Hace ocho años que Washington Enrique Conde Suárez estaba a cargo de San Antonio de Padua, una humilde parroquia del barrio Pueblo Nuevo en las afueras de Las Piedras. Un edificio sencillo, sin lujos y de paredes blancas, que no resalta demasiado en medio de un barrio obrero. A los 61 años, Washington arrastraba varias enfermedades y una obesidad que no lo ayudaba. En la soledad dela parroquia su salud empeoró poco a poco, entre hipertensión y diabetes y un cáncer de próstata del que había podido salir. Tras varias semanas internado en el CTI, falleció el 20 de julio.
Su muerte caló hondo en el barrio. Por la pérdida, pero además porque no hay un cura para reemplazar a Washington Conde a corto, mediano o ni siquiera largo plazo. Y no es porque ningún sacerdote quiera hacerse cargo en particular de San Antonio de Padua: la Iglesia Católica sufre hace años una seria crisis por la falta de sacerdotes; cada vez se hace más complicado encontrar personas interesadas en entrar a los seminarios para intentar seguir un camino que exige grandes sacrificios y renuncias en el mundo moderno. Para empezar, la obligación del celibato, aunque no solo eso.
En la diócesis de Canelones hay 15 parroquias sin cura residente de un total de 34, según datos que maneja el obispo Heriberto Bodeant, quien ha realizado gestiones para traer sacerdotes extranjeros. San Antonio es una de esas 15.
Lo mismo se replica en otros puntos del país. De hecho, como veremos más adelante, este año no entraron seminaristas nuevos en el principal seminario uruguayo, el Seminario Mayor Interdiocesano Cristo Rey, que depende de la Conferencia Episcopal del Uruguay.
Ni uno entró.
No es un fenómeno local, sino más bien de casi todo el mundo occidental: el número de sacerdotes solo crece en África, Asia y Oceanía.
En Uruguay hay 172 sacerdotes activos que son del clero secular (o sea, dependen directamente de obispos y se forman en el Seminario Mayor), a los que deben sumarse otros tantos pertenecientes a congregaciones religiosas como los salesianos, franciscanos o jesuitas. En total se acercan a los 350 para un total de 237 parroquias y 920 capillas, según datos de la Guía Eclesiástica de la Conferencia Episcopal. A fines de la década de 2000, según una nota de El País de la época, eran casi 500 sacerdotes y en la década de 1980 eran 600.
Los que lo conocían dicen que el padre Washington, un sacerdote negro que también trabajaba como educador, parecía lejano y distante en una primera impresión. Pero, al entrar en confianza, era “un tipo con una personalidad de recepción”, que escuchaba y aconsejaba, dice el diácono Piero Garrone, un panadero que vive en la zona rural de Rincón del Colorado y que, ante la falta del cura, hoy de alguna manera ha quedado a cargo de la parroquia de San Antonio.
Washington dirigía una parroquia con cinco capillas, algunas rurales, que también se quedaron sin cura. Para que se entienda: una parroquia es mucho más que una iglesia, implica “la comunidad de fieles que viven en determinado territorio”, dice el obispo Bodeant. Algo así como los municipios en la vida civil. Y, entonces, la ausencia de un cura también multiplica los problemas. ¿Cómo se mantiene en pie toda la estructura? En este caso los miembros de la comunidad más cercana a la iglesia se hicieron cargo de buena parte de las tareas. De las que pueden; hay algunas que no.
Piero Garrone se ordenó como diácono permanente el 3 de diciembre pasado y para eso tuvo que esperar que su matrimonio llegara a la primera década.
Dice Garrone:
—A partir de la muerte del padre hice un esfuerzo para que haya celebraciones. No es misa porque falta la parte en la que se consagra el pan y el vino. Pero es celebración de la palabra.
Porque los diáconos pueden celebrar bautismos, casamientos, rezar en entierros, dar la comunión y predicar. Pero no pueden llevar adelante una misa ni una confesión ni la unción de los enfermos.
A Piero no le sobra el tiempo: dirige una empresa panificadora y para eso trabaja todas las madrugadas desde las dos y media a las 10 de la mañana; duerme un rato de noche y un rato de tarde. Tiene dos hijos, de nueve y 12 años, que también demandan tiempo de atención.
En el medio de todo eso, la iglesia.
—Pero nos vamos organizando. Hay varias personas con tareas específicas, como dos señoras que se encargan de la limpieza y de arreglar todo para las celebraciones. Otras dos asumen la parte del despacho donde reciben solicitudes de bautismo y se ordena lo administrativo.
César Bentancor, un vecino que es docente y también se dedica mucho a la parroquia, agrega:
—Es que este es el momento de los laicos en la iglesia. Cualquiera de nosotros puede celebrar la palabra, llevar las comuniones de los enfermos, son los llamados ministerios laicales. En los momentos de crisis y desconcierto, la comunidad cristiana debe ser un espacio cada vez más abierto.
—¿Y cuándo se necesita una misa...?
—Washington tenía una visión renovada y nos daba una gran apertura a los laicos... Pero claro, yo no puedo ir el domingo y celebrar misa. Me sacan corriendo —se ríe Bentancor—. Si no hay sacerdotes, no hay misa.
Ahora los salesianos de San Isidro de Las Piedras se ofrecieron a celebrar misa los domingos en la parroquia. Antes hubo un par de misas llevadas adelante por diferentes sacerdotes que tenían el día libre y también el obispo ha participado de ceremonias, además de ayudar a reorganizar todo.
Pero el propio Bodeant aclara:
—Me gusta ir al encuentro con la gente, aunque no puedo hacer de párroco. No es una parroquia sola que está así.
Lo que es más difícil de reemplazar es el rol del sacerdote como líder de la comunidad, presente en el barrio o en el pueblo. El que se supone que escucha y aconseja a los fieles.
Pero, ahora bien, ¿dónde y cómo se forman los futuros curas uruguayos?
El Seminario Mayor Interdiocesano Cristo Rey por dentro
El enorme predio donde funciona el Seminario Mayor Interdiocesano Cristo Rey ocupa una manzana casi entera a metros de la avenida Millán en el barrio Atahualpa.
Es martes, un rato después de las dos de la tarde y Guillermo Buzzo, un sacerdote de 47 años, recibe a El País en la puerta del edificio. Él es el rector del principal seminario.
Hay otro más pequeño, el seminario Redemptoris Mater del Camino Neocatecumenal, un movimiento fundado en España en la década de 1960 y al que los críticos acusan de ultraconservador, donde por estos días hay ocho seminaristas.
Atrás de Buzzo aparecen con cierta timidez Alejandro Romero y Joaquín Diez, dos de los 14 seminaristas que por estos días están en el proceso de formación en Cristo Rey. Uno es contador y tiene 35 años; el otro es un ingeniero de 34. Hay una tendencia: muchos de los actuales seminaristas entraron pisando los 30 años de edad y son profesionales.
En 2009, cuando El País visitó este centro para otro informe, eran más del doble —había 32 seminaristas—; el número máximo en el edificio actual fueron 67 a mediados de la década de 1980.
—Pero antes eran muchos más —dice Buzzo—. En Toledo, donde ahora está el Ejército, había lugar como para 300 personas en los años 60. Era una estancia aquello, otra época.
En los pisos superiores de este edificio construido en 1983 hay 80 dormitorios pero muy pocos están ocupados.
En 2024 no hubo ingresos (sí un reingreso) y el tema preocupa. Tanto que, en su carta anual a los fieles católicos en marzo pasado, el cardenal Daniel Sturla expresó que “es un dolor para la Iglesia uruguaya” que eso suceda. Para 2025 hay cuatro posibles aspirantes al seminario.
—¿Podemos hablar de una crisis?
Responde Buzzo en una sala en la entrada del edificio de ladrillos a la vista:
—El sentir general es que sí, faltan sacerdotes. Nosotros estamos bastante multiplicados en las tareas. Yo soy rector de seminario y debería dedicarme solo a esto, pero a la vez tengo una parroquia en Quebracho y voy los fines de semana que puedo. Entonces no llegás a saber si somos pocos o si estamos mal distribuidos. También hay una redefinición de la tarea: antes hacíamos todo. La escasez de sacerdotes nos llevó a concentrarnos en lo específico y no acaparar cosas que deben hacer los laicos, como la administración de la parroquia o tareas pastorales como la catequesis.
Para el rector, la situación es simple: el número de sacerdotes acompasa un descenso en la práctica religiosa y cita al papa Francisco en un curso con formadores: “Cuantos menos sean los candidatos, más exigente debe ser la formación de los futuros sacerdotes. No hay que ceder a la tentación de bajar la vara”.
Al fondo de la planta baja está el comedor y la capilla, donde empieza cada jornada a eso de las siete de la mañana cuando rezan Laudes, la primera oración. A las 7.15 desayunan y puntualmente a las 7.40 salen hacia la Facultad de Teología en La Blanqueada. Allí cursan materias semestrales, dan exámenes y al final tienen que presentar una tesina.
Los seminaristas vuelven a almorzar y las tardes son más relajadas: hay un rato para la siesta. Después ocurren diferentes actividades, como talleres. El día de la entrevista con El País estaba previsto un encuentro sobre inteligencia artificial con el sacerdote Gonzalo Aemilius, quien ha estudiado el asunto.
A las siete de la tarde es el momento de la misa. Tras la cena, hay 15 minutos para la última oración.
Antes de dormir, vuelven a rezar.
Los fines de semana les toca trabajar en una parroquia donde acompañan al párroco, que se convierte en formador.
El tema de la pedofilia se pone sobre la mesa
La formación del seminario lleva al menos siete años. Un primer año es introductorio: se hace un filtro para ver si “de verdad hay vocación”. Luego hay una segunda etapa de dos años que se llama discipulado, donde se da el ingreso a la Facultad de Teología y se estudia filosofía.
La etapa más larga es la tercera, Configuración con Cristo Buen Pastor, lleva unos cuatro años también en la facultad y es la formación para el sacerdocio.
Al final de la facultad el futuro sacerdote se recibe como licenciado en ciencias teológicas. La última etapa se llama “de síntesis”: es en una parroquia, donde el seminarista se ordena diácono y seis meses más tarde como sacerdote.
¿Se trata el tema de la pedofilia, tan actual, en la formación? Responde el rector Guillermo Buzzo: “Hay documentos de guía, como un protocolo de prevención y cuidado de menores, que esta generación ya lo tiene incorporado; llegaron luego de la bomba no solo mediática. Antes en la Iglesia no se hablaba con tanta claridad. Hoy se habla mucho y es un elemento más a considerar al momento de plantearse una actividad. Antes hacías un campamento y pensabas qué llevabas de comer, qué carpas, dónde ibas; hoy pensás también en el cuidado de los menores, la delicadeza del trato”.
En el seminario el tema también se toma en cuenta al seleccionar los candidatos: “Lo más jodido es que no hay un perfil tan claro, a veces es el que menos esperás... Pero el trabajo en conjunto con psicólogos nos va advirtiendo, hay indicadores que son luces amarillas. Actitudes peligrosas”, dice el rector.
Un ejemplo: “Una persona que solo se relaciona con los superiores y con los subditos, pero no tiene buen vínculo con sus pares, no es saludable. Si hay dudas, mejor apartarlos”. ¿Pasa? “A mí no me tocó rechazar candidatos firmes por este motivo pero sí aconsejar directamente al obispo que no se presenten: a veces hay muchas dudas sobre quién es y qué garantías nos brinda”.
El proceso para entrar al Seminario Cristo Rey
¿Cómo se definen los ingresos? Entre las condiciones está tener sexto de liceo terminado y haber “hecho un camino de discernimiento con un sacerdote”, dice Buzzo. Además, hay un psicodiagnóstico para descartar patologías.
Cuentan que hay una parte muy personal, que implica que se sienta “el llamado de Dios”. Para explicarlo, el rector dice que es como cuando alguien se enamora. En todo esto influye “el sí personal” y también el sí de parte de la Iglesia.
¿Y cuán habitual es que abandonen en medio del camino? La estadística indica que se ordena uno cada tres.
—A veces nos quedamos con la idea: este tipo tenía vocación pero se asustó... Y no tiene que ver con la bondad. Nos ha tocado despedir gente del seminario que es el más querido del grupo, solidario, simpático. Pero no lo vemos feliz, metido. Y no es una decisión fácil, rápida ni tomada por una sola persona, sino por el conjunto de formadores.
Buzzo enumera las cualidades que debería tener un aspirante a sacerdote: “Trabajador, responsable, con madurez afectiva... Son similares a las de un padre de familia. Y no puede ser una persona especialmente conflictiva, debe tener gusto por ayudar a los otros y por la oración, la fe”. Es “deseable y se valora mucho” una experiencia laboral previa.
En unos días será sacerdote: lo sabe desde que tenía 15 años
Andrés Soares se crio en una familia muy católica. A los ocho años ya tocaba la guitarra en la misa en su pueblo, Quebracho en Paysandú, y tenía una tía que era monja. “La fe para mí era algo de familia”, dice. Pero hubo un día que lo cambió todo, a los 15 años: “El párroco me invitó a participar junto con otros jóvenes de una ordenación de diáconos en Young. En el momento del canto de las letanías, que es parte del ritual de la ordenación, me largué a llorar e interiormente me surgió la pregunta de por qué yo no”.
A los 18 ingresó al seminario Cristo Rey y, 12 años más tarde, tras “un camino largo y arduo”, el próximo 28 de setiembre será ordenado sacerdote en la catedral de Salto.
¿Y por qué piensa que hay cada vez menos sacerdotes? “No es simplemente una crisis de lo eclesiástico, una crisis de la fe”, responde. “Creo que es una crisis mayor, que involucra a todos los sistemas sociales: hay una crisis en la vocación matrimonial, en los distintos servicios que implican una entrega gratuita de la vida. Quizás en el mundo consumista en el que nos desarrollamos uno está más pendiente de cómo subsistir. Hay tantas personas que se van desgastando día a día por llegar a fin de mes”.
¿Y de qué viven? Hay un “sueldo” que depende de cada diócesis y no todas lo tienen: en Montevideo son 4.500 pesos más la casa, comida y mutualista; en Salto son 10.000 pesos.
—La parroquia que puede sostenerlo, bien. Y muchos trabajan en colegios que los tienen en planilla. Algunos trabajan en otras cosas, como opción de vida más que por una necesidad económica, hemos tenido curas taxistas y curas obreros que hacían sus ocho horas. Era su opción evangelizadora estar allí, sin predicar pero con presencia.
La gran pregunta es por qué son cada vez menos los sacerdotes.
—El mundo vive una bola de secularización —opina el obispo Bodeant—, no se anula lo religioso pero sí hay menos afecto hacia la religión institucionalizada. Se ha perdido el compromiso para siempre, para toda la vida.
—En la vida occidental —apunta Pedro Wolcan, obispo de Tacuarembó y Rivera— hay un corrimiento hacia otras expresiones, filosofías de vida, modos de pensar, que a veces dificultan que se despierte una vocación sacerdotal, que es del orden del espíritu, no del consumo.
César Bentancor, el vecino de la iglesia San Antonio, cree que la Iglesia debe “repensarse” y darle mayor peso a los laicos y a las religiosas.
—Porque el sacerdocio ha perdido cierta credibilidad. Hablo del mundo, no para mí.
—¿Ayudaría eliminar el celibato?
El diácono Piero Garrone dice que sí:
—Yo creo que es algo que la Iglesia debe revisar, en el rito oriental hay muchos sacerdotes que están casados.
Pero los sacerdotes no están tan convencidos de que eso mueva la aguja.
—La solución no pasa por una propuesta más laxa, más liviana —opina Buzzo, el rector del seminario-. Los grupos que más crecen, incluso en los pentescostales, son tremendamente más exigentes en temas morales. Son más radicales. En la Iglesia Católica las congregaciones que más crecen son las que tienen disciplina más fuerte y manifestaciones más conservadoras.
—El celibato es una norma disciplinar —dice el obispo Bodeant—. El tema es a qué uno está dispuesto a comprometerse; yo no creo que eso ayude.
Y cierra Buzzo:
—Hay varias iglesias que han eliminado el celibato, pero algunas después han desaparecido. Mirá que eso puede dar mayores problemas.
"Nuestra vida no es un cuco y el celibto es antimarketinero"
Hay muchos a los que “el llamado” les llegó tarde. Alejandro Romero, un contador de 35 años de edad, es de Young y está en segundo de teología en el seminario. “Estuve siete años de novio, tenía mi casa, mi auto, laburo... Soy camionero, trabajé en un hotel, dando clase y como contador. Pero en un momento empezó la inquietud vocacional”, resume.
“Me parece que lo mío es ser cura”, se animó a decirle un día a su novia, “no te preocupes si no lo entendés porque yo tampoco lo entiendo”. Hoy tiene buena relación con ella. Con sus padres fue distinto: les contó 15 días antes de entrar al seminario: “Fue como una cisterna de agua fría que les tiré encima. Mi madre, que tiene mucha fe, lo entendió rapidísimo. A mi padre le costó mucho pero me dijo que me apoyaba”.
“Yo me enamoré de Jesucristo”, dice, “de grande me cuestioné para qué estaba, qué sentido tienen las cosas”. ¿Y el celibato? “Es parte del paquete”, responde, “estoy de acuerdo, está bueno. Al principio cuesta visualizarlo, pensar que nunca voy a tener un hijo, qué voy a hacer con la energía tan grande de la parte sexual; pero hay dos componentes: la maduración afectiva y la gracia de Dios, que te da la capacidad de comprender por qué renunciás a eso. Renunciás por algo mayor: tenés que vivir tu masculinidad naturalmente pero sabés que toda tu energía la volcás a las cosas de Dios”. Y agrega: “La vida que llevamos no es ningún cuco”.
Joaquín Diez, de 34 años, piensa parecido a Alejandro: “De afuera asusta el celibato, es antimarketinero; pero adentro de la Iglesia nosotros creemos que si Dios te llama, te da la gracia y la ayuda para poder vivirlo”. Este es el séptimo y último año suyo en el seminario. Es salteño pero viajó a Montevideo a hacer la facultad a los 18. Como ingeniero químico trabajó en la Universidad, donde también hizo una maestría e investigó sobre el hidrógeno verde
“Nunca pensé terminar acá, me encanta la ingeniería y los números, toda esa cosa de nerd. Pero en 2016 viajé a una jornada de jóvenes católicos en Polonia. Había tres millones de personas, estaba el Papa y ahí sentí que Dios me decía que me quería sacerdote”, relata.
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