Como era previsible, en la reunión del 7 de octubre, el Comité de Política Monetaria (Copom) resolvió una nueva reducción en la Tasa de Política Monetaria (TPM) de 50 puntos básicos, llevándola al 8,25%.
La medida se justifica en una inflación controlada (4,25% interanual a setiembre) con una inflación subyacente a la baja (4,9%). También se sustenta en una sensible reducción de la inflación esperada por analistas económicos, financieros, y por los empresarios —principales protagonistas en su rol de fijadores de precios—, quienes por primera vez ingresaron en el rango de tolerancia al pronosticar una inflación de 5,5% para los próximos 24 meses.
Tras más de un año de rigidez en las expectativas, habría llegado el ansiado shock de credibilidad, pues la percepción de los agentes convergió aceleradamente a la meta de 4,5%. Este elemento clave sienta las bases para que pueda continuar procesándose la reducción en la TPM hasta alcanzar una zona de neutralidad, tal como expresa explícitamente el Copom en su comunicado. El presidente del BCU, incluso dejó entrever que podría reducirse la meta, en línea con los restantes países de la región donde la inflación objetivo ronda el 3%.
Que la inflación esté bajo control no implica que el BCU deba dormirse en los laureles. La realidad siembre cambiante sugiere el monitoreo continuo y estricto del nivel de actividad y del sector externo, donde cualquier shock podría llevar a una reversión de la política. Mientras tanto, el presente contexto de estabilidad de precios es propicio para abordar otros aspectos relevantes en aras de ir a lo que podríamos denominar, una política monetaria 2.0.
Uno de ellos tiene que ver con la desdolarización. Es evidente que dicho proceso ensancharía el canal de transmisión, dando lugar a una mayor efectividad de la política monetaria. Si bien una inflación reducida sería suficiente motivo para confiar en el peso uruguayo, lo cierto es que aún predomina la dolarización en los ahorros y en parte de las transacciones entre residentes. Quiere decir que hay un fenómeno de inercia cultural en el accionar de los agentes que es necesario abatir mediante políticas activas de señalización y/o incentivos. El BCU ha venido trabajando en este tema, y a juzgar por recientes declaraciones de Tolosa cabe esperar nuevas medidas. Entre los incentivos (o desincentivos, según como se vea) estaría aumentar el costo relativo de los préstamos en dólares a empresas cuyo giro pertenezca al sector no transable, en tanto que el proyecto de ley de Presupuesto incluye la eliminación de incentivos fiscales para inversiones en el exterior. Entre las políticas de señalización, figura la posible obligatoriedad de la denominación de precios dual en dólares y en pesos; o la introducción de un consentimiento expreso en la apertura de cuentas en dólares sobre los riesgos de pérdidas cuantiosas en el poder adquisitivo.
Otro tema relevante tiene que ver con el déficit cuasifiscal, que se explica por los intereses pagados por las Letras de Regulación Monetaria (LRM). Mucho se habla —y con justa preocupación— del déficit del sector público no monetario atribuible al gobierno central y BPS (mitigado levemente por el superávit de las empresas públicas) que supera el 3% del PIB. Pero el déficit fiscal global es del orden del 4%. La diferencia es precisamente el déficit del BCU próximo al 1%. Vale decir, la cuarta parte del déficit fiscal global se atribuye al pago de intereses de las LRM.
El gráfico siguiente muestra que el déficit cuasifiscal sobre el PIB tuvo una tendencia alcista en los últimos diez años, a excepción de los períodos 2019-20 y 2022-23.
La variación en el flujo de intereses pagados puede darse por efecto cantidad —variación en el stock de deuda— o por efecto precio —variación en la tasa de interés—. El gráfico 4 muestra la descomposición de estos dos factores. La caída del déficit en 2019-20 se explica por la acción combinada de reducción en el stock de LRM y reducción de la tasa de interés promedio, en línea con la política monetaria expansiva implementada en tiempos de COVID. En 2022, mientras tanto, lo que primó fue la reducción del stock durante el primer semestre que más que compensó el aumento de la tasa (alza en la TPM para combatir la inflación), la cual luego se redujo en 2023 (baja en la TPM cuando la inflación comenzó a ceder).
El circulante de LRM aumentó más de 70% en seis años. Las LRM son la principal cuenta del pasivo del BCU; casi triplican la base monetaria y cuadruplican la emisión en poder del público. Para abatir el déficit cuasifiscal obviamente no se puede amortizar el stock al vencimiento, pues ello implicaría cuadruplicar el dinero circulante con el consecuente desastre inflacionario.
¿Cómo desarmar entonces la posición de LRM? Una forma sería transferir el grueso de dicha deuda al gobierno central (como se practicó en Argentina durante 2024), en el entendido de que las LRM no están cumpliendo la función de regulación monetaria. Prueba de ello es que las colocaciones/amortizaciones intra mensuales e intra anuales para acompasar la estacionalidad de la demanda de dinero apenas llegan al 7% del stock en el mayor de los casos. Así, no correspondería asociar a las LRM con deuda del sector público monetario, donde además los instrumentos emitidos para regular la cantidad de dinero deberían ser de corto plazo. De hecho, hasta hace poco se emitían LRM con plazo de hasta 2 años. El BCU fue depurando esta anomalía, y el porcentaje de LRM circulante con vencimiento a 30 y 90 días pasó de representar el 40% en 2019 a 73% en la actualidad; en tanto que se redujo a la mitad el porcentaje con vencimiento a 360 días y directamente dejaron de circular las LRM con vencimiento a 720 días.
De aplicarse esta medida, la contrapartida de la reducción de este pasivo del BCU sería una reducción de los activos de reserva dados en pago al gobierno central, lo cual teóricamente sería posible, en la medida que la posición neta en moneda extranjera del BCU alcanza a cubrir las LRM emitidas al tipo de cambio de mercado (dejemos a un lado el hecho de que en cualquier escenario, el BCU debe tener un colchón mínimo de reservas que confiera previsibilidad cambiaria y contemple cualquier imprevisto). Por el lado del gobierno central, la contrapartida del aumento en el activo (reservas transferidas del BCU) sería un aumento del pasivo (deuda pública por transferencia de LRM). El problema es que la regla fiscal propuesta en la exposición de motivos del Presupuesto fija un nivel de “deuda neta prudente” del 65% del PIB con un límite de 85%, considerando a tales efectos únicamente al gobierno central y BPS (es decir, no incluye la deuda del BCU). Actualmente está en 58% y el gobierno prevé que crezca a 63% en 2029. El circulante de LRM representa 12% del PIB. Con lo cual, la opción de que el gobierno central reconozca la deuda del BCU a los efectos prácticos está descartada.
La mejor solución, desde luego, sería lograr directamente un superávit fiscal que permita retirar pesos de la plaza mediante recaudación neta de impuestos, de suerte tal que dicha absorción pueda ser compensada por la amortización neta de LRM. Huelga decir que esto tampoco figura en el menú.
Por tanto, para bajar el déficit cuasifiscal no queda otra que lograr una combinación de mayor demanda de dinero que permita absorber la amortización de LRM, y menor tasa de interés. Para lograr lo primero se requiere un crecimiento económico más robusto que el actual (también contribuiría la desdolarización que promueve el BCU). Para lo segundo, es menester continuar con la reducción de la TPM que incida en una menor tasa de corte de las LRM. Por eso es crucial que, tanto la inflación presente como esperada, sigan estando a raya.
- Ec. Marcelo Sibille, gerente senior del área de asesoramiento económico y financiero de KPMG en Uruguay.