En el escenario, Paulina Viroga parece hecha de movimiento. Su voz atraviesa idiomas, cambia de forma, encuentra su hogar en cada ritmo. Canta en portugués, español e inglés con la misma naturalidad con la que se desliza entre compases: a veces es bossa nova; otras, forró, pop o neo-soul. Su cuarto disco, Semilla Eléctrica, es la síntesis de todo eso, una geografía musical que condensa su historia de fronteras, viajes y búsquedas. “Este disco soy yo mezclando todo lo que soy, sin prejuicios y sin estructura”, dice con la convicción de quien se armó su propio mapa a fuerza de ensayo y error.
Nació en Melo, en el límite difuso donde el portugués se mezcla con el español y las costumbres saltan de un lado al otro. “Siempre viví en la frontera, también en Río Branco y en Rivera”, cuenta. En ese paisaje aprendió que los bordes no son líneas, sino lugares de encuentro. En su caso, ese mestizaje se volvió identidad artística: una creadora trilingüe, movediza, capaz de transitar entre géneros.
De la danza a la voz
Antes de cantar, Paulina bailó. Su primera conexión con el arte fue el movimiento. “Fui una niña que amaba bailar. Mi madre me llevó a clases de danza contemporánea a los 6 años. De hecho, ella cuenta que la primera vez que estuve en un escenario dije: ‘Es acá, mamá, donde quiero estar’”. Desde entonces entendió que el baile le despertaba algo profundo. Ese descubrimiento fue una epifanía, la música no era solo fondo, era cuerpo, energía viva.
A los 13 años empezó a grabarse con un pequeño reproductor casero, registraba canciones de la radio y luego cantaba encima. Así se escuchó por primera vez, y le gustó cómo sonaba su voz. “Desde ahí entendí que podía cantar y empecé a compartir ese juego con otros. Como me mudé mucho de chica, siempre estaba en un lugar nuevo, y a esa edad eso te desarraiga un montón”, cuenta quien desde temprano también encontró en ese juego un refugio.
Su primera banda llegó a los 18. Hacían reggae y bossa nova, y todo en esa etapa era descubrimiento. Después vino Montevideo, la universidad —se licenció en Ciencias de la Comunicación— y una nueva banda, donde el candombe empezó a filtrarse. “No tenía ni idea del oficio de grabar profesionalmente. Era muy chica. Pero siempre sentí que la grabación tenía un peso enorme en mi camino”, dice. Así nació Almar, su primer disco, en 2016. Era el inicio de una obra que desde entonces no paró de crecer.
A los 24 años, después de recibirse y atravesar una ruptura, decidió irse lejos. “Sentía la necesidad de sacar esa raíz. Me había licenciado, pero sentía que no era lo que quería hacer. Estaba triste”, cuenta. Se fue con una guitarra y una mochila, sin certezas.
En Melbourne encontró lo inesperado: el forró, música típica del nordeste brasileño. Fue invitada a formar un grupo con el cual viajó por Australia y Europa. “Ya lo había escuchado, pero nunca había profundizado. Me explotó la cabeza. Venía de la bossa nova, más suave, más de ciudad, y de repente el forró era raíz, tierra, fuerza. Me transformó”, dice Paulina.
Ese descubrimiento marcó un antes y un después. Desde entonces mantuvo un proyecto paralelo con este género. Al regresar se instaló en Maldonado, donde formó el trío Takipá, con el que siguió explorando esa energía de baile y comunión. “No puedo vivir sin tener un proyecto de forró. Me da una energía que me fascina”, dice. Antes de eso, aún en Australia, vivió momentos que la llevaron de la más sana alegría hasta la más profunda tristeza. Fueron, cuenta, dos años de aprendizajes y autoconocimiento.
“Siento que podría escribir un libro sobre todo lo que viví allá. Era muy chica y me di la cabeza contra todo. Hubo un momento en que la pasé muy mal, toqué fondo, fue como el lado oscuro del alma, pero la música siempre me ayudó a sobrevivir”, relata. De esa etapa salieron canciones como “Diamante seductor”, que integraría Renacer, su segundo disco.
“Ya fui juzgada por esa canción, pero en realidad lo que estaba haciendo cuando la escribí era mimarme, darme el amor que nadie podía darme en ese momento”, contextualiza. También en temas como “Para transformar”, Paulina da cuenta de una etapa de renovación y regreso a Uruguay. Ese proceso culminaría, cinco años después, en Semilla Eléctrica, el disco que acaba de lanzar y tocará en vivo el miércoles 19, en La Cretina. “Es un collage de todo lo que soy”, resume.
El disco empezó a gestarse incluso antes de su segundo álbum: algunos temas, como “Máquina de hacer canciones”, llevaban años guardados. El proceso fue largo, artesanal, lleno de dudas y microdecisiones. Lo hizo de forma independiente, como todo en su carrera. Llevó adelante un financiamiento colectivo que reunió a 50 personas invitadas a acompañar de cerca el proceso creativo. El resultado es un disco de texturas múltiples, guiado por una voz que juega entre lo íntimo y lo expansivo. Allí se escucha su historia: la chica que creció en las fronteras, la viajera de Australia, y la artista que canta con Jorge Drexler y abre para Ney Matogrosso en el Sodre, pero que sigue haciendo todo —desde editar sus videos hasta escribir proyectos para fondos— por su cuenta.
La música siempre me ayudó a sobrevivir
Construirse entre límites
Paulina se define como “hija de la frontera”. No solo por geografía, sino por esencia. “Me siento muy identificada con ese concepto de estar entre dos cosas y combinarlas. Me encanta mezclar sin pudor. No me sale hacer algo puro, de un solo género o idioma”. Y, en ese sentido, Semilla Eléctrica —que incluye canciones pegadizas como “Dos amores” y “Guanabara”, pero también introspectivas como “Shangai”— funciona como una declaración de principios: una música libre, sin fronteras, que mezcla lo terrenal con lo etéreo, lo íntimo con lo festivo. Esa identidad se vuelve manifiesta, es un disco sin banderas, pero con raíces en todas partes.
Para llevarlo a cabo trabajó con Rodrigo López Ramos en grabación, coproducción y mezcla, Marco Messina en bajo, Álvaro Cardoso en teclados y sintetizadores e Imanol Vázquez en bateria.
También hay en su obra una conciencia de lo que implica ser artista del interior en la capital. “Cualquier persona que no es de Montevideo llega con varios pasos atrás. En mi caso, no conocía a nadie y mi familia no venía del arte. Tuve que hacer mis redes desde cero”, comenta.
Los últimos años han sido de construcción: escalón tras escalón, Paulina va haciendo que su nombre resuene. Antes de Semilla Eléctrica, grabó un disco en vivo en el Solís, pasó por diversos escenarios y fue parte de Musicación, el histórico concierto producido por Urbano Moraes, con quien construyó una amistad. “Él me mandó un mensaje cuando aún vivía en Australia. Había visto un video mío haciendo un jazz. Y me dijo: ‘No puedo creer tu voz y los acordes que estás haciendo’. Yo, imaginate, casi me muero. Empezamos a hablar y, cuando regresé a Uruguay, nos hicimos amigos”, cuenta. “Urbano es muy generoso, nos entendemos como si tuviéramos la misma edad. Es una cuestión energética, de feeling”, suma y adelanta que se encuentran componiendo un tema juntos.
Paulina no se define por un solo lugar, ni siquiera por un solo idioma. “No soy de Melo, ni de Rivera, ni de Montevideo, ni de Australia. Pero soy todo eso. Un poco de mí está en cada lugar”, sentencia. Tal vez esa sea la verdadera semilla eléctrica: una energía que no se arraiga, sino que circula; que se nutre del cruce, del movimiento, de la mezcla. En ella conviven la niña que bailaba en Melo, la joven que buscó sentido en Melbourne y la artista que, sin recetas, aporta frescor a la música uruguaya.
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