Ester Massó Guijarro, The Conversation
“Límpiate y quédate en la cama tumbada para arriba, inmóvil y con las piernas abiertas y ligeramente flexionadas… ¡y no te muevas!”. Esta fue la orden que una matrona dio a una mujer embarazada de 38 años a punto de parir en un hospital de Sevilla. Para colmo, cuando le pusieron la epidural, el catéter tuvo que ser reinsertado en la columna varias veces, dejándole como secuela dolor cérvico-dorsolumbar. Finalmente dio a luz por cesárea contra su voluntad, sin haber firmado consentimiento informado.
Los hechos ocurrieron en enero de 2009. Tras numerosas reclamaciones judiciales, en marzo de 2023 el Comité de Naciones Unidas para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) responsabilizó finalmente a las autoridades administrativas y judiciales de lo sucedido, instando expresamente al Estado español a proteger a las mujeres “del maltrato, falta de respeto y abuso durante el parto”. Es decir, de la violencia obstétrica.
Perseguir la violencia obstétrica.
En 2007, Venezuela lanzó un órdago al mundo aprobando la primera ley contra la violencia obstétrica. Tras ella, un rosario de países latinoamericanos fueron generando y aplicando leyes análogas.
¿Qué ha pasado mientras tanto en Europa? Hasta hace poco ningún país había aprobado legislación específica, pese al alto nivel de debate y enconamiento social entre las discusiones académicas, de organizaciones civiles y diversos movimientos ciudadanos. Ello es debido a que se niega que exista una violencia específica que pueda llamarse “obstétrica”, entendiendo la clase biosanitaria que este término es ofensivo. Pero la investigación científica sobre la recurrencia y la gravedad de las malas praxis (a menudo con tremendas consecuencias) durante la atención al parto es ya notable. Y son ya varias las sentencias que avalan la triste realidad del concepto en disputa.
El CEDAW, considerado el tratado de derechos humanos más importante para las mujeres, condenó también a España en 2020 “por no actuar de manera diligente para proteger los derechos de una mujer y su hija a una atención obstétrica de calidad y libre de violencia”. La sentencia obligó al Estado español a indemnizar a una madre que fue sometida a diez tactos vaginales y una inducción innecesarios, entre otras formas de violencia que le causaron traumas físicos y mentales duraderos.
No parecen casos anecdóticos. Se ha afirmado desde la comunidad científica que “España parece tener un grave problema de salud pública y de respeto a los derechos humanos en la violencia obstétrica”. Una realidad que se exacerbó en la pandemia, convertida en una especie de excusa para cancelar derechos fundamentales, aumentando las cesáreas innecesarias o, incluso, dejando a las mujeres parir solas.
La única excepción (reciente) ha sido Cataluña que, de manera precursora y con tremendas reticencias por parte de la clase médica, ha legislado la violencia obstétrica, denunciando que puede afectar la salud física, mental, sexual y reproductiva de las madres, matizada como el “prevenir o dificultar el acceso a información veraz, necesaria para la toma de decisiones autónoma e informada”. Incluso se ha formalizado un Observatorio de Violencia Obstétrica.
Cuesta ponerse de acuerdo en la definición de violencia obstétrica.
Definir la violencia obstétrica entraña ciertas dificultades. Nace en ciertas prácticas y relaciones en la atención sanitaria de partos, entendida como un “trato deshumanizado, irrespetuoso, jerarquizado, y la atención insuficiente en el ámbito del parto”, en palabras de la matrona de Atención Primaria de Mallorca Rosa Llobera.
Hablar de “violencia” ligada a la obstetricia es algo que muchos profesionales médico-sanitarios no comparten. Se hace necesario desde luego problematizar la definición misma de violencia obstétrica, pero sobre todo reconocer su gravedad y su existencia.
Pensemos que los conceptos son herramientas para pensar, como afirma la filosofía. Representan el mundo, son categorías sociales, permiten la organización semántica del conocimiento y también nos impelen a actuar. En el caso del concepto de violencia obstétrica, podemos considerarlo lo que se llama en filosofía un concepto moral denso, frente a lo que sería un concepto ético estrecho. Y como concepto moral denso, cuando usamos el concepto “violencia obstétrica” no solo estamos describiendo algo que ocurre, sino que estamos asumiendo que es evitable y rechazable.
No es exclusiva de América Latina.
Un dato fundamental sobre la violencia obstétrica es dónde se origina el concepto: en América Latina, siendo Venezuela el primer país que legisla sobre el asunto, como avanzábamos. Países como Argentina destacan claramente en su aporte pionero al debate internacional, especialmente a través de la implantación de un Observatorio de Violencia Obstétrica, mientras que en Europa hasta hace poco no había ninguna legislación específica, con la excepción ya citada de Cataluña.
Y ello no obedece, como a menudo se ha argüido, a que en los países “ricos” no haya violencia obstétrica. Muy al contrario, la violencia obstétrica puede darse tanto por defecto –y falta de recursos– como por exceso de atención sanitaria, y ambos casos ocurren a menudo en todos los continentes. Los ejemplos más notables de violencia obstétrica por exceso de intervención implican a menudo el uso de fórceps, la maniobra de Kristeller, el raspaje de útero sin anestesia, la cesárea sin verdadera justificación médica, la episiotomía (incluyendo sutura sin anestesia) o el suministro de medicación innecesaria.
Sea por falta de medios o por exceso de medicalización, la inadecuación en la atención de un proceso universal crucial como es el parto debe ser abordada. Nacer (como morir) afecta a toda la humanidad, y no solo a las madres parturientas.
El parto no es solo un acto médico.
Es más, el nacimiento humano no se puede reducir a un hecho biológico-fisiológico. El parto no es, ni mucho menos, “solo un acto médico”: se trata de un fenómeno humano complejo, cultural y sociológico, atravesado de manera radical por la condición antropológica de la especie biocultural que somos. Es un momento umbral, de transformación social en muchos sentidos, y que conlleva un impacto gigantesco en la vida, el bienestar y la agencia de las mujeres parturientas y sus criaturas.
Así lo defienden distintos movimientos genuinamente contestatarios y transformadores, entre ellos la asociación El Parto es Nuestro, que reclama:
“El parto es nuestro, que nos lo devuelvan”.
La violencia obstétrica debe ser considerada un asunto de ética de la salud pública global sobre el que es ineludible debatir, dado que no solo afecta a las mujeres madres y sus criaturas (de por sí suficiente motivo), sino que involucra también al conjunto de la especie humana.
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