La historia de La casa del Policía, el icónico comercio del Centro de Montevideo que se volvió un confesionario

Desde hace 31 años el emblemático comercio es un imán de curiosos. Viste, arma y decora a policías; pero también asiste a civiles que llegan en busca de protección.

La casa del Policía.
La casa del Policía.
Foto: Francisco Flores.

La vidriera es como un flechazo. Ya casi no las vemos así, con los productos abarrotando la vista, flotando entre ganchos, amenizados por una guía de luces tipo navideñas, coronados por un cartel con letras de neón que dicen “open”. Un conjunto de decisiones que enervarían a los más modernos diseñadores de interiores y que, sin embargo, en La casa del Policía —el icónico comercio del Centro montevideano— son el anuncio de que otro mundo nos espera al pasar por su puerta.

Que siempre está abierta.

Que es un portal a un mercado en el que conviven los más inofensivos artículos que decoran los uniformes policiales junto a una variedad amplísima de armas de defensa personal, incluidas las más mortíferas.

Este es un lugar al que uno cuenta que fue. Y lo que vio. Al que se entra para evitar convertirse en una víctima, pero se sale preparado para ser un victimario.

Graciela G., dirige La casa del Policía.
Graciela G., dirige La casa del Policía.
Foto: Francisco Flores.

Regenteando el laberinto de estanterías, cajas y cajones que constituyen a este particular local, está Graciela G. —así prefiere que la llamemos, sin el apellido—, la encargada que bien podría estar jubilada pero prefiere pasar todos sus días detrás de este mostrador que, según dicen, es un verdadero confesionario.

Recibe la anfitriona.

—Hola, ternura.

Graciela G. mide un metro y medio, combina los colores de su ropa, usa una coqueta melena rubia, tiene la voz aguda, la risa fácil y delicadas manos ágiles por las que en los próximos minutos pasarán dos cuchillas, una picana, una vara extensible, una pistola de aire comprimido y cinco tarros de gas pimienta.

San gas protector.

Cada vez que vende un gas (marca Sabre, enfatiza), Graciela G. realiza una breve demostración. Esto ocurre varias veces al día. Apaga momentáneamente la sonrisa para darle gravedad al asunto y advertir que al activar el producto, el gas se pulveriza y uno debe alejarse para no sufrir sus consecuencias, que son ceguera momentánea y problemas respiratorios, “mucho peor que un ataque de asma”.

—A mí no me gusta vender algo que no sé cómo es. Tengo que saber cómo funciona. Yo para convencerte de que el gas es bueno, lo tuve que probar.

—¿Cómo hiciste?

—En mí misma, para ver el efecto.

—¿Y el de la picana?

—También.

Si el gas se nos vuelve en contra, “nunca hay que ponerse agua”, explica en su acto. Echarse vinagre o leche en la cara ayuda, o aguantar y respirar profundo por unos 45 tortuosos minutos.

—Acá hasta viene gente que compra gas para el perro del vecino, porque le tiene miedo.

—¿Y les funciona?

—Sí.

El gas se convirtió casi instantáneamente en el producto estrella de la casa. En aquella época, a fines de 1990, lo llevaban los policías. Hoy tienen prohibido usarlo en servicio. Pero se convirtió rápidamente en el artículo de defensa más solicitado por los civiles, la otra pata de este negocio, principales víctimas del incremento de la inseguridad, que suelen acudir a este mostrador en busca de una herramienta para defenderse pero “sin hacerle mucho daño” al agresor.

Cuenta Graciela G.:

—Ayer vino un señor a pedir un gas para una amiga que tiene un inquilino que es violento. Le dije, ojo que adentro de la casa no funciona porque se pulveriza. Se lo llevó igual al gas y sumó una picana. Le pregunté por qué cree que el inquilino podría ponerse violento con ella y me respondió que era largo de contar, pero que le habían dicho que acá se cuentan las cosas y se resuelven.

Y le soltó el asunto completo.

Eso a ella la hizo feliz.

Cierra a las siete, pero a veces se queda hasta dos horas más tarde escuchando los problemas de los otros. La alivian, dice.

La casa del Policía.
La casa del Policía.
Foto: M. Solomita.

