El tradicional bar La Cruz, en Camino Carrasco y Bolivia, está semivacío un miércoles un rato después de las ocho de la noche. A unos pocos metros de ahí, en camino Juan Agazzi, cuatro policías de la Guardia Republicana que llevan esos típicos uniformes en tonos verdes, bajan de una tanqueta blindada y están preparados como para la guerra. Dos llevan pasamontañas y solo se les ven los ojos, el otro tiene un arma larga en la mano.
Vienen de hacer una de las tantas recorridas por La Cruz de Carrasco, suelen empezar luego de las cinco de la tarde y siguen hasta entrada la madrugada. Hace unos minutos en uno de los pasajes del barrio les tiraron piedras, que cayeron en el techo del blindado. Es algo habitual, están acostumbrados.
Tras una pausa, ahora están otra vez por salir a patrullar.
—Lo complicado es la zona de allá abajo —dice uno y señala hacia el área conocida como de las “casitas blancas”—. Hay 16 o 17 gurises que a veces corren, o tiran algo.
—¿Es un tema de guerra entre bandas?
—No sé, nosotros patrullamos nomás. Pero hay un tema de venta de droga, las casas están conectadas entre sí y sabemos que tienen armas largas.
—¿Los podemos acompañar?
—Vengan atrás, ojo con las piedras —responde el oficial a cargo.
Entonces la tanqueta empieza a recorrer el barrio a velocidad lenta y, como un caracol, transita las cuatro o cinco manzanas más conflictivas. La gente mira desde la puerta de sus precarias viviendas, como si fuera un espectáculo, a la tanqueta que pasa cada noche desde que La Cruz volvió a ocupar los titulares de prensa por una serie de hechos de violencia. En la vuelta hay jóvenes escuchando música en penumbras, otros parados al costado del camino miran con notoria desconfianza. Hay caballos y también más de una camioneta 4 x 4 estacionada.
En un momento un muchacho se lleva la mano a la cintura y la tanqueta acelera de golpe. Otro joven corre —no se sabe por qué ni para qué— y cruza la calle en forma intempestiva. Desaparece en la noche. Un rato después y tras terminar la ronda, uno de los policías dice:
—Nosotros tendríamos que tener motos para poder entrar a los pasillos. Igual bajamos si es necesario.
En estas calles mataron a cuatro hombres en un solo día hace un mes y poco.
A cuatro.
Fue el martes 25 de julio ylos homicidios, que ocurrieron en la misma calle, aún no se han aclarado ni se ha avanzado en la investigación (ver recuadro más abajo). Aquel fue un día trágico en este empobrecido barrio al este de la ciudad, vecino de la zona más rica de Montevideo y lugar de tremendos contrastes, entre complejos habitacionales robustos, zonas de asentamientos y casas precarias, alguna que otra fábrica y, no tan lejos de allí, casas señoriales, majestuosas.
Un día después de aquellos asesinatos —dos en la tarde, dos en la noche— el ministro del Interior Luis Alberto Heber dijo a los medios que hay “una guerra por tema de drogas” y que pensaban “llenar de policías” la zona para darle “tranquilidad a la gente de trabajo y de bien”.
El 4 de agosto aparecieron restos humanos en una volqueta a metros de donde se habían producido los homicidios. Nada se sabe aún sobre esos huesos.
Un par de semanas más tarde, en la mañana del miércoles 23 de agosto, entraron a robar a la UTU de la zona: estaban encapuchados y apuntaron con un arma a un docente y sus alumnos; se llevaron celulares. El robo no se ha aclarado, el miedo sigue presente.
Lo de La Cruz no empezó el mes pasado, el clima de violencia se arrastra desde hace tiempo. Basta hacer una simple búsqueda en los archivos de noticias para encontrar decenas de hechos trágicos, vinculados muchos a un mundo marginal que es común con otros barrios de Montevideo.
