Redacción El País
Muchas personas llegan a la consulta terapéutica desbordadas por el dolor de perder a su mascota. Lo que antes se relegaba a un “es solo un animal”, hoy aparece como un duelo legítimo, intenso y lleno de matices emocionales que merecen ser atendidos con la misma seriedad que cualquier otra pérdida significativa. La tanatóloga mexicana Gaby Pérez Islas es una de las especialistas que ha visto esta transformación de primera mano.
Acostumbrada a trabajar con duelos por la muerte de un familiar o rupturas amorosas, Pérez relata que la pandemia marcó un punto de inflexión: su consulta comenzó a llenarse de personas devastadas por la muerte de su perro o su gato. Esa evidencia la llevó a investigar durante dos años y a escribir Tu huella en mi vida, un libro que busca ofrecer herramientas claras y compasivas para quienes atraviesan este tipo de pérdida.
¿Por qué todavía cuesta tanto validar este dolor? Pérez explica que influyen varios factores: desde los celos o la incomprensión frente al amor profundo que muchas personas sienten por sus animales, hasta la presión social por “volver rápido a la normalidad”. Vivimos —dice— en tiempos de “duelos exprés”, donde el malestar ajeno incomoda, y por eso muchos intentan minimizarlo con frases que hieren: “ya está, buscate otro”, “era solo un perro”. Esa falta de comprensión lleva a que muchos transiten un duelo silencioso, aislándose para evitar comentarios que solo intensifican su sufrimiento.
El vínculo con los animales, además, ha cambiado notablemente en las últimas décadas. Lo que antes era un lazo funcional — perros guardianes, gatos controladores de plagas — pasó a convertirse en relaciones de compañía íntima. Durante la pandemia, el encierro, la soledad y la incertidumbre hicieron que estos vínculos se profundizaran aún más: los animales se transformaron en sostén emocional y en una fuente constante de calma. De allí que su pérdida duela tanto.
Pérez señala que, en estos duelos, aparece un componente especialmente fuerte: la culpa. A diferencia de lo que ocurre con otros tipos de pérdidas, es común que la persona repase una y otra vez lo que hizo o dejó de hacer, preguntándose si podría haber evitado la muerte. Frente a esto, la especialista recomienda una frase clave para aliviar la autocrítica: “Hice lo mejor que pude con los recursos y las circunstancias que tenía”.
El aislamiento también es frecuente. No solo por la incomprensión de otros, sino porque este tipo de duelo toca fibras profundas: para muchos, la mascota era un refugio emocional, un “paracaídas” frente a la soledad. Sin ese sostén, la sensación de vacío puede ser abrumadora.
Respecto a la necesidad de apoyo profesional, aclara que no todas las personas lo requieren. Depende del temperamento, la red afectiva y cómo se transite la pérdida. Pero si aparecen síntomas como insomnio persistente, pensamientos catastróficos o dificultad para retomar la vida cotidiana, buscar acompañamiento terapéutico puede ser muy útil.
La pérdida de una mascota también abre un espacio educativo valioso para los niños. Según Pérez, es una oportunidad para hablar por primera vez de la muerte con honestidad y sin sobreprotección. Ocultar la verdad o reemplazar rápidamente al animal para evitarles sufrimiento solo priva a los pequeños de una enseñanza fundamental: que es posible sobrevivir a la pérdida de un ser querido.
Los animales, afirma, incluso enseñan a morir: cuando sienten que se acerca el final, se retraen y dan señales claras de que su ciclo está terminando. No se aferran, no temen. Acompañarlos sin caer en medidas extremas que prolonguen su agonía es parte del acto de amor.
En cuanto a los riesgos, Pérez advierte que sí puede existir un vínculo enfermizo cuando la persona deposita en el animal todas sus carencias afectivas, evitando relacionarse con otros humanos o limitando su vida cotidiana con excusas como “no lo puedo dejar solo”. Un vínculo sano —dice— no debería aislar ni reemplazar a la propia especie.
Sobre el momento adecuado para tener otra mascota, rechaza la idea de plazos fijos. La clave no es cuánto tiempo pasó, sino desde dónde se toma la decisión: si se busca compañía para dar y compartir, puede ser el momento; si la necesidad responde a llenar un vacío, conviene esperar.
La escritura aparece como una herramienta terapéutica poderosa. No porque el animal vaya a leer lo que escribimos, sino porque las palabras ordenan emociones, desbloquean recuerdos y alivian la tensión interna. Pérez aconseja hacerlo en privado, lejos de las redes sociales, donde muchas veces se busca aprobación más que desahogo.
Finalmente, reivindica la importancia de los rituales: un gesto sencillo —una vela, una flor, un objeto que pertenecía al animal— ayuda a marcar un cierre emocional. No se trata de perpetuar un altar, sino de reconocer que ese vínculo dejó una marca significativa.
En base a El Tiempo/GDA