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El adiós del GACH

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HEBERT GATTO
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El cese de actividades del Grupo Asesor Científico Honorario supuso, por su forma, una relativa sorpresa para los uruguayos. Lo imaginábamos menos abrupto.

Por más que no ignoráramos que el GACH fue un grupo científico cuya función no era la de decidir sobre las políticas para combatir la pandemia sino aportar recomendaciones basadas en conocimientos altamente especializados. Y por tanto no dudáramos, o no debiéramos hacerlo, que su creación nunca tuvo por finalidad sustituir al gobierno en este tema.

Ello sin perjuicio que hacer, resolver y disponer por un lado y aconsejar, sugerir o informar sobre posibles cursos de acción por otro, constituyan actividades conexas. O más bien, se trate de dos momentos sucesivos, a veces separados en el tiempo, ocupados por una misma o por diferentes personas, en el proceso de actuar.

Aun así, no debe creerse que el GACH fuese una creación circunstancial, un grupo informe de cientistas que decidieron “motu proprio” y sin cuidar las formas, colaborar con el gobierno. Se trató de un equipo que bajo la dirección de un selecto trío de científicos reunió cincuenta y ocho especialistas de distintas profesiones (médicos, epidemiólogos, infectólogos, virólogos, estadísticos, matemáticos, intensivistas, informáticos, etc.) e integrándolos en diferentes subgrupos funcionales, los comprometió a colaborar en un complejo emprendimiento.

Conjunción en la que no faltaba una secretaría técnica, y un grupo político intermediario, integrado por la tríada Alfie-Baroni-Odizzio, encargados del nexo con la Presidencia de la República.

Un conjunto de cerebros que agrupados y vinculados con proyectos e instituciones científicas o paracientíficas creadas en los últimos sesenta años de la historia del país como el Conicit (1960), el Pedeciba (1986), la Ley N° 18.084 (Gabinete Ministerial Innovador, la ANII, el Instituto Pasteur y el Cudim del 2010, constituían un estimable entramado de saberes ya existentes. Sin omitir el decisivo aporte de la Udelar sin cuya colaboración las anteriores instituciones no hubieran sido factibles.

Es por eso que la disolución del GACH, un logro equiparable -en la historia social e institucional del país- con el valioso antecedente de la CIDE, desprolijamente anunciada, no puede alegrar. No la sustituye una retórica hinchada ni futuros homenajes para el granito.

Ello no supone desconocer que hombres e instituciones se fatigan, que nadie puede ser honorario por siempre, que la indiferencia hiere la constancia, que cuando se trata de colaborar con el oficialismo las ideologías cuentan y que tanta gente unida en un proyecto único, termina por autogenerar discordias. Quien no lo crea que relea “La Peste” de Camus.

Desde la oposición, impenetrable y estólida desde el inicio de la pandemia, como si el sentir de la sociedad le fuera ajeno, se proclamó rotundamente que este insípido final es culpa del gobierno. Yo creo que este alejamiento existió, aunque no con la amplitud que el Frente Amplio denuncia y que el propio GACH no avala. Acertada o equivocadamente la movilidad social fue mayor de la que este pretendió y no siempre es posible responsabilizar de ello a poblaciones que si en ocasiones deciden, en otras se equivocan o necesitan indicaciones (u órdenes) desde arriba.

Sin embargo, más allá de lo circunstancial, importa no olvidar que este desencuentro no es usual, surge entre ciencia y política. Una tensión en dos órdenes fundamentales de la práctica humana que desde Platón nadie ha podido resolver adecuadamente. Y que obviamente excede la mera pragmática entre hacer y aconsejar.

La ciencia es una actividad fundada en la racionalidad, tendiente, solo tendiente, a conocer objetivamente lo que nos rodea, incluyéndonos a nosotros mismos de un modo empíricamente comprobable, sujeto a generalizaciones que conectan sin contradicciones diversos saberes, por naturaleza, siempre revisables. Necesariamente sujeta a prueba, refutaciones y formulaciones que admitan revisión, que puedan ser contrastadas.

La técnica es la aplicación al mundo (siempre incluyéndonos), de los instrumentos de ese saber. Por su lado la política es la actividad que tiene por objeto la construcción de la convivencia humana organizada. Aquí, ante la emergencia biológica, no se trataba de aconsejar en materias contingentes. Con consecuencias relativas. Aquí el tema es subsistir individual y socialmente. Un desafío que hace del informe y el consejo especializado un insumo fundamental. Mucho más decisivo que en otras áreas.

Sin embargo, no por ello es un mandato insuperable. Quien adopta decisiones públicas no puede nunca eludir la moral, decidir que es mejor o peor, descartar o aceptar valores, estimar desde el ángulo de los principios y las máximas el camino a adoptar. Resoluciones que tomará según el tipo de ética que informa su actitud. Aquella que el pueblo eligió cuando lo escogió. Por eso, en ese contexto, el rol del GACH, nunca fue sencillo.

Siempre la moral regula, antecede y precede a la ciencia. Si no es así se cae en el cientificismo, la creencia que el único conocimiento válido, para decidir una conducta es el proporcionado por esta última. Seguida de la afirmación -especialmente en las ciencias duras- que todas las incógnitas admiten resolución y por ende son los especialistas quienes deben plantear y resolver los problemas sociales.

Es este cientificismo el que ganó a una parte de nuestra sociedad, particularmente a la oposición partidaria, que se negó a cualquier apartamiento de la palabra de la ciencia. Probablemente porque sus antecedentes ideológicos, marxismo mediante, la condicionaron a esta solución. Se trata de un error profundo que confunde moral social y política con ciencia y conduce, como ya sucedió, al totalitarismo.

El GACH requiere ser celebrado por lo que fue: un excelente intento de integrar el conocimiento científico en la construcción de los caminos políticos más adecuados para los uruguayos. Una vía que durante mucho tiempo el país no consideró.

Despedirlo sin más, sin atesorar lo que dejó es un mal antecedente. Sin embargo endiosarlo supone desconocer el derecho humano a elegir, la insuperable base ética de la Democracia.

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