El 27 de julio de 2013, una década atrás, incendiaron un centro CAIF en Agazzi y Camino Carrasco. En agosto de 2014 le tiraron dos balazos en una pierna al director de la fundación Don Pedro, un empresario que aún hoy financia una obra social en la zona. En noviembre de 2018 se supo que había bandas que copaban y vendían casas. Y el 14 de junio pasado fue asesinado un hombre que había coordinado un encuentro para comprar un auto en La Cruz.
Los ejemplos podrían seguir, ¿pero qué pasa en el barrio y cuál es el trasfondo de una guerra cruel?
El barrio.
La noche es una cosa pero de día La Cruz muestra su cara más amable. El concejal Walter Rodríguez espera a El País en Camino Carrasco y Camino Oncativo, donde está Covisap, un grupo de edificios que es una referencia en la zona. Él es un jubilado que durante décadas trabajó en un bar y hoy oficia como concejal barrial por el Frente Amplio pero mantiene con orgullo una buena relación y diálogo con el alcalde blanco del municipio F, Juan Pedro López.
—Acá empieza el contraste. Mirá —dice y señala una enorme camioneta 4x4 Hummer en el estacionamiento del complejo, que está enrejado y tiene vigilancia 24 horas para las cerca de 300 familias que residen. Rodríguez, de 70 años de edad y 17 viviendo en la zona, es de esos tipos que va saludando con amabilidad a mucha de la gente con la que se cruza. Como uno de los guardias del Covisap, quien le cuenta que de noche a veces la cosa se complica y “llueven piedras”. Los disparos al aire, ya veremos más adelante, también son cosa habitual en la zona.
Es jueves, apenas pasado el mediodía y el concejal camina por Camino Carrasco hasta la esquina con la avenida Bolivia, donde está la famosa cruz que da nombre al barrio y fue reconstruida hace poco. Entra al bar e invita con un café.
—Le dicen La Cruz pero en realidad se llama barrio Las Canteras. Y la UTU de la que tanto hablan los medios es barrio Ideal —relata el concejal, en referencia al edificio atacado días atrás, que está en la calle Emilio Ravignani, a más de 10 cuadras del bar y del sitio donde ocurrieron los homicidios.
Parece que, con el tema de los nombres, Rodríguez quiere sacar algo del fuerte estigma con el que carga la zona desde hace décadas.
—Acá hay mucha gente laburante pero en todos lados se ve una manzana fea. No es que todos los días haya homicidios —se ataja el concejal—. En el fondo yo creo que es un problema de educación, que nace cuando la madre da a luz.
Justo frente al bar resalta la icónica Parroquia Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, construida en 1944 a semejanza de la iglesia de Santa Irene en Estambul, Turquía. A esta hora el cura Fernando García da clases en un colegio céntrico pero más tarde, antes de la misa de las cinco, recibirá a El País en la iglesia y dirá con cierto dejo de ironía que el Camino Carrasco “es como el muro de Berlín en los años 80”. Esa avenida separa al municipio E —que incluye Carrasco, Punta Gorda y Malvín— del más pobre F y, cuenta el párroco, la gente que vive del lado sur dice que vive en Parque Rivera o Carrasco Norte. Pero nunca en La Cruz.
Cuando uno deja camino Carrasco y avanza por Agazzi rumbo al norte aparecen a un costado improvisados puestos de venta callejera, más allá la policlínica y, en la esquina con Antonio Pereira, una volqueta rodeada de basura. Mucha basura.
Resulta que el municipio puso volquetas para complementar a los contenedores y una empresa privada debería pasar a vaciarlas. Pero no lo hace y esta esquina es una mugre.
—Acá las ratas parecen gatos —dice una señora y el concejal acota que al día siguiente harán un operativo especial para limpiar. Sin embargo, unos días después El País comprobaría que la basura seguía allí.
A pocos metros de la volqueta está una esquina central en esta historia. Aquel 25 de julio un camión de basura venía por la calle Pereira, dispararon a los dos ocupantes —que, dicen, no era gente del barrio—, el conductor perdió el control y el vehículo siguió de largo hasta que se dio de frente contra el muro de una casa en la esquina con Agazzi, al lado de una iglesia evangélica. Uno de ellos murió en el lugar, el otro un rato después en un centro de salud.
La Policía ha "disipado" la violencia, dice Heber
La presencia policial en La Cruz de Carrasco, igual que pasó el año pasado en Peñarol, “ha disipado” la situación de violencia, dice a El País el ministro Luis Alberto Heber, “igual no nos confiamos”. Y agrega: “Yo no puedo decir que se terminó” la guerra entre bandas. Respecto a los cuatro homicidios que hubo el 25 de julio pasado, Heber indica que siguen las investigaciones: “Confío mucho en mis investigadores”. En cambio, una fuente de la investigación asegura a El País que “la Policía no ha avanzado en esta investigación” y que por ahora no hay mayores novedades. Según publicó El Observador, uno de los cuatro muertos era un hombre que tenía tres dedos en una mano, conocido como “el Negro Clein”. Esta muerte fue “en la puerta de un achique” de drogas, según publicó ese medio.L
El laberinto por dentro.
Una de las zonas emblemáticas es conocida como las “casitas blancas”, son varias manzanas que ocupan un solo gran padrón. Es un complejo de casas bajas y precarias, muchas construidas en la década de 1970 como parte de planes de realojo, divididas por estrechos pasajes a los que acá les dicen “los pasillos”.
Varios muchachos charlan tranquilos a media tarde en una mesa sobre Oncativo, una de las calles linderas a las casitas blancas. Tienen un modesto puesto de frutas y verduras.
Marcos, cincuentón, “nacido y criado en la Cruz de Carrasco”, se va todas las noches a trabajar en la limpieza de una empresa y vuelve en la madrugada. Se queja de que la Policía lo para casi cada noche y le pide siempre la cédula.
—Es una cosa de locos. Paso todos los días y todos los días me piden el documento —relata Marcos, cuyo nombre no es real, ha sido modificado para preservar su identidad.
Entonces invita a entrar:
—Vamos al cante —tira y se mete por una de esas callecitas estrechas que llevan a un verdadero laberinto donde solo se puede caminar; acá no pasan los autos, no hay lugar.
Pero las casitas blancas no son un típico cantegril, lo que predomina no son casas de chapa y madera sino de material. Eso sí, todo es precario y las aguas servidas corren por algunos caminos de piso de hormigón, que no tienen más de dos o tres metros de ancho. Se ven casas de bloque, puertas de metal, muros con concertinas y alambrados de púa. En el aire, un laberinto pero de cables.
—Esta es mi casa —dice y señala una de las tantas viviendas, mientras un fuerte ruido que parece de una moto encendida viene desde una casa vecina.
La gente camina tranquila por los pasajes, no hay un clima de violencia: al lado de Marcos uno no tiene la sensación de que algo malo pueda suceder un jueves a las tres de la tarde.
—Esto no es un Cuarenta Semanas, no es un Cerro Norte —dice él pero luego cuenta que las ambulancias no entran, salvo con la Policía.
—Nadie se mete. Los llamás y te dicen que vayas hasta Oncativo o que tienen que esperar a la patrulla —cuenta, resignado—. Y, salvo que no puedas moverte, salís vos.
También dice que los tiros son moneda corriente por las noches. Eso se repite en el discurso de los vecinos, aunque en las últimas semanas —y con la mayor presencia policial— la situación se ha calmado un poco. Pero tampoco mucho.
Se suma a la charla Pablo (también nombre falso), baja la voz y cuenta:
—Yo tengo miedo, esto está peor que antes... Hay muchas armas, los gurises de acá adentro tienen las mejores armas. Gurises de 17 o 18 años. Pasean acá adelante tuyo con tremendas armas y la Policía parada allá en la esquina... No hacen nada.
—¿Son narcos?
—Son peleas entre bandas —susurra y cuesta escucharlo bien—, matan a uno acá en los pasillos y “todos para adentro” que pueden venir a matar a los otros. Pero no todos son narcos, uno de los últimos muertos era un consumidor, son ajustes de cuentas.
Marcos sigue:
—Mucha droga, mucha droga... Acá hay como 60 bocas y vienen de otros barrios a comprar.
Seguramente exagere en la cantidad: 60 bocas en unas 200 casas sería mucho. Pero sí es un problema grave. De hecho, según supo El País, hay un viejo enfrentamiento entre la familia Comas, con influencia en la calle Pereira y en la zona de las casitas blancas, y el grupo Fraga con base en la zona que se conoce como Covicruz. Otro grupo, del complejo INVE de Malvín Norte, tuvo problemas con los Comas en la cárcel y complejiza la situación.
El jefe del clan Comas estuvo en la cárcel pero ya salió. El año pasado mataron a un Comas y hasta hubo misa en la iglesia. En el barrio, de todos modos, muchos aseguran que ellos se abrieron, que ya no mandan.
En su momento los Comas tomaron casas, algo similar a lo que pasó en Los Palomares en Casavalle. En 2018 la Policía, comandada por el actual director de Represión al Tráfico de Drogas Alfredo Rodríguez —en aquel entonces jefe de la zona policial II—, realizó un operativo con 18 allanamientos. Allí se comprobó que en un predio originalmente destinado a escuela pública había 11 casas y encontraron tres viviendas en una antigua policlínica, que fue tomada.
Pero, más allá de los tiros y las muertes, hay otros dramas.
María Rosario es una mujer de 50 años que vive de buscar “requeches” de las canteras y luego los vende. Hace un tiempo perdió “una vista” y cuenta que de noche se mete “para adentro”.
Su gran preocupación es su hija Fátima, que espera un bebé. Tienen una pieza sobre Oncativo para que ella viva con el niño pero en el techo hay agujeros, se llueve y entonces todo se inunda. Hace pocos días hicieron el reclamo al municipio y a la intendencia, con video incluido, a ver si la pueden ayudar: piden que pongan un baño, una puerta y acomoden el techo.
—No es riqueza, queremos algo mínimo —dice María.
Volvemos a la iglesia. Fernando García es cura desde 2018 y, por lo tanto, un vecino más. Cuando se le pregunta por los problemas, no anda con vueltas:
—Hay tugurización. No digo que la gente tenga lujo, pero sí un confort esperado: una casa que no se inunde, que tenga instalación eléctrica, servicios. Pero eso solo en un sector del barrio: toda La Cruz no es un gran cantegril. Yo creo que debería haber un plan de regularización de viviendas. Este barrio se puede resolver si las autoridades se ponen las pilas.
Él vive en el fondo de la parroquia y cuenta que hace un año lo asaltaron a mano armada en la vereda, aunque solo le llevaron un celular.
—¿Y qué pasa de noche?
—El lío acá es que hay tres o cuatro revoltosos, los desprolijos. Hay que cortar la máquina que provoca delincuentes. Pero también hay un poco de cuco. Sí es cierto que algunos portan armas, que hay cosas que se resuelven a los tiros o que por deporte aprietan un gatillo. Pero el riesgo de quedar en medio de un tiroteo a las tres de la tarde es menor que en otros barrios.
García lamenta el tenor de las recientes declaraciones del ministro Heber respecto a una guerra por el territorio en La Cruz:
—Para mí fue un poco grandilocuente —opina el cura en la entrada de la iglesia, donde un rato antes del inicio de la misa no hay más que dos o tres fieles— pero él tendrá información que yo no manejo. Hablamos de guerra de bandas y enseguida la gente piensa que estamos en una serie de Netfix. Se imaginan que somos la Rocinha (por la favela brasileña) con dos bandas en guerra. Ahora bien, que hay pica entre gente que tiene el mismo rubro, ciertamente. Que hay códigos para resolverlos, ciertamente. Y cuando alguien se zafa de esos códigos, las consecuencias son evidentes.
Colegio de La Cruz: “De la puerta para adentro no pasa nada”
En la calle Joaquín de la Sagra, a unas pocas cuadras de la zona más conflictiva de La Cruz, está el Centro Educativo Santa Margarita y Centro Juvenil Madres de la Cruz, una institución privada que atiende a niños y adolescentes de la zona. Nació hace unos 25 años como una movida de la asociación civil Madres de la Cruz, madres del colegio de Carrasco Stella Maris, decididas a dar una mano a la gente de la zona debido al impulso de “los brothers que se instalaron a vivir en el barrio”, cuenta Carolina Carrau, una de las madres. “Empezamos en la parroquia y ayudábamos a hacer los deberes a contraturno de las escuelas”, relata.
En 2021 agrandaron la propuesta: fundaron un colegio en primaria, manteniendo el apoyo a adolescentes en el centro juvenil con educación no formal y actividades recreativas. Todo se financia con aportes de privados (y apoyo del INAU en el caso de los adolescentes). Las familias no pagan nada: son 110 niños y 50 adolescentes.
“Los cupos hoy están llenos pero la gente se sigue acercando”, dice Cecilia Silva, coordinadora general.
¿Y cómo ven la inseguridad en la zona? “Hay momentos y situaciones. De la puerta para adentro no pasa nada, estamos bien”, dice Carrau, pero admite que “a veces se sienten” los tiros. “No nos afecta directamente pero sí en lo que los chicos viven en su barrio y en sus casas. Entonces a veces te cuentan que tienen un perro nuevo o que mataron a un tío. Lo que nos duele es normalizar la violencia”. Silva agrega que prefiere quedarse con que “mucha gente quiere salir adelante y apoya, está bueno eso”.
Alumnas: "Nos dijeron que si nos movíamos, nos iban a pegar un tiro"
El miércoles 23 de agosto se dio una situación de extrema violencia en la UTU de Emilio Ravignani y Núñez de Arce, en la zona de influencia de La Cruz de Carrasco, aunque a unas 10 cuadras de los homicidios ocurridos unas semanas antes. Ese día un grupo de personas armadas entró al recinto, se dirigió a una clase de segundo año, amenazó al profesor y 17 alumnos y robó cuatro celulares.
Dos semanas después, la Policía no ha logrado dar con los delincuentes, aunque el ministro del Interior Luis Alberto Heber dice que “hay una punta a trabajar”. ¿Y cómo se vive la situación en el centro? Ahora hay policías todo el día en la puerta y patrullaje. Cuatro alumnas de las que estaban en la clase el día del incidente dicen a El País que los atacantes tenían la cara tapada y gorro (“solo se veían los ojos”) y que al principio “pensaron que era una joda del otro segundo”. Relatan que estaban nerviosos y que apuntaron con armas al profesor y a varios alumnos.
Una chica tenía en la mano el celular de una compañera y rechazó dárselo al ladrón. “Me lo quiso sacar, lo insulté y no me lo sacó”, cuenta y agrega que lo hizo porque estaba “segura” que era una broma. “Pero nos dijeron que si nos movíamos, nos iban a pegar un tiro, fue horrible”, dice otra. “El profesor quedó congelado porque a él también le apuntaron. Lo sentaron y quedó ahí quieto”. En total todo duró no más de un minuto: “Sabemos que son de acá de la vuelta”.
Dos días antes de la entrevista con El País, todos los alumnos de segundo habían tenido una charla con dos psicólogos. Hasta entonces fue el único apoyo psicológico.
Ana Borges, presidenta del sindicato de funcionarios, dice que en el centro educativo “la situación es de miedo” en padres, alumnos y docentes, “esto no puede pasar, son áreas protegidas”.