches a un hombre que peleó con otro con machetes y puntas en Otero y Arocena. El hecho quedó registrado en un video que se hizo viral. Todo comenzó cuando un cuidacoches con muchos años en la zona increpó a otro hombre -quien se había instalado hace pocos días en el barrio- por el robo de una bicicleta.
Cama de cartón
Es un rato antes del mediodía. En el Centro, en Héctor Gutiérrez Ruiz casi San José, trabaja Jorge, en situación de calle junto a su pareja, Lucía. En la vereda tienen armado su campamento. Se bañan donde pueden y están esperando que se acerque el invierno para ir a un refugio. Él se queda hasta que cae su “compañero” -al que llaman el Chino-, generalmente cerca de la una o dos de la tarde. Entre ambos cubren el movimiento que genera la zona.
Ellos no están registrados. Saben que en la calle hay jerarquías informales, que algunos llevan más tiempo y que otros conocen mejor los códigos. Pero también entienden que todos están ahí por lo mismo: sobrevivir.
En otra esquina del Centro de Montevideo, donde las pocas oficinas que quedan marcan el ritmo, “El Negro” cuida autos desde hace ocho años. Llegó allí por un pariente que le cedió el lugar, una herencia no escrita que define su rutina diaria. Antes de eso, pasó por el puerto, la construcción y otros trabajos que la vida le fue poniendo en el camino.
En su zona hay días claves de trabajo, se nota más movimiento los martes y viernes, gracias a una peluquería cercana cuyos clientes lo conocen de siempre. El barrio tiene sus códigos y él ya los entiende. No se mete con nadie, pero sabe que hay calles más complicadas que otras. “Ahí arriba es tierra de nadie”, dice sobre una cuadra donde antes había cuidacoches con permiso, pero ahora ya no. No le preocupa demasiado lo que pase fuera de su área. “Yo estoy acá, me interesa acá”, aclara.

En pleno Parque Batlle, desde hace 10 años Norberto se instala cada día en la misma cuadra, siempre junto a su compañero, con quien comparte el permiso para cuidar la avenida Luis Morquio hasta Ricaldoni. “Él me hizo una extensión del permiso para que los inspectores no me molesten”, explica.
Los inspectores pasan de vez en cuando, en moto o en camioneta, pero no interfieren en el trabajo. “Acá no hay problema con nadie”, dice. Y si aparece alguien merodeando los autos, lo encara con simpleza.
—¿Qué le decís para que se vayan?
—Acá no quemen, estoy laburando.
Lo importante para Norberto es que los que andan “en otra”, o están buscando robar para comprar alguna tiza de pasta base, sepan que esa cuadra ya tiene dueño.
Tiene 53 años y antes de dedicarse a cuidar autos trabajó como limpiador, pero la empresa perdió la licitación y desde entonces no consiguió más nada. “Ando buscando, pero nadie te llama. Con la edad que tengo es complicado”, dice.
Hoy, en un buen día, puede sacar entre 1.500 y 1.700 pesos. Pero hubo tiempos mejores. “Ahora todos andan con tarjeta. El efectivo cada vez es menos”, lamenta. Él tiene una clientela fija, sobre todo de pacientes del Hospital Británico. Algunos le dejan dinero por semana: 500, 300, 250 pesos. Los demás colaboran con lo que pueden: 20, 50, a veces 15 pesos. “La gente se porta bien”, dice.
Vive solo, en el Centro, en un local comercial. “No pago porque cuido ahí de noche, estoy de sereno”, dice.
—Entonces trabajas todo el día, hasta cuando dormís.
—Y... uno hace lo que puede para arreglárselas.
“El Teatro de Verano se pone complicado”
Miguel es cuidacoches desde hace más de dos décadas. Hoy trabaja en varios puntos según el día o el evento: cuida autos en los alrededores del Parque Central cuando juega Nacional, también en el Antel Arena de noche y, durante el verano, en el Teatro de Verano. “Este año, el pasado y en los anteriores siempre me tocó hacer ahí cuando hay espectáculos. Pero es uno de los lugares más complicados”, cuenta.

La zona que le toca cubrir, sobre la avenida Julio María Sosa, frente a la Facultad de Ingeniería, se vuelve particularmente difícil de manejar por las noches. “El Parque Rodó está lleno de muchachos que consumen. Es impresionante la cantidad que andan en la vuelta”, advierte.