En los días que llevó esta crónica, varias mujeres se acercaron para buscar su gas. Una joven dejó la moto encendida y no quiso ni escuchar las recomendaciones: ya sabe qué debe hacer. Más tarde, una señora hizo el cuento de cómo el gas le salvó la vida a una estudiante que al salir de la facultad fue atacada a golpes por un hombre desconocido en la calle.

La señora G. las escucha atentamente y como predica con el ejemplo lleva su gas colgando del cuello, en una cadena, junto a un ojo turco: dos amuletos sagrados para la protección. Que la necesita, advierte. Unas semanas atrás, le entraron a robar en la tienda. Sintió un repique metálico y al levantar la vista vio a un hombre cortando un precinto para llevarse un cuchillo.

—Se le cae el cuchillo y ahí lo veo. Vengo, agarro el gas y lo gaseé hasta que llegó el guardia de la garita de la Jefatura —dice, recreando la escena—. Ese día le había estado robando a varios comercios y yo me hice la Pepita la pistolera.

Otra vez venía manejando por Pocitos y un auto le cerró el paso. El conductor se puso terco y no quería moverse. Detrás de Graciela G., los autos se enfilaban. Al final el hombre tuvo que ceder, pero al pasar junto a su ventana le gritó que se fuera a limpiar la cocina.

—Le dije, sí claro, te voy a mostrar con qué producto limpio yo mi cocina.

Y le roció el gas en la cara, para que aprenda con quién no tiene que meterse.

Una idea redonda.

Graciela G. levantó este comercio en 1994 junto al que fue su marido por más de cuatro décadas, Walter Carrasco. No están más juntos. Hasta hace muy poco, digamos cinco o seis años, la cara visible de La casa del Policía era él. Graciela G. lo acompañaba, en los primeros tiempos, junto a los 15 empleados que se apretaban detrás del mismo mostrador para lidiar con un torbellino de ventas.

Algunos días era tanta la cantidad de clientes para un espacio más bien chico, que Graciela G. les pedía que se organizaran en tandas para ingresar. Algunas de esas veces, vio por el rabillo del ojo el manoteo de alguna mercadería. Incluso policías le robaron. Pero ella, “por vergüenza ajena”, optaba por no encararlos.

Pero volvamos al inicio, porque esta historia empieza con un lavadero dentro de un cuartel.

La casa del Policía.
La casa del Policía.
Foto: F. Flores.

Walter Carrasco no era ni policía ni militar, pero tenía un lavadero en el cuartel de coraceros. Entre lavados y conversaciones, los militares le fueron contando que el Ministerio del Interior les daba a los policías apenas un uniforme, un arma y una canana para portarla. “Y después, arreglate”, dice Graciela G.

Nada más.

Ni siquiera el correaje donde va la canana que contiene el arma. Ni siquiera las esposas. Así era en aquella época, en los ‘90, confirman distintos policías. Algunos recuerdan que “la pobreza” en la institución era tal, que los cinturones que se entregaban a los policías nuevos habían sido usados antes por otro funcionario que dejaba la institución. “Era así. Lo que vos tenías en relación al uniforme cuando dejabas de usarlo volvía al sistema. Entonces, vos mejorabas tu uniforme si podías (económicamente) y porque lo sentías”, cuenta Robert Parrado, comisario mayor retirado de la Policía.

La casa del Policía.
La casa del Policía.
Foto: F. Flores.

Con este dato, Carrasco empezó a mascullar una idea. ¿No sería buen negocio venderles cosas a los policías? En un país donde el pequeño tamaño del mercado suele ser un obstáculo, de pronto Carrasco visualizaba un nicho de al menos una decena de miles de funcionarios con una necesidad insatisfecha.

Pero había que dar un paso al frente.
Y lo dio Graciela G.

—Un día andaba por acá y veo este local que se alquila. Viste cuando decís no puede ser, es una señal. Fui a la inmobiliaria y dije que me interesaba.

Antes de que abriera La casa del Policía, pegada a la Jefatura de Montevideo, había una agencia de viajes. En la inmobiliaria le preguntaron para qué quería el local. Decirles la verdad hubiera sido imprudente, pensó, así que desvió el tema y cerró el trato.

