El amor: tan cotidiano y, al mismo tiempo, tan misterioso. ¿Acaso amamos espontáneamente o lo hacemos de acuerdo a un modelo impuesto que se hace pasar por natural? ¿Podemos pensar al amor por fuera de sus formas instituidas? El filósofo argentino Darío Sztajnszrajber —con casi un millón de seguidores en Instagram— regresa a Montevideo con una clase de tres horas sobre el tema de su último libro, El amor es imposible.
No se trata de negar al amor; al revés, lo que procura es repensarlo y liberarlo de sus cadenas. Sztajnszrajber conversó con El País y dejó abierta la invitación a su clase ‘Pensar al otro: el amor’, que será el viernes 4 de julio de 19.00 a 22.00 horas en el Radisson Victoria Plaza.
—Hace años que trata el tema del amor. ¿Qué es lo que lo mueve a pensarlo desde la filosofía?
—Por un lado, el hecho de que el amor está en la definición misma de ‘filosofía’ (del griego filos, que es amor; y sophia, que es sabiduría). Hacer filosofía es, de por sí, un acto de amor, de deseo por el saber. Hay una actitud deseante que hace que cuando la filosofía piensa y habla del amor, está, al mismo tiempo, pensándose a sí misma. En todas mis charlas sobre el amor, hay un momento en el que hago un acto de reflexividad acerca de lo que es hacer filosofía, que de por sí supone una erotización de la pregunta y el conocimiento.
Por otro lado, la filosofía que me gusta hacer, asociada a ciertas formas de deconstrucción, para mí tiene que insistir en trabajar en estos sentimientos que a primera impresión parecen de lo más cotidiano e incluso banales. Estos temas que hacen a nuestra intimidad van constituyