Desde lo alto del Cerro Betete, cerca de Nueva Carrara, en la Sierra de las Ánimas, la historia parece susurrar entre las piedras y la vegetación tupida. Hace casi dos siglos, viajeros como Charles Darwin mencionaron la presencia de unos enigmáticos montículos de piedra en la región, pero hasta ahora pocos se habían detenido a estudiarlos en detalle. Desde 2023, un grupo de estudiantes de antropología y arqueología de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Udelar), guiados por la docente Moira Sotelo y acompañados por vecinos y asociaciones locales, emprendió la tarea de recorrer cumbre y laderas para redescubrir un paisaje arqueológico olvidado: estructuras circulares de piedra, antiguos corrales y restos de talleres indígenas y coloniales.
El hallazgo no fue casual. La combinación de imágenes satelitales, vuelos de drones y recorridos a pie permitió ubicar 14 cairnes en la cima del cerro, estructuras que, pese a los siglos, conservan la impronta de quienes -unos “misteriosos alguien”, como diría Miranda!- las construyeron. Cada piedra colocada en lugares de difícil acceso refleja un esfuerzo colectivo y motivos que aún quedan por descifrar: ceremoniales, funerarios, de observación o señalización territorial.
“Por ser un país tan llano, a veces no se piensa en las sierras. Son lugares productivos, sagrados, donde nace el agua, donde hay vegetación nativa y una biodiversidad muy rica. Todas esas características también son patrimonio del Cerro Betete”, apunta Sotelo.
La investigación de los estudiantes Sofía Buschiazzo, Christian Badaraco, Sabina Castro, Marcela Rodríguez, Vanina Scalese, Andrea Venosa y Sofía Stupino, aún en desarrollo, se convirtió así en un puente entre pasado y presente, entre la memoria de la comunidad local y el conocimiento académico, revelando un Cerro Betete que, por primera vez en siglos, empieza a contar su historia.
Hallazgos arqueológicos.
Los 451 metros de altura pueden parecer pocos, pero el ascenso no resulta sencillo. Entre piedras sueltas y vegetación cerrada, estudiantes y docentes recorrieron la cumbre y las laderas acompañados por senderistas y vaqueanos. “Sin su ayuda no hubiésemos podido llegar”, reconoce Stupino.
Uno de los guías fue Ricardo Preziosi, cuya casa está al pie del Cerro Betete, que así describe su figura entre el paisaje: “Es el que parece un volcán porque tiene la parte de arriba cortada completamente”. Otra forma de identificarlo es su posición: “Está atravesado y no alineado”, apunta Ana Paula Rodríguez, presidenta de la Unión de Vecinos y Amigos de Sierra de las Ánimas para su Conservación (UVAC). Esto se debe a que, técnicamente, el Betete no pertenece a la Formación Sierra de las Ánimas, sino que es lo que se conoce como una isla geológica, más antigua que el resto. “Cuando la sierra emergió de la tierra, el Betete ya estaba ahí”, explica. Su granito podría superar los 1.000 millones de años, mientras que la Sierra de las Ánimas tiene unos 520 millones.
El trabajo de campo -financiado por Proyectos de Apoyo a la Investigación Estudiantil de la Udelar- comenzó con un registro minucioso del terreno: tomar coordenadas, hacer croquis, fotografiar y cotejar cada hallazgo con lo que sugerían las imágenes satelitales. “Ya en la entrada del predio donde vivimos con mi esposa Olga, al lado de la portera, encontraron los primeros indicios de que ahí había mucha actividad”, recuerda Preziosi. Entre esas evidencias había piedras que los arqueólogos vincularon a puntas de flecha como las halladas en Rocha -y que están ausentes en la sierra local-, lo que sugiere que el material fue trasladado hasta allí. “Después subieron al Betete. Ahí encontraron todavía más vestigios”, cuenta.
La primera mención se la lleva esa palabra que suena raro: los cairnes. El relevamiento permitió identificar 14 estructuras, de formas y tamaños variables, construidos con piedras apiladas y que, pese al paso del tiempo, conservan una sorprendente estabilidad. Se presume que pueda haber más. Estos montículos de piedra, levantados por grupos indígenas todavía no identificados en fechas aún imprecisas, se asociaban a actividades ceremoniales -religiosas o funerarias-, a la delimitación territorial o a la observación del paisaje. Crónicas del siglo XIX mencionan incluso que en la cima se rendía culto al sol.
Lo interesante es que, aunque ya había referencias de estos cairnes desde hace más de un siglo, no se había ido a buscarlos y estudiarlos en detalle. Hasta ahora no se conocía realmente el estado o la extensión de estas estructuras.
“Va a pasar como con los cerritos de indios… al final van a ser miles”, dice con confianza la arqueóloga Moira Sotelo. Ella se ha dedicado a estudiar otra estructura indígena presente en el territorio, aún más enigmática: los cairnes.
En el Cerro Betete, una de las cumbres de la Sierra de las Ánimas, se han identificado 14 cairnes -aunque probablemente haya más ocultos entre la espesa vegetación- que se suman a un registro de unos 500, dispersos en 13 departamentos. Hasta ahora, solo se excavaron tres: dos en Rocha y uno en Colonia.
Los cairnes son montículos de piedra, generalmente circulares o semicirculares, con diámetros que varían entre 2 y 15 metros. Para comparar: el cerrito de indio más alto alcanza 7,32 metros de altura, y algunos llegan a extenderse hasta 100 metros de largo. Están construidos en la cima de cerros de cumbres aplanadas, aunque hay algunos en lugares más bajos, en lomados, colinas y laderas.
El nombre suena exótico porque proviene del inglés cairn, tal como lo anotó el propio Charles Darwin cuando los vio durante su paso por Uruguay hace 192 años y le hicieron recordar a estructuras similares de su país. En Argentina fueron más prácticos: utilizan el término araucano chenques.
Tradicionalmente, se ha considerado que los cairnes señalaban tumbas indígenas, pero en los ya excavados no se encontraron restos humanos. Una hipótesis para esto es que, debido a la acidez del suelo, no se hayan conservado.
Sofía Buschiazzo, estudiante responsable de la investigación en Cerro Betete, señala que las crónicas de viajeros europeos del siglo XVI mencionan actividades ceremoniales en sus alrededores, ya fueran religiosas o funerarias. También podrían haber servido como marcadores territoriales, puntos de observación e incluso para emitir señales de fuego. Construir estos montículos requirió un esfuerzo notable: trasladar y colocar las piedras en lugares de difícil acceso, a alturas que oscilan entre 150 y 300 metros sobre el nivel del mar, demandó sacrificio y coordinación.
Durante la documentación, el equipo numeró los cairnes a medida que los encontraba y registró cada uno mediante fotografías, fichas y georreferenciación, para poder localizarlos en futuras investigaciones. “Lo importante de haberlos encontrado es que se sabía de ellos, pero nadie los había vuelto a ubicar con precisión desde que Darwin los registró y luego los primeros arqueólogos uruguayos los mapearon en 1898”, comenta Buschiazzo. La densa vegetación dificultó observar la forma final de algunos montículos, pero permitió identificar detalles como apéndices de piedra que conectan estructuras adyacentes.
Sobre quiénes fueron sus constructores, los arqueólogos aún no tiene certezas. Los registros coloniales mencionan a guaraníes, minuanos y charrúas, y el uso de piedras para tumbas, mojones o señales es común en muchas culturas prehistóricas. “Hoy no podemos afirmar con seguridad qué grupo los construyó. Es una manifestación de escala mundial: usar piedras para tumbas, mojones o como escondites para cazar, entre otros motivos. Aquí también lo hicieron, pero no podemos decir quiénes”, explica Sotelo. Tampoco hay fechas precisas.
También hay registros de cairnes en los vecinos Cerro Tupambae, Chico, Doña Petrona y Pan de Azúcar. (Y en Montevideo hay uno en el Cerro).
La investigación sobre estas manifestaciones en Uruguay sigue siendo incipiente.
Según la docente, “la arqueología serrana es muy joven y estas estructuras han sido poco estudiadas en detalle. Documentarlas es un primer paso para comprender su distribución, su función y su importancia cultural”.
El proyecto en Cerro Betete abre así una ventana al pasado indígena del país, revelando estructuras que durante más de un siglo permanecieron olvidadas entre la vegetación y ofreciendo pistas sobre la complejidad de las comunidades que las construyeron. Además, pone a Uruguay en un contexto más amplio: estas manifestaciones prehistóricas forman parte de un fenómeno de escala mundial, mostrando que el uso de piedras para marcar espacios, honrar muertos o señalizar territorios fue una práctica recurrente entre diversas culturas.
Otro de los puntos llamativos para los investigadores fue la coexistencia de estas construcciones con otros restos arqueológicos en la cima y las laderas: antiguos corrales, áreas de talla lítica y fragmentos cerámicos dispersos. Esa combinación sugiere que el Betete no era solo un lugar de tránsito, sino un espacio donde distintas comunidades -indígenas primero y coloniales después- dejaron huellas materiales y simbólicas.
“Estudiando el Cerro Betete uno se da cuenta de que tiene una profundidad temporal enorme: una ocupación indígena súper potente, pero también una ocupación colonial”, explica Sotelo.
A esa diversidad de evidencias se suma la identificación de zonas de aprovisionamiento de materia prima lítica en las cercanías del cerro. “No estábamos exactamente en la cumbre del Betete, sino un poco más abajo, hacia la ladera noreste”, aclara Badaraco, quien participó en el relevamiento. Allí constataron la presencia de afloramientos rocosos que fueron explotados intensamente por grupos indígenas para la fabricación de instrumentos. “Se extrajo la materia prima, se rompió la roca y se descartaron las partes que no servían. Lo que interesaba se lo llevaban”, resume. Entre los hallazgos aparecieron lascas de reducción bifacial -una técnica compleja que exige gran destreza-, además de raspadores, raederas y cuchillos vinculados a tareas cotidianas como el procesamiento de cuero o de madera. Los análisis geoquímicos confirmaron que se trataba de una roca sedimentaria de grano fino, especialmente apta para la talla.
A los vestigios indígenas se suman también rastros coloniales vinculados a la industria de la cal. El equipo identificó cuatro estructuras asociadas a ese antiguo oficio: los restos de un horno de cal; una construcción cuadrada que podría haber servido como depósito de materiales o resguardo para los obreros; una estructura circular, relacionada a una pileta de agua -en cuyo centro se registraron huellas de un curso hídrico y fragmentos de piedra caliza-; y, algo más alejada, una tapera con dos habitaciones, divisiones de puertas y ventanas. Todas estaban levantadas con la misma técnica: muros de roca filita colocada en seco, sin mortero, aunque en la tapera todavía se conservaba un revoque de cal.
“El paisaje fue importante para su construcción: por un lado, la cota del cerro permitía colocar la piedra caliza en un extremo del horno y el material de combustión en el otro; y, por otro, la cercanía del agua era clave para enfriar la cal viva”, explica Scalese. Muchas de estas evidencias quedaron ocultas bajo la vegetación y sólo pudieron identificarse con la ayuda de informantes locales.
“Esta calera tiene un enorme potencial. No pudimos ni siquiera recorrerla completamente”, comenta Sotelo. El equipo volverá al lugar en setiembre.
También se halló un corral de piedra vinculado con la actividad ganadera en la época colonial.
Todos estos hallazgos, desde los cairnes hasta la calera o el corral de piedra, muestran la diversidad de actividades que tuvieron lugar en ese cerro que se parece a un volcán a lo largo de siglos. “El Cerro Betete tiene una complejidad arqueológica enorme”, concluye Sotelo, resumiendo la riqueza patrimonial que lo convierte en un sitio único, donde cada piedra y cada estructura cuentan historias que aún quedan por descifrar.
Proteger y conservar.
Los vecinos del Cerro Betete y de la Sierra de las Ánimas buscan proteger el área no solo por su valor natural, sino también por su importancia histórica y arqueológica. Según Preziosi, la idea no es convertir el cerro -ni ningún otro de la formación que tiene unos 50 kilómetros de extensión sobre la Cuchilla Grande y comprende unas 14.000 hectáreas- en un sitio turístico masivo, sino mantener un control sobre el acceso y preservar las estructuras arqueológicas. “A veces sube gente, se llevan piedras o las grafitean”, denuncia. Sotelo, por su parte, expresa su preocupación por el avance productivo “a contramano de la conservación”.
Preziosi aporta además una mirada más personal sobre los cambios en la zona: “Nosotros hicimos nuestra casa en 1998, está a 140 metros de altura, antes de llegar al Betete, y éramos los únicos. De noche eso era una oscuridad total; mirabas y veías hasta el lomo de la Ballena. Hoy en día es un árbol de Navidad porque está lleno de casas”. Su relato subraya cómo la urbanización ha transformado el paisaje y refuerza la importancia de proteger áreas como la Sierra de las Ánimas.
Rodríguez, presidenta de UVAC y guardaparques, añade que el objetivo es que la sierra forme parte del Sistema Nacional de Áreas Protegidas, también por su alta biodiversidad y por ser fuente de agua para todo el departamento de Maldonado. Por ahora, solo es posible establecer reservas privadas dentro de los campos. Como señala Rodríguez, un área protegida permitiría aplicar leyes de conservación y ordenar tanto la circulación de visitantes como la señalización y la seguridad en los caminos, asegurando que se disfrute del paisaje sin poner en riesgo el patrimonio natural, arqueológico o cultural.
Tanto los arqueólogos como UVAC están en contacto con la ONG Ambá, dado su interés en sumar la Sierra de las Ánimas a su proyecto Carapé, una iniciativa que busca preservar el patrimonio natural de las Sierras de Carapé, que se extiende entre Maldonado y Rocha. Rodrigo Patrón, cofundador de Ambá, explica que llevan casi una década trabajando en distintas sierras de la región y que actualmente están avanzando con las comunidades de la Sierra de las Ánimas, realizando talleres con emprendedores para conocer cómo identifican la zona y cuál es el perfil de trabajo que imaginan. El objetivo es, a futuro, generar una cadena de valor basada en la naturaleza, combinando conservación y desarrollo.
Hoy, el Cerro Betete y la Sierra de las Ánimas continúan siendo “un emblema para la arqueología uruguaya”, como señala Sotelo. Sus cumbres, testigos silenciosos desde tiempos prehistóricos, siguen revelando vestigios indígenas y coloniales que invitan a profundizar en el conocimiento del pasado. Este proyecto no solo rescata y documenta diversas estructuras, sino que también consolida a la Sierra de las Ánimas como un hito geográfico e histórico indispensable para comprender la riqueza patrimonial de Uruguay.
La Sierra de las Ánimas se extiende por unos 50 kilómetros entre los departamentos de Lavalleja y Maldonado. Su cumbre más alta, el Cerro de las Ánimas, alcanza los 501 metros, y es la segunda más elevada del país. A lo largo de la historia, la sierra fue refugio de diversos pueblos indígenas. Su nombre proviene de la leyenda que cuenta que en las noches se pueden ver resplandores de los espíritus de los indígenas que allí perecieron. Además, fue escenario de eventos históricos, como la colocación de hogueras por parte del ejército oriental del General José Artigas para alertar sobre invasiones portuguesas. En 1832, el naturalista Charles Darwin visitó la zona, realizando un relevamiento de su flora y fauna. En 1930, en celebración del centenario de la Jura de la Constitución, se erigió un mástil de 35 metros en la cima, portando el Pabellón Nacional, el más alto de Sudamérica. Hoy solo quedan vestigios del mismo: el cuartito donde se guardaba la bandera, la escalera y el basamento, junto con algunas construcciones de contención. Hoy en día, la Sierra de las Ánimas es reconocida por su riqueza natural y cultural, y continúa siendo un sitio de interés para estudios arqueológicos y conservación del patrimonio.