Miguel y sus compañeros llegan temprano, ordenan los autos y ocupan los lugares asignados. Pero la tranquilidad dura poco. “Cuando falta media hora o una hora para que empiece el espectáculo, empiezan a aparecer. Se vienen directo a nuestra parada. Se paran al lado nuestro a sacar autos como si nada. Yo les digo ‘pará, los puse yo’, y les pido que vayan para otro lado. Pero no hay caso”, relata el hombre.
Hay una oportunidad
Quienes tienen el permiso al día pueden anotarse para trabajar en eventos especiales, como la Semana Criolla del Prado. El acceso a las zonas con mayor circulación de autos se sortea entre los interesados y, aunque allí se puede ganar bastante más dinero, no todos aprovechan la oportunidad.
“El Negro”, por ejemplo, nunca se anotó. “Siempre trabajé acá en el Centro y nada más”, dice, con tono firme, como si su cuadra fuera una extensión de su casa.
En esos eventos el movimiento es intenso y también aparecen tensiones con los cuidacoches que no están registrados. Aun así, la mayoría de los consultados para este informe coinciden en algo: si la intendencia les asigna un buen lugar en la Criolla, pueden llegar a levantar hasta 2.000 pesos por día. Pero eso no los libra de peleas que escalan muy rápido y a veces terminan en heridas.
En muchos espectáculos, sobre todo en los deportivos, surge otro problema para muchos conductores: los cuidacoches que exigen un pago por adelantado o una tarifa mínima por estacionar en la vía pública. Algunos acceden, temerosos de que le pase algo al auto; otros se niegan y dicen que pagan “a la salida”.
La calle tiene sus propias reglas, y cada barrio impone las suyas. Con el tiempo, cada cuidacoches aprende a leerlas, a entender dónde meterse y de quién cuidarse. Los que no logran hacerlo, se van. “No aguantan porque tenés que estar con la guardia alta, viendo qué hacen o dejan de hacer los vagos”, dice Rodríguez, la presidenta del sindicato.
Rodríguez lleva más de 20 años en el rubro y reconoce que en el gremio están lejos de ser una unidad. Es más, los cuidadores afiliados son una clara minoría. Ella sabe que la situación de calle y el consumo problemático atraviesan a muchos, pero también que hay cuidacoches con urgencias más inmediatas: la comida del día, una medicación, el alquiler. Para esta mujer, ser cuidacoches es más que una changa: es un oficio. Y como tal, dice, merece ser reconocido. De hecho, hace un par de años un edil blanco presentó un proyecto para que ellos reciban un sueldo fijo; otros han propuesto prohibirlos.
Su existencia hace décadas que tiene su razón de ser en la inseguridad de las calles montevideanas -aunque también de varias capitales del interior, donde existen- y, claro, en las necesidades de cientos de personas que sienten que están dando algo a cambio, un servicio a la población, y que lo que ganan no es una simple limosna. Aunque a veces lo sea.
“No queremos un gran sueldo; es un trabajo ingrato”
Graciela Rodríguez, es la presidenta y fundadora del sindicato de cuidacoches. Tiene 74 años y trabaja desde hace más de 20 años en este rubro. Nunca la lastimaron, aunque ha discutido más de una vez con quienes invadieron su parada. “Hay muchos compañeros que han sido golpeados y robados. Los lastiman cuando quieren sacar a alguien que está mirando para adentro de un auto”, cuenta.
Ella lo ha visto muchas veces. Personas que se acercan con actitud sospechosa, observan el interior del vehículo o incluso intentan abrirlo. En esos momentos, los cuidacoches registrados intervienen. Pero muchas veces el esfuerzo queda en la nada. “El dueño del auto llega y lo ve todo normal. No te cree cuando le decís que intentaron robarlo. Piensa que es un invento, un pretexto para que le des más. Y a veces se va sin darte nada”.
Es un trabajo ingrato y riesgoso, dice. “Te calienta. ¿Cómo vas a estar arriesgando tu vida para que ni siquiera te consideres un trabajador?”, se pregunta. “No pretendemos un sueldo enorme. Queremos poder pagar el monotributo, tener una jubilación el día de mañana. Y que lo demás se nos dé en bonos de alimentación”, dice Rodríguez.
“Hay días que estoy con el corazón en la boca. Ves a los tipos con palos, con cuchillos en la punta, buscándose para pelearse en la calle, por deudas de droga”. Ella misma fue amenazada. “Le dije al botija: mirá, yo soy vieja, no voy a correr. Así que si me vas a lastimar, hacelo ya. Pero sabe que después puede venir alguien que te haga lo mismo a vos. Y se asustó”.