Llegó a su casa, buscó al que era su marido y le dijo “acá están las llaves”.

No había marcha atrás.

Boom de ventas.

A comienzo de los años 2000, Miami vivía su más esplendoroso renacer. El cambio de milenio convirtió a la ciudad en un centro turístico con una alocada vida nocturna, un combo ideal para montar ferias comerciales a la que acudían importadores de todo el mundo. Hasta allí, cada año, viajaba Walter Carrasco a seleccionar la más moderna mercadería para su exitoso local en Montevideo. Después sumó otro destino, Nueva York. Pero más tarde, internet limitó los viajes. Y luego el auge de China los descartó. Ya no es necesario subirse a un avión para armar un catálogo.

La casa del Policía.
La casa del Policía.
Foto: F. Flores.

En La casa del Policía sobrevuela la sensación de que entre la muralla de repisas y cajas que Graciela G. domina, todavía sobrevive algún que otro artículo de aquel período naciente. En el fondo del cajón, opacado por el brillo de los tecnológicos artículos modernos.

En la tienda, es como si Graciela G. y el único empleado que la acompaña (además de un grupito de vendedores independientes en el interior del país) habitaran en un tiempo continuado entre el pasado y el presente. Hay, por ejemplo, una vieja gorra de Cutcsa que un inspector —y cliente de la casa— les obsequió y ahora reposa sobre la cabeza de un maniquí. El stock sobrante de la noventosa moda de ponerles a los autos chapas de ciudades estadounidenses, ahora decora estanterías donde se exhiben los detectores de metales y las máscaras de gas.

En el primer punto de esta línea de tiempo, 31 años atrás, tenemos a un comercio que era único en su tipo, “antes de que llegaran los copiones”, como los llama Graciela G., y que hoy constituyen una abultada oferta en todo el país.

—En aquel momento todo era una novedad y el policía venía y quería comprarse todo. Llegaba fin de mes y se había gastado todo el sueldo —dice.

Patricia Rodríguez, la expresidenta del principal gremio policial, ahora diputada suplente en representación del Partido Nacional, solía coleccionar el merchandising del local. Atesoraba una lapicera, una libretita y un juego de cartas con el logo de La casa del Policía.

—Al principio, mi sueldo era para el local —recuerda.

La estrategia de la firma era así: lanzaban el anzuelo entre los estudiantes y después les vendían hasta a los más altos de los rangos jerárquicos. Y también a civiles, siempre que no fueran artículos exclusivos para los uniformados.

Cada 15 días se cargaba una caja de mercadería en una camioneta que un vendedor —“uno muy bueno”, recuerdan los entonces jóvenes compradores— conducía hasta la Escuela Nacional de Policía. Desplegaba ante los estudiantes los productos, encendía la chispita del consumo y esperaba que picara. Pronto las ventas eran un éxito.

—A nosotros todo nos parecía atractivo. Te acercabas a preguntarle por una corbata y te ibas con medio uniforme comprado —dice un oficial.

Los cadetes empezaban a construir su uniforme “para subir al ómnibus sin pagar boleto”. Se compraban el correaje o la vara y el porta vara. Al egresar, complementaban lo poco que en ese momento les daba el ministerio. Después de unos años de servicio, pasaban —pasan— por la tienda para comprar delicados prendedores y bordados que representan los grados, los premios que anualmente son otorgados por la cartera y los distintivos que indican la cantidad de años en servicio. Pero terminan sumando un aprieta corbata, algún símbolo decorativo para la solapa. Antes, el escudo de la policía (con un gallo como símbolo de la vigilancia y el orden nacional), se vendía como pan caliente. Ahora, gana la bandera de Uruguay, con velcro, que las nuevas generaciones adhieren en los chalecos antibalas. Es una moda.

La casa del Policía.
La casa del Policía.
Foto: M. Solomita.

Durante casi una década, hasta que asumió el primer gobierno del Frente Amplio (2005), la tienda tenía un convenio con el ministerio que permitía descontar del sueldo las compras realizadas. Esos gastos solían sumarse a los de la Cooperativa Policial y a préstamos, que en demasiadas ocasiones provocaba que hubiera funcionarios que “cobraban estrellitas” en vez de dinero. O sea: los créditos engullían completamente el ingreso a cobrar y el saldo era nulo.

—Te puedo asegurar que salíamos con medio sueldo empeñado, nos comprábamos todos los cachivaches —relata un agente con varios años de servicio.

Otro policía lo recuerda así:

—Mi primer sueldo era de 4.500 pesos por mes, capaz que tenía 1.500 pesos por cuota solo por La casa del Policía.

Los sueldos eran muy bajos, vale recordar. Y el endeudamiento policial era tal, que se habló de que lanzarían un préstamo “limpiasueldos”, pero no fue más que un mito. En cambio, se limitaron las compras por créditos al 30% del sueldo y, en consecuencia, la cartera finalizó el convenio con la tienda.

Eran productos caros, pero únicos.
Se compraba por “necesidad”, pero también por coquetería. Y sigue siendo así, opina la señora G. “A los más jóvenes les gusta lo que está de moda. Ven que un compañero se compró tal cosa y ellos también la quieren. Vienen de a uno a pedirte lo mismo”.

Que brille el uniforme.

El reglamento policial es implacable en lo que refiere a los uniformes. No solo detalla las características de las piezas que conforman cada uno de los conjuntos, también obliga a los funcionarios a usarlos con “pulcritud”, “decoro” y “dignidad”. Quien incumple, se arriesga a una sanción.

Parrado, que tras retirarse se vinculó a la política, primero junto al Partido Nacional y después con el Partido de la Gente, dice que “se le pone la piel de gallina” cuando recuerda cómo preparaba su uniforme cada jornada. Lo planchaba con obsesión. Lustraba los zapatos. Le dedicaba varios minutos al ritual. “Tenía que brillar porque vos lo sentías así. Pero eran tiempos de pobreza de uno y de pobreza del sistema. Vos podés criticarle a (Eduardo) Bonomi lo que quieras, pero fue con él que se le dio importancia al uniforme como una marca de identidad. La Policía empezó a estar mejor paga, mejor equipada y más ordenada”, opina Parrado, que también es duro con otros aspectos de la gestión del exministro.

De vuelta en el comercio, Graciela G. atiende a dos prolijísimos agentes de la Guardia Republicana. Son jóvenes. Van cargados de accesorios, un rasgo delator de que egresaron hace poco.

—¿Tiene linterna? —dice uno de ellos.

—¿Alguna en especial?

—No, que sea medio chica.

Al instante la vendedora responde:

—Como chica y buena tengo algo así.

Abre una, muestra la batería, el zoom, los filtros de colores y la potencia, lo hace apuntándole con la luz en el medio de la cara. El joven entiende el gesto. Le gusta. La quiere a la linterna para hacer inspecciones vehiculares en horario nocturno.

—Son 1.690 pesos.

—La llevo —dice, la paga él, para hacer mejor su trabajo—. ¿Y tiene parche con la bandera de Uruguay?

La bandera la quiere para el chaleco antibalas, que no es de los comunes, es táctico y también se lo compró él "porque es más útil". Y lindo.

—¿Viste cómo son? —dice Graciela G.

Y lo mira al policía:

—Bueno, corazón; pronto.

Ver, oír y callar.

Acá raro no hay nada, dispara la vendedora. ¿Las máscaras de gas? Se venden, incluso las compraron civiles durante la pandemia, para prevenir el virus. ¿Detector de metales? Los llevan las empresas, los boliches. ¿La piña americana? “Más que nada me las piden los muchachos”. ¿Picana? “Las madres las compran. Le dan al hijo el gas y ellas se quedan con la picana”. ¿Y las esposas? Los policías que las pierden o quieren tener más de una, “el particular las compra, compran mucho los strippers y vienen a comprarnos las tiendas que venden juegos eróticos”.

El rubro creció y también se vende usado: los precios

A los pocos años de inaugurada La casa del Policía, empezaron a abrir otros comercios similares. Basta una búsqueda rápida por internet para descubrir varias tiendas que venden de forma virtual y presencial, en Montevideo y en el interior del país. La oferta se amplía en Mercado Libre con productos usados y se multiplica en Marketplace. Graciela G. entiende la competencia pero no le cae en gracia y por eso en la web no revela sus precios. En Marketplace, se vende una pistola de aire comprimido por 4.500 pesos (o se permuta por una consola Xbox 360), otras son algo más caras. El gas pimienta, triplica el costo de mercado: lo venden por 3.000 pesos. La picana, en tanto, no tiene grandes variaciones: un poco más de 1.000 pesos.

Para comprarle a Graciela G. algún artículo distintivo de la Policía o de uso policial, hay que presentarle el carné, aunque ella a los policías los huele en el aire.

La casa del Policía.
La casa del Policía.
Foto: M. Solomita.

Una pareja de veinteañeros recorre la tienda mientras la vendedora prende una picana para mostrar su funcionamiento para este informe. El chasquido eléctrico retumba en las paredes. La compran mucho las madres, decía.

—¿Y los policías?

—Ellos no pueden usarla.

—No pueden —dice el chico.

—¿Vos sos policía? —lo corta ella.

—No le puedo decir.

—Sos inteligencia.

—No le puedo decir.

—Sos inteligencia. Mira que acá es ver, oír y callar —y dirigiéndose a mí, agrega—, no se dan cuenta que una tiene calle, cordón y vereda.

Gira, y le pregunta a la chica que lo acompaña:

—¿Y vos estás en lo mismo?

La muchacha, rendida, le sonríe.

—No, yo vendo celulares.

Unos minutos más tarde, el joven le preguntará por distintos tipos de armas, que ella también vende. “Mirá que es pesada esa...es de las que usan los narcos”, le dice Graciela G. Él le contará que a los policías ahora les gusta andar bien armados, fuera del servicio. Tiene compañeros que las modifican y las convierten en auténticas armas de guerra.

Termina la charla.

No hubo venta.

—Acá cada persona que viene nunca sabés qué fue lo que le pasó. Esto es como con el taxista, que te ponés a hablar y le contás tus problemas. Una señora se llevó unas esposas para atar al hijo a los pies de la cama, porque era adicto y no quería que se le fuera. Muy triste.

—¿Cuáles historias son las que más se repiten?

—La gran mayoría de las que me llegan al mostrador son mujeres violentadas por sus parejas o exparejas. Compran gas, picanas, gastan dinero en grabadoras que también filman, para producir la prueba si las atacan. Eso es una constante.

No se termina.

Y también están los clientes que “se comieron una película de James Bond”. Vienen y le dicen: quiero algo para seguir a alguien desde el auto, enfocarlo cuando esté usando el celular y saber con quién está hablando. Pero eso, les explica la señora G., no existe todavía.

Y así pasa el día, todos los días, detrás del mostrador que se volvió un confesionario.

Ya son casi las siete. “El downtown”, como le dice al Centro, se oscurece. Está pronta para terminar la jornada. Se calza el gas pimienta en la cadena.

—Adiós, bebé. No te pierdas.

Se despide la anfitriona.

Strippers: los otros clientes habituales de la tienda

Muchos de los que entran a la tienda lo hacen por curiosidad, según recogió El País durante esta crónica. Algunos de los curiosos a veces tantean si pueden adquirir alguna indumentaria policial o algún accesorio característico de estos funcionarios. La vendedora y encargada Graciela G., asegura que solo le vende estos artículos a los policías que presentan su carné. De hecho, menciona que un año atrás la llamaron desde Fiscalía para advertirle que había delincuentes simulando ser oficiales, pero ella fue terminante: “Busquen en otro lugar, acá ellos no compran”. A pesar de su postura, suele pasar que la visiten hombres que trabajan como strippers policías para pedirles que le venda alguna prenda. También es común este tipo de consulta cuando se aproxima la celebración de Halloween. “Vayánse a una casa de disfraces”, les indica ella. Pero, a los strippers sí es habitual que les venda esposas. Son clientes habituales. También a particulares y a casas que venden juegos eróticos. Fuera de estas anécdotas, las principales consultas llegan por el gas pimienta —el producto estrella—, la picana e incluso la pistola de aire comprimido, que simula ser una arma como las que usan los funcionarios policiales.

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