En Uruguay hay 568 niños, niñas y adolescentes en condición de adoptabilidad que esperan por una familia. Del otro lado, aguardando por un niño al que criar, hay 193 familias -algunas son parejas y otras son personas solas- inscriptas en el Registro Único de Aspirantes (RUA), habilitadas para recibir a un niño en el hogar, dice Andrea Venosa, la directora general del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU).
La distancia entre una cifra y la otra es grande.
La preferencia de la mayoría de las familias está puesta en los más chicos. Ellos son los primeros en irse. Según los datos más recientes del INAU, hay 13 niños de cero a dos años en condiciones de adoptabilidad y todos ellos estarán con una familia en los próximos días, explica Venosa. Algo similar ocurrirá con los 28 niños en la franja de tres a cinco años, a los que rápidamente el INAU les asignará una familia que los reciba.
Quienes enfrentan la mayor desventaja son los niños más grandes y los adolescentes, que rara vez logran ser adoptados. Paradójicamente, ellos son quienes ya cuentan con la condición legal para ser adoptados. Hoy, en el sistema, hay 223 niños de entre siete y 11 años, y 287 de entre 12 y 17 años. “Ahí está el gran nudo crítico”, apunta la directora.
Muchos de ellos ingresan al INAU ya siendo grandes y terminan derivados a los distintos hogares 24 horas, de acuerdo a su edad.
Hay otros factores que inciden en esta situación. La directora plantea que hay grupos de hermanos que la institución no quiere separar, mientras que hay pocas familias que puedan enfrentar la crianza de varios niños a la vez.
En el proceso de adoptabilidad hay dos tiempos que confluyen distinto. Por un lado, están los bebés de hasta 2 años y los niños más pequeños, que prácticamente no esperan: el sistema está pensado para que pasen el menor tiempo posible en los hogares del INAU.
De hecho, cuando un bebé de pocos meses ingresa, en cuestión de días ya comienza un proceso de integración con una familia. Esto explica que, según información a la que accedió El País, entre 2001 y setiembre de 2025, el 63,8% de los niños adoptados correspondan a las franjas de cero a dos años.
Por otro lado, está el tiempo de los adultos, ellos son quienes realmente esperan. Esperan, primero, para quedar habilitados en el registro y luego hasta que la institución encuentra un niño cuya historia y necesidades se ajusten al perfil que declararon poder sostener.
Ingresar a ese registro no es sencillo. El proceso lleva años y exige atravesar entrevistas, visitas domiciliarias y talleres destinados a preparar a parejas y personas solteras para el desafío de la adopción. Pero, como advierten quienes ya lo transitaron, esa preparación nunca alcanza del todo. “Por más talleres que hagas o respuestas que tengas, nunca estás lo suficientemente listo. Siempre hay algo que te sorprende”, confiesa un padre que adoptó a una niña hace dos años.
En este informe se recogen las historias de tres familias que, pese a los años y los trámites, lograron llegar a la adopción. Una pareja joven de 30 años que cría a dos hermanos pequeños. Un hombre soltero de 38 años que decidió emprender el camino de la paternidad. Y un matrimonio cincuentón, con años de casados, que terminó adoptando a un adolescente de 17 años.
A través de sus relatos aparecen los desafíos de este modo de construir familia, las críticas al sistema y, sobre todo, la alegría inmensa que encierra la primera vez que los llamaron “mamá” o “papá”.
Dos hermanos
En diciembre de 2018, cuando Florencia Cremonese cumplió 25 años -la edad mínima para iniciar un proceso de adopción en Uruguay-, ella y Bruno Apolinario dieron el primer paso. No fue una decisión improvisada: la venían conversando hacía tiempo y ambos coincidían en que querían formar una familia a través de la adopción. “El deseo estaba claro. Sabíamos que el camino era largo, pero lo asumimos desde el inicio”, recuerda Bruno.
La primera entrevista en el INAU fue en marzo de 2019 y entregaron toda la documentación: partidas de nacimiento, comprobantes laborales, certificados de salud, antecedentes judiciales y hasta un testimonio notarial que acreditaba su unión libre. “El papeleo parece interminable, pero también es una forma de ponerte a pensar en lo que estás eligiendo”, dice Florencia.
Ese mismo año comenzaron las entrevistas con trabajadores sociales y psicólogos. Después vinieron los talleres, que se extendieron durante 2020, en plena pandemia. “Fue difícil, porque sentíamos que todo se ralentizaba, pero también aprovechamos ese tiempo para hablar mucho entre nosotros, reafirmar la decisión y prepararnos”, agrega Bruno.
En agosto de 2021 ingresaron al RUA. Esa notificación, que para muchos es un alivio, les trajo una mezcla de calma y ansiedad: ya estaban oficialmente habilitados, pero la espera podría extenderse por años. “Uno no sabe cuándo va a sonar el teléfono. Es un ejercicio de paciencia, porque todo depende de los procesos, de las historias de los niños, de los tiempos judiciales”, plantea Florencia.
La llamada llegó en abril de 2022. El INAU les presentó la historia de dos hermanos: una bebé de tres meses y un niño de 16 meses. “Fue un torbellino de emociones. Nos imaginábamos una llamada, pero nunca pensamos que iban a ser dos niños y tan chiquitos”, relata Bruno, porque en su solicitud priorizaron a niños algo más mayores. La noticia los movilizó de inmediato, se tomaron quince minutos para dar el sí. Hay familias que esperan unos días para bajar a tierra la idea, pero lo de ellos fue rápido.
El 26 de abril de ese año conocieron a los hermanos. “La primera vez que los vimos fue muy fuerte. No hay manual para ese momento. Te preparás durante años, pero la realidad siempre te desborda”, dice Bruno. La integración fue más veloz de lo previsto: primero el varón pasó a vivir con ellos y unos días después llegó la hermana, tras recibir el alta de un cuadro de infección respiratoria. “Fue como un terremoto hermoso: de un día para el otro dejamos de ser dos para ser cuatro”, dice Florencia.
El primer año estuvo marcado por la adaptación y por el seguimiento por parte de la dupla técnica que los visitaba regularmente para evaluar el proceso. Además, pasaron por instancias de revinculación con la familia de origen de los niños, una etapa que resultó difícil. “Fue complejo, porque los chicos venían de una situación de mucha vulnerabilidad. Intentamos acompañarlos, pero no fue algo positivo para ellos. Finalmente eso se suspendió”, cuenta Florencia.
Mientras tanto, en la casa todo se transformaba. Las rutinas cambiaron por completo: noches interrumpidas, pañales, mamaderas, juegos y un aprendizaje diario de la vida en familia. “Lo más desafiante fue entender que la adopción no borra la historia anterior, que los niños traen consigo sus marcas, aunque sean tan pequeños”, reflexiona esta madre.
Recién a mediados de 2025 lograron el cambio legal de apellidos, cerrando así el proceso judicial de adopción plena. Esa firma, que parece un trámite, tuvo para ellos un peso simbólico enorme. “Fue como ponerle el broche final a algo que ya sentíamos desde el primer día. Ver nuestros apellidos en sus documentos fue confirmar lo que ya sabíamos: que somos una familia”, dice Bruno.
Hoy, cuando miran hacia atrás, no niegan las dificultades. Pero también insisten en que todo valió la pena. Así lo explica Florencia: “La adopción no es un acto de caridad, es un compromiso. Es elegir ser padres de niños que ya vivieron situaciones duras. Y cuando ves cómo sonríen, cómo juegan, cómo se sienten seguros, entendés que cada papel, cada entrevista, cada espera, tuvo sentido”.
Padre soltero
El primer recuerdo que Pablo Maytia tiene en relación a un proceso de adopción no es propio. Fue hace muchos años, cuando los familiares de una ex pareja iniciaron el proceso y recibieron a un niño de tres años. “Ese fue mi primer contacto. Algo quedó ahí”, dice. Con el tiempo, esa idea que parecía lejana empezó a instalarse como posibilidad real: “Un día me dije, che, me re gustaría adoptar”.
Esta decisión la conversó con su familia, que lo apoyó desde el primer momento. Después se informó y, en 2019, dio el primer paso con una entrevista. Lo que siguió fue un camino largo, papeles, certificados y una carta en la que debía explicar por qué quería ser padre. Esa carta lo frenó durante un año entero. “Es tremendo, porque te interpela un montón. Terminé escribiendo sobre mi infancia, sobre los recuerdos hermosos que tenía, y sobre algo simple: tenía amor para dar y había niños que lo necesitaban”.
En abril de 2020, en plena pandemia, quedó formalmente inscripto. De ahí en más, comenzó un recorrido de cuatro años que incluyó talleres, entrevistas, evaluaciones y largas esperas. No fue un proceso que él viviera con ansiedad; al contrario, defiende los tiempos. “Para mí está perfecto. Es necesario, porque uno va reconfirmando constantemente que quiere adoptar. Te preparás para acompañar a un niño o niña con una historia propia, con derechos ya vulnerados”, dice Pablo.
El registro, las evaluaciones y las entrevistas ocuparon casi dos años. Y en 2022 quedó oficialmente en la lista de familias adoptantes. “Desde que empieza el proceso aprendés que los niños no esperan; los que esperan son los adultos”, apunta. Para él es imponente transmitir que en los hechos no se da como las personas desde fuera lo piensan. “La gente cree que hay miles de niños esperando en los hogares, pero no es así. Cuando ingresan, el INAU busca rápidamente una familia. Lo que se demora es todo lo que hacemos los adultos.”
En julio de 2024, el teléfono sonó y de ahí en más hubo un antes y después. “Me dijeron: tenemos una historia. ¿Podés venir en cinco días?”. La ansiedad se mezcló con la alegría. “Fue muy loco. Empecé a llamar a amigas que ya eran madres, a conocidas que habían adoptado. Necesitaba tips, apoyo, hablar. Tomé notas de todo”, recuerda.
La historia que le presentaron era la de una niña de dos años, que hoy es la pequeña que lo llama “papá”. Fue la única propuesta que recibió, y resultó ser la definitiva.
El 2 de agosto de 2024, su hija llegó a casa. “Entró calladita, con la mirada perdida. En las fotos de esos primeros días se ve clarísimo: la sonrisa era apenas un gesto. Hoy, un año después, es otra niña. La expresión en el rostro cambió radicalmente, está llena de alegría. Es un viaje increíble”.
El proceso judicial para que lleve su apellido aún no terminó. Hasta ahora, comparte la tutoría con el INAU y todavía no puede sacarla del país sin autorización. “Ella ya sabe su nombre completo y sabe que es adoptada. Y yo quiero que conozca su historia, que sepa de dónde viene. Es su derecho”, dice Pablo.
Pablo no romantiza la adopción. Reconoce la dureza del sistema y sus falencias, pero también la fuerza de las madres biológicas que, por distintas razones, deciden dar a sus hijos en adopción. “La mayoría no lo hace por falta de amor, sino porque no pueden sostenerlos, porque no tienen recursos, porque saben que lo que les pueden dar es muy poco. Hay que sacar ese estigma de que son madres malas”.
En junio su hija cumplió tres años. Un mes después, padre e hija celebraron su primer año de familia. “La necesidad de amor y de familia es básica, pero no está dada para todos. Y cuando ves a tu hija sonreír después de tanto dolor, entendés que lo que empezó como un deseo personal se transforma en algo mucho más grande: una nueva vida que empieza de nuevo”.
Vinculación con la familia de origen y plazos judiciales
Cuando un recién nacido queda en situación de adoptabilidad, la normativa establece un plazo de 45 días para resolver su situación. Durante ese período, el INAU debe trabajar junto a los equipos técnicos para determinar si existe algún familiar biológico que pueda asumir la crianza. Solo en caso de no encontrar referentes adecuados, el niño es integrado de forma provisoria a una familia inscripta en el Registro Único de Aspirantes.
En esta etapa inicial pueden darse casos excepcionales en los que la madre biológica u otro familiar reclame al bebé. Frente a esa situación es un juez de familia quien determina si el niño permanece con la madre o si continúa adelante con el proceso de adopción. La familia de origen puede reclamar vincularse con el niño y en muchos casos los jueces fijan un régimen de visitas.
Llegar en la adolescencia
Patricia Márquez recuerda con precisión el día en que su hijo de entonces 14 años llegó a su casa y ya no se fue más. Era junio de 2023, un miércoles frío. Había pasado meses visitándolos los fines de semana, en lo que el sistema llama “licencias”: permisos temporales que permiten a los niños del INAU compartir unos días con familias. Pero esa tarde fue distinta. Patricia le preguntó si quería mudarse con ella y con su esposo. Y el adolescente dijo que sí. “Ese día me pidió si podía llamarme mamá. Y desde entonces lo soy”, recuerda.
Su hijo tiene 17 años y cumplirá 18 en abril de 2026. Su madre biológica murió cuando era bebé, y los primeros años los vivió con su padre, ya fallecido.
Ingresó a un hogar de INAU con 11 años junto a su hermana, dos años mayor, y vivió allí hasta que conoció a Patricia. La conexión fue inmediata. “Lo mío con él fue un flechazo. Lo de mi marido fue más lento, una construcción, pero hoy ya tienen sus códigos, sus cosas”, cuenta.
La relación comenzó casi por casualidad. Patricia conoció en su trabajo a la adolescente, que realizaba una pasantía en un programa de inserción laboral. La joven le confesó su preocupación por su hermano, que estaba en un hogar.
Patricia decidió invitarlos a comer. Esa primera salida terminó con un pedido inesperado: “Me quiero quedar con vos”. Patricia fingió no escucharlo, pero aquella frase le quedó retumbando. A las dos semanas ya le habían permitido a su futuro hijo quedarse una noche en su casa. En pocos meses, los permisos se convirtieron en rutina, hasta que finalmente se mudó con ellos.
Lo inusual de esta historia es que casi no existen adopciones de adolescentes en Uruguay. Según le explicaron a Patricia en el propio INAU, el caso de su hijo es apenas el segundo en varias décadas. La mayoría de las adopciones se concretan con niños pequeños, de hasta cuatro o cinco años.
El proceso legal comenzó con un convenio de “familia por afinidad”, que les dio la tenencia temporal. Pero este mes la justicia resolvió darles la condición de adoptabilidad, lo que abre el camino a la adopción plena: cambio de apellidos, nueva partida de nacimiento y todos los derechos de un hijo legítimo. “Fue rapidísimo. Entró solo a la audiencia, habló con la jueza, y en veinte minutos nos dieron el papel. No había otra lectura: él estaba feliz”.
Desde que vive con Patricia y su esposo, la vida del adolescente cambió radicalmente. Juega en la liga universitaria de fútbol y tiene una red de amigos. “Engordó 15 kilos, creció más de 20 centímetros. Si ves fotos de hace dos años, no lo podes creer. Es otro niño”, dice Patricia.
Su hermana, que hoy tiene 20 años, también mantiene un vínculo cercano con Patricia y su esposo. Vive sola, pero pasa los fines de semana con ellos y también la llama “mamá”. La diferencia es que, al ser mayor de edad, no puede ser adoptada. “Con ella veremos más adelante un trámite para cambiar los apellidos”.
Patricia y su esposo no tenían hijos. Nunca estuvo en sus planes. “Siempre lo íbamos pateando para adelante, y un día nos dimos cuenta que en realidad no era prioridad. Nuestro hijo apareció como por arte de magia, no lo buscamos”.
Hoy, a los 51 años, Patricia reconoce que criar a un adolescente que ya viene con sus costumbres, traumas y cicatrices no es fácil. Pero asegura que el amor puede con todo. “El cariño y los valores no se forman solo cuando es bebé. Se puede construir a cualquier edad. Y mi hijo tiene toda la vida por delante”.
Se adoptan más niños: casi tres veces más desde 2001
Según explica la directora general del INAU, Andrea Venosa, el número de niños con condición de adoptabilidad se mantiene estable en el tiempo, mientras que la cantidad de adoptados sí aumentó. De 2001 a lo que va de 2025 fueron dados en adopción 2.071 niños, niñas y adolescentes. Además, a partir de 2021 se concretaron 45 integraciones mediante el articulado de la Ley de Urgente Consideración (LUC). En total, suman 2.116 adopciones.
El registro de adopciones muestra un aumento sostenido a lo largo de los años, en especial a partir de 2018. Antes de esta fecha, el promedio de adopciones rondaba los 67 niños por año. Pero a partir de 2018, las adopciones están por encima del centenar, siendo el promedio de 120 niños por año.
A modo comparativo, en 2001 fueron adoptados 45 niños mientras que en 2024, 141. El año con más adopciones fue 2023, con un total de 154 mediante el INAU, y subiendo a 165 si se suman las 11 integraciones a través del proceso judicial que habilita la LUC.
El mayor desafío sigue siendo la integración de adolescentes, los menos deseados por las familias. “Ahí se tranca el sistema. Con bebés, la integración suele ser inmediata. Con adolescentes, muchas veces se quedan en hogares hasta su mayoría de edad”, dice Venosa.
La directora general de INAU también cuestionó los cambios introducidos por la LUC, que permite a los jueces otorgar adopciones sin intervención del organismo. “Para nosotros es un grave riesgo, porque se pierde la evaluación técnica y eso abre la puerta a situaciones irregulares. Ya lo hemos planteado a la bancada de diputados”, advierte.
En paralelo, el organismo mantiene programas de “familias de acogimiento” y “familias amigas”, que ofrecen cuidados transitorios. Sin embargo, casi no existen familias dispuestas a recibir adolescentes.
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