Doce empanadas pueden salir muy caras. Depende de quién las paga, o, en su defecto, de quién las denuncie. A Ricardo Darín, con lo que representa ese nombre, 48.000 pesos argentinos, $ 1.740 uruguayos, no le van a mover la aguja de su billetera. Sí quedó claro que sus declaraciones en la Mesa de Mirtha Legrand no fueron gratis. La reacción del ministro de Economía argentino, Luis Caputo, dejó entrever la violencia que puede generar un comentario que el reconocido actor hizo más por el resto que por sí mismo. “Se quiso hacer el nacional y popular y dijo una estupidez”, arremetió contra él el hombre de Javier Milei.
Claro que para comprarse un auto no hay que comprar un Porsche, hay empanadas y empanadas. No es lo mismo la chiclosa recalentada que la casera. Pero ridiculizar un ejemplo para sacarle el foco a la queja del actor tampoco parece una solución, de hecho, puede ser peligroso. En Argentina, como en buena parte del mundo, los artistas se han vuelto interlocutores sociales de un peso insoslayable. Quizá no por voluntad propia, pero sí por la magnitud de sus voces. En los últimos meses, declaraciones —y silencios— de figuras como Ricardo Darín, Emilia Mernes o Lali Espósito provocaron un terremoto mediático que dejó al desnudo algo más profundo: la incomodidad del arte con la política, y la peligrosa ilusión de que mantenerse al margen es mantenerse a salvo.
¿A los artistas les exigimos el mero entretenimiento o hacer la escuela de formadores de opinión? Creo que no basta con que los artistas tengan talento o fama. Tampoco es que sus papilas gustativas sean de otra casta, pero seguro hay más ojos sobre sus gargantas. A Mernes le costó más caro no decir cuánto costaron sus empanadas y fue una de las más criticadas en su momento. En una entrevista demostró su incomodidad ante la pregunta sobre la crisis que atravesaba su país y enseguida dejó de mirar a la periodista. “No vamos a hablar de política”, fueron las palabras de un presunto representante. Y ese matiz entre hablar y callar es donde se libran hoy muchas de las batallas simbólicas del arte contemporáneo. Lali es una de las no calla, ha salido al cruce desde la campaña presidencial de Milei. En este caso la “rivalidad” se ha vuelto más personal. La artista que incluso dedicó la canción Fanático.
Si bien este choque entre política y cultura no es nuevo, en tiempos de redes sociales y liderazgos que se alimentan del enfrentamiento permanente, el precio de opinar se ha vuelto más alto. A la vez, el costo de callar también ha crecido, con lo que antes se compraban seis empanadas, se compran dos o tres. Además de ganarse el mote de “tibio”. Porque en medio de una crisis, cuando las decisiones gubernamentales afectan la vida diaria de millones, el silencio de los referentes —aunque sea comprensible— también tiene un peso simbólico. ¿Siempre debe sacrificarse el fuerte por los más hambrientos?
Y Uruguay, ¿qué hace con sus artistas, sus voces públicas, su cultura crítica? En muchos sentidos, se mantiene una tradición de artistas comprometidos: Jorge Drexler, Eduardo Galeano, César Troncoso, entre tantos, han alzado la voz cuando lo consideraron necesario, aún sabiendo que podrían incomodar. Sin embargo, también se siente el peso de la autocensura, del temor a ser reducidos a un titular —cuestión que también hay que evaluar como periodistas—.
¿Hasta qué punto nuestras figuras culturales uruguayas se sienten libres para opinar? ¿Y cuántas veces la aparente neutralidad no es sino un modo de protegerse en un entorno donde todo puede ser usado en contra? “Meterte en política es inevitable porque si no te metés estás haciendo política”, dijo días atrás Troncoso. Una réplica barrocosa de la milenaria frase “el que calla otorga”.
La región vive una época de grietas profundas, donde la política se vive como una hinchada y el matiz decanta debilidad. Mayo trajo un episodio de similares características ¿los jugadores de fútbol deben salir a la cancha con manifestaciones de los desaparecidos o no? En Uruguay, por ahora, no vivimos el mismo nivel de confrontación que Argentina, pero tampoco estamos inmunes. Basta mirar el uso de redes, las respuestas a las críticas, las polémicas en los medios. El riesgo no es que los artistas hablen: es que dejen de hacerlo. O peor, que crean que no tienen nada que decir. Porque el arte siempre ha sido —y debe seguir siendo— un espejo, a veces incómodo, de nuestra realidad.
Esto no quiere decir que todas las empanadas estén aptas para comer, de hecho, la mayoría no hay que comerlas sin antes chequear el relleno; tampoco todas las empanadas merecen romper el ayuno. Al final, la decisión de hablar o callar es personal. Pero el contexto importa. Porque si figuras con millones de seguidores callan por miedo, ¿qué queda para el ciudadano de a pie? Y si la cultura renuncia a su rol de conciencia crítica, ¿quién llenará ese vacío?
Uruguay debe mirar con atención lo que ocurre del otro lado del Río de la Plata. No por un afán de imitación, sino por una responsabilidad compartida: proteger el derecho a decir, a disentir, a ser incómodo, pedir de verdura, de choclo y de pollo. Porque como dijo una vez Benedetti: “Cuando los odios andan sueltos, uno ama en defensa propia”. Tal vez hoy (y ojalá), levantar la voz —aunque sea en forma de canción— cuestione el costo de las empanadas y al final, salgan más baratas.