Era un viernes luminoso, de una tranquilidad pesada; uno de esos días que parecen no estar hechos para admitir noticias radicales, de esas que cambian el rumbo una vida. Pero el pasado 26 de setiembre, un mes después de que El País publicara una investigación sobre el exsacerdote uruguayo Juan José Sant’Anna, requerido desde hace 17 años por la Justicia de Bolivia por el presunto abuso sexual de 30 niños que tenía a su cargo en un internado, la Policía tocó a su puerta.
Hasta ese momento, Sant’Anna había conseguido que el tiempo jugara a su favor. Cuando El País lo encontró en la casa de sus padres, en el barrio Palomar de la ciudad de Salto, donde se mantuvo oculto todo este tiempo, el excura caminó hasta el portón y dijo que prefería no hablar. Ya había pasado mucho tiempo, prácticamente 18 años desde que fuera denunciado, huyera para evitar el juicio y nadie viniera a detenerlo; era mejor dejar aquel episodio atrás —se excusó—, para no generar el sufrimiento de sus familiares, ni el suyo propio.
Una vez publicado, el informe fue replicado por otros medios regionales y logró eco en una Bolivia renovada, decidida a terminar con la impunidad que hasta hace muy poco tenían los religiosos señalados por cometer abusos sexuales contra los niños, niñas y adolescentes bajo su cuidado en institutos educativos, principalmente internados.
Aunque el ambiente del país andino efervecía por las recientes elecciones nacionales, el caso del padre Juanjo se coló en la agenda debido al estupor que generó que por tercera vez, a lo largo de todos estos años, un medio encontrara tan fácilmente al cura prófugo que la Justicia había olvidado argumentando que desconocía su paradero. Fue por eso que la repentina emisión de la alerta roja de Interpol ordenando su captura se vivió como un sobresalto en ambos países.
Aquel viernes primaveral, cuando la Policía tocó el timbre de la familia Sant’Anna Trindade, el excura estaba arreglando las plantas del patio. El agente le dijo que debía acompañarlo a la comisaría para tomarle una declaración. Iba a ser un trámite sencillo, nada más. Sant’Anna le pidió que le permitiera cambiarse de ropa. Pero demoraba. El agente le advirtió entonces que si venía otro patrullero la escena llamaría la atención de los vecinos. Sant’Anna aceleró el ritmo, se guardó las llaves y los documentos en el bolsillo del pantalón y antes de que saliera por la puerta lo esposaron.
Para su familia ese fue un momento dramático. Hasta el siguiente lunes, el exsacerdote no se comunicó con ellos. Sus padres, ya mayores, ignoraban qué había pasado con él, ni dónde lo tenían.
Al día siguiente de la detención, la mañana del sábado 27 de setiembre, se celebró la primera audienciadel proceso de extradición.
El juez le explicó a Sant’Anna que su causa no había prescrito debido a que, tras desoír las distintas citaciones de la justicia boliviana, en la audiencia del juicio oral del 23 de febrero de 2011 había sido declarado rebelde. La declaratoria de rebeldía es la expresa interrupción del plazo para la prescripción: es decir, detiene el reloj.
El 18 de abril de 2011, el juzgado había emitido la última de las órdenes de aprehensión del cura fugado, que quedó en el aire hasta que, casi 18 años después de los hechos, el 23 de setiembre de 2025 se reactivó.
En la audiencia, la defensa del requerido intentó evitar la cárcel. Pidió que aguardara el proceso en prisión domiciliaria, controlado mediante una tobillera.
“En 2007, cuanto estaba en Bolivia, esperó un tiempo bastante prolongado a que se resuelva la situación y luego es que viene para acá, pero siempre marcando su domicilio, que es el familiar y pasaron cuatro años hasta que (en 2011) efectivamente hubo una sentencia para someterlo a juicio”, alegó su abogado. “Siempre estuvo en su casa, viviendo con sus padres y hermanos, nunca quiso evadirse de la Justicia. Han venido personas a preguntar por él, que fue misionero, creyente, siempre dispuesto a hablar incluso con personas de la Iglesia. Se mantuvo siempre en el mismo domicilio. Es muy conocida toda la familia. Hace 18 años que está ahí: no va a irse”, insistió, sin éxito, el defensor.
Luego se refirió a la edad de los niños y adolescentes que lo denunciaron en 2007. Tenían en ese momento entre 6 y 18 años, según los testimonios recogidos. El planteo del defensor apuntó a que tal vez ya habrían superado la edad máxima que prevé la legislación boliviana para que el delito no prescriba.
En determinado momento, Sant’Anna pidió la palabra. Su intervención fue omitida del registro sonoro al que accedió El País. Desde ese día, espera en prisión preventiva a su destino.
Secreto revelado
En Salto, el secreto revelado del exsacerdote “explotó”. “Hubo mucho impacto a nivel de los medios, comentarios, gente que empezó a buscar el origen de Sant’Anna, porque había muchos que no lo conocían, otros que conocían a los padres, a sus familiares”, resumen el periodista Hugo Lemos.
Según reconstruyó El País, tras la publicación del informe y especialmente después de su detención, el pecado que habría cometido Sant’Anna se convirtió en un tema de conversación en oficinas, consultorios —dentales, jurídicos—, peluquerías, en las mesas de los bares.
Algunas personas se comunicaron con la redacción del diario, contaron que el excura solía esperar la caída del sol para salir a trotar por la costanera, y que en la noche era habitual verlo en los bares del Centro. “No es tan así eso de que se recluía”, advirtieron, molestos. Hubo también fieles que conversaron con figuras religiosas, quienes les explicaron que Sant’Anna no tuvo un vínculo con la Iglesia Católica uruguaya porque, tal como fue informado en la investigación, la Congregación Salesiana se negó a ordenarlo sacerdote tras constatar “dificultades para la vida en comunidad”. Sant’Anna renunció a la misma en 1999.
Otros, en tanto, recordaban a un joven Juan José, estudiante del Colegio Salesiano al que en la década de 1980 asistían los hijos de la clase acomodada salteña. “Era un chico tímido, solitario, ajeno a las barras de adolescentes”, aporta una fuente. Otra menciona que siempre se lo veía acompañado por un sacerdote, un hombre mayor que él.
En el barrio de la familia, en cambio, se impuso la solidaridad. Sus padres son buenos vecinos, y viéndolos tan afectados se evitaron los comentarios directos.
Entre los salesianos, Sant’Anna tampoco dejó una huella. “Como persona no era significativa para nosotros. La noticia impactó por lo terrible. Los comentarios que he recibido vienen del lado de qué bueno que hubo una reacción de la justicia boliviana”, dice Francisco Lezama, el inspector de la congregación.
Pero, a más de 2.000 kilómetros de distancia, en Bolivia, la noticia de la captura copó los medios. Todavía lo hace mientras se espera a que se concrete su extradición. Cuentan los días: eran, en principio, 40 de corrido desde la primera audiencia.
Allá algunos periodistas recordaban el caso, convertido en una leyenda negra, una muestra de la impunidad religiosa y la desidia judicial en estos delitos.
Con la curiosidad renovada, distintos periodistas consultaron a El País, querían saber cómo se veía hoy el excura de 54 años, qué tal era personalmente, ¿se parecía a un hombre común, uno de esos de los que nunca se sospecharía que fuera capaz de cometer actos tan crueles?
Nuevos detalles del caso
Dieciocho años es mucho tiempo, suficiente para que las autoridades del municipio de Tapacarí cambien una vez, dos veces y en el transcurso se diluya de la memoria colectiva lo que Sant’Anna habría hecho en el internado Ángel Gelmi, en donde se educaban y albergan 125 niños y niñas. En agosto pasado, las autoridades del municipio y las de la Defensoría de la Niñez y Adolescencia dijeron a El País que no conocían el caso.
El uruguayo había llegado al departamento de Cochabamba en 2005, donde fue ordenado sacerdote en el clero secular. Hasta allá, para la ocasión, viajó su familia. Enseguida se le asignó a Sant’Anna la administración del internado de esta comunidad rural, aislada, pobre, en la que decenas de niños eran huérfanos y los que no lo eran provenían de familias en una situación de vulnerabilidad extrema.
Para avanzar en la extradición, la Justicia de Bolivia actualizó la documentación y la remitió a su par uruguaya. En esos documentos surgen detalles de la causa que hasta el momento no estaban tan afinados. El expediente Sant’Anna había sido difundido parcialmente, en especial los extractos de los crudísimos relatos de las víctimas, pero la prensa local no había tenido un acceso pleno a los hitos de la investigación, ni al desenlace de las acciones judiciales.
Allí se aclara que el 8 de noviembre de 2007, cuando finalmente la Policía, personal del Servicio Departamental de Gestión Social —que debía controlar el funcionamiento del internado, pero no concurría por falta de locomoción— y el investigador del caso fueron a citar a Sant’Anna, no lo hallaron en la residencia sacerdotal a la que había sido enviado por sus superiores, mientras el arzobispado llevaba a cabo una investigación.
Dice también que el 30 de octubre, tres días después de que una de las hermanas del instituto enviara una carta contando los hechos al Servicio Departamental de Control Social, un grupo de psicólogos constataron que Sant’Anna había agredido sexualmente a distintos internos, de entre 6 y 18 años, “y que esto habría estado ocurriendo desde hace mucho tiempo”.
Y que el día 5 de noviembre, el director del mencionado servicio presentó la denuncia ante la Fiscalía de Quillacollo. El 5 de noviembre, o sea que 20 días después de que una monja del internado encontrara a un niño llorando y este le dijera que lloraba porque el padre “lo molestaba mucho”, y que al día siguiente la hermana volviera a buscar a este niño, y él le repitiera el mismo relato, diciéndole que a él y a otros chicos, el padre Juanjo los llevaba a su habitación.
Los engañaba invitándolos a ver videos y una vez adentro cerraba la puerta con llave, se desnudaba, los desnudaba a ellos y los abusaba de diferentes maneras. En algún caso, se supo ahora, habría usado narcóticos para sedarlos. En ocasiones, se dirigía a la habitación de los niños y los seleccionaba de a dos o tres.
Repasa el documento que el padre Eugenio Coter fue convocado por el arzobispo Tito Solari como delegado para realizar las primeras investigaciones en el internado. De la entrevista realizada por las autoridades judiciales a Coter se recogió que el 29 de octubre se trasladó a Sant’Anna a la casa sacerdotal, a la que dejó de asistir el 3 de noviembre. En el medio, huyó a la casa de sus padres a Uruguay. El 16 de noviembre de 2007 se emitió la primera orden de aprehensión, el 23 lo imputaron oficialmente y el 16 de junio de 2008 se volvió a emitir una orden de detención.
Sant’Anna no le dijo a Coter desde cuando cometía el abuso deshonesto contra los niños que tenía bajo su cuidado, “pero sí asumió haberlo cometido”, dice el informe judicial. En entrevista con El País, Coter omitió esta información.
Volviendo a aquel mes de noviembre, una fuente de Salto recuerda haber visto llegar a Sant’Anna, caminando, cargando una mochila, dirigiéndose a la casa de sus padres. A esta vecina le llamó la atención verlo, porque hacía no más de un mes que había estado de visita. Otro vecino halló la noticia: se enteró de que había escapado, denunciado por abuso sexual infantil. Imprimió algunas copias y las hizo circular por el barrio.
Después pasaron los años. El asunto se fue apagando, se dejó de hablar, se convirtió en un secreto a voces para algunos pocos y se instaló el relato de que en Salto nadie sabía nada. Alguna figura eclesial, apenas, tal vez, recordaba cuando desde el Vaticano llegó la orden de dimisión en 2011. Y nada más.
El cura preso, a la espera
En la cárcel, Sant’Anna sigue una rutina. Cada día se levanta a las seis de la mañana, sale a trotar por el patio, llama a su familiares, pide que le envíen una nueva encomienda: al principio yerba y artículos de higiene; después alimentos, pero varios, para compartir con el resto de los reclusos que no reciben nada de sus familias.
Tal vez Sant’Anna no sepa que en Bolivia hay una agrupación de hombres mayores que en su niñez fueron abusados por religiosos y desde hace dos años conformaron la Comunidad Boliviana de Sobrevivientes, una sociedad que se va ampliando y gana fuerza, porque en Bolivia estos casos abundan y todavía ocurren.
Tal vez no sepa tampoco que a comienzos de setiembre, unos días antes de que se pidiera su extradición, había ocurrido en Bolivia una sentencia histórica, condenando a un año de prisión a los religiosos españoles Ramón Alaix y Marcos Recolons, figuras claves de la poderosa orden jesuita Compañía de Jesús, acusados de encubrir los abusos sexuales que el fallecido padre Pica —Alfonso Pedrajas, español también—había cometido en distintos colegios de ese país entre 1972 y el 2000.
Los delitos de Pedrajas permanecieron ocultos hasta que en abril de 2023su diario fue publicado por el periódico español El País, revelando que llevaba un conteo de 85 niños víctimas, y cómo había sido protegido por sus superiores en varias ocasiones. Escribió sus nombres.
Esta noticia impactó en el corazón de Bolivia. Para mitigar el impacto social, el gobierno de aquel país prometió medidas drásticas, que finalmente naufragaron, pero en la Fiscalía se acumularon decenas de denuncias contra religiosos vivos y fallecidos. Varias de ellas fueron descartadas debido al fallecimiento de los supuestos perpetradores, o por falta de víctimas que dieran sus testimonios. Otras sí avanzan, en procesos lentos, muy lentos, que estaban afectando la confianza de las víctimas en la Justicia hasta que a principio de setiembre se logró esta condena y, unos días después, se anunció la reactivación del caso Sant’Anna. Fueron recibidas como señales claras de un cambio en la persecución de estos delitos.
Muchos de los abusos denunciados ocurrieron en internados como el que dirigía Sant’Anna en Tapacarí. En esos centros, el modus operandi era aislar a los niños de sus familias, separar a los hermanos entre sí, amenazar a las víctimas con la expulsión. La expulsión significaría una vergüenza para las familias, que además aseguraban en esos institutos la cobertura de los alimentos para sus hijos.
“Los internados y los colegios son una cantera donde estos abusadores se proveen de víctimas”, dice Edwin Alvarado, integrante del grupo de víctimas que ganó el juicio contra los encubridores, y secretario de la Comunidad Boliviana de Sobrevivientes.
Alvarado está convencido que fue la reciente condena de los dos provinciales lo que “envalentonó a la Fiscalía de Cochabamba”, que presionada por el ruido que generó la prensa, revivió el caso.
“Tienen que entender que aquí hay un temor por denunciar a la Iglesia Católica. Acá los curas son diocesillos caminando por la tierra a los que la gente les perdona sus pecados, sus aberraciones, sus delitos. Esto fue siempre así”, dice Alvarado. Hay pueblos en Bolivia en los que se ha naturalizado el abuso sexual por parte de los curas, continúa Alvarado. “Se naturaliza en varias familias. El hijo mayor es cura, en otros casos hay hijos no reconocidos, pero ahora se está empezando a denunciar”.
Probablemente por el efecto causado por el caso Sant’Anna, ha llegado desde el sur del país una persona con información para presentar una nueva denuncia contra tres sacerdotes. Es un tendal que no deja de crecer.
Van por los encubridores
En Tapacarí, la memoria está volviendo. El alcalde Bernardo Mamani, que en agosto desconocía el caso, ahora lo domina. Se ha reunido con las autoridades políticas y judiciales locales, todos ellos han estudiado el expediente y unieron su voz para apoyar la petición de la Comunidad Boliviana de Sobrevivientes (CBS) de recalificar el delito y pedir así la pena máxima para Sant’Anna.
En 2007, cuando fue imputado, la fiscalía le tipificó el delito de abuso deshonesto con distintos agravantes por su rol de educador y el daño psíquico generado en las víctimas. Ese delito es equivalente al que acá conocemos como atentado violento al pudor. En aquella época, no se había legislado en Bolivia el delito de violación contra niños, niñas y adolescentes, aunque sí podría habérsele estipulado el delito de violación.
Alvarado, junto a sus compañeros, analizó los testimonios de los niños y no duda que las víctimas “gritaron violación”. “En un mundo rural, campesino, de niños que apenas hablan el español, no iban a decir a los técnicos ‘me ha violado’, pero sus relatos sí lo evidencian”.
En Bolivia, el abuso deshonesto tiene una pena de seis años y la de violación de 20 que, más agravantes, pueden llegar a los 30 años. Eso buscan. En su cometido, los representantes de la CBS se reunieron con el fiscal de la causa, Jair Mérida Murillo, y con la Defensoría, quienes se habrían comprometido a solicitar la recalificación apenas comience el juicio oral. El País intentó varias veces localizar al fiscal para confirmar este dato, pero no lo consiguió.
Mientras tanto, unos días atrás, el 29 de octubre, se realizó una segunda audiencia en la que Sant’Anna se presentó con una nueva defensora, también del servicio público. La abogada señaló que la información proporcionada por Bolivia no es clara en cuanto a la edad actual de las víctimas, por eso solicitó las fechas de nacimiento de quienes brindaron los testimonios, lo que permitió abrir la causa. El fin es confirmar si, según la legislación boliviana, que difiere bastante de la local, cuentan con la edad para que el delito no prescriba. Además se pidió que se afine la fecha de vigencia de la ley procesal que dispone el caso de las prescripciones especiales.
Una vez que es notificada la Justicia de Bolivia, tiene 45 días para responder. Si no lo hace, se tiene por desistida la solicitud de extradición, explicó el juez.
La instancia duró apenas 15 minutos.
Sant’Anna escuchó en silencio.
A modo de cierre, le dijo el juez:
—En 45 días más o menos, la situación está resuelta. Cuando respondan, habrá una nueva audiencia y ahí lo debatimos con usted, su defensa y la fiscalía y tomo la decisión de si se va o no se va para Bolivia.
—Muy bien, gracias —soltó el excura, con la voz temblorosa.
Unos días atrás, la CBS visitó Tapacarí. Se reunió con las autoridades. Buscaron a alguno de los entonces niños que después de contar a las autoridades lo que les pasó, callaron. Alvarado conoce el peso de ese silencio. Él mismo calló primero por cinco años, la primera vez que fue abusado en el colegio. Se quedó, para no avergonzar a sus padres. Y después masticó la rabia, tanto dolor, por 35 años más.
Cree que encontraron a una de las víctimas. “La supimos leer, como solo las víctimas de estos delitos sabemos leernos”, dice el hombre. No sabe si se presentará al juicio. De todas formas, la cantidad y la calidad de los testimonios recogidos y custodiados por la Justicia deberían ser prueba suficiente para condenar a Sant’Anna y tal vez a algunos de sus posibles encubridores, o quienes le hubieran ayudado a huir. Esta vía de investigación fue planteada en una conferencia de prensa por el fiscal de Cochabamba, Osvaldo Tejerina.
En Tapacarí, ese pueblo cuyo nombre se traduce como “nido de hombres”, la Iglesia Católica ha ido perdiendo su poder. Dos años atrás le comunicaron al alcalde que no contaban con financiamiento y se retiraron de la administración del internado Gelmi y de otros servicios. Es el municipio el que sostiene el instituto donde se educan y alojan 80 niños. “Ya no hay monjas, ni curas allí”.
Hay menos católicos pero más evangélicos. Mientras la catedral sigue siendo concurrida los fines de semana, en el pueblo se han multiplicado los templos.
Ha cambiado el paisaje desde aquel 2005 en que llegó Sant’Anna, con 36 años. En una foto antigua, que la tenaz prensa boliviana rescató de algún archivo para ponerle rostro al villano de esta historia, luce así: la cabellera rubia, el gesto amable, la mirada celeste, vivaz. Parece un hombre confiable, el padre Juanjo; el “padrecito” que con sus dotes futbolísticos cautivó a los niños, que luego de un tiempo habrían conocido su otra cara, y cada día en el internado deseaban que no llegara la noche.
“Guardé el secreto por 40 años”
Al caso del sacerdote español Alfonso Pedrajas se le agregan varios otros denunciados, una colección terrible de abusos sexuales cometidos principalmente por religiosos extranjeros, que en algunos casos llegaban a Bolivia con antecedentes de delitos sexuales cometidos en Europa. Analizando los casos, la Comunidad Boliviana de Sobrevivientes detectó que la mayor parte cometió los abusos en internados y en colegios. “Para los abusadores, una característica positiva de un internado es que el niño está lejos de sus padres: no tiene a quién quejarse. Lo segundo que hemos encontrado en todos los casos es que los abusadores aíslan al niño de su familia. Cuando vienen los padres les dicen: no tienes que venir, tienes que dejarlo crecer, no puedes estarlo visitando y ¡pam! se cortan las visitas. Tú durante cinco años terminas odiando a tus padres porque no te visitaron y más tarde te enteras que fue el director, el abusador, el que les dijo no vengan porque el niño tiene que crecer solo, tiene que reformarse. Entonces, eso incrementa su condición de vulnerabilidad, el estar alejado de tu familia, y por supuesto ser pobre. Y luego, como parte del modus operandi universal, hallamos la amenaza de expulsión. En mi caso, llegué desde un poblado como el mejor estudiante, era un orgullo para mi padre, un niño pobre llegar a un internado que va a tener todo, tres alimentos al día. Cuando fui abusado, para evitarles la vergüenza, me callé. Guardé el secreto durante 40 años”, cuenta Edwin Alvarado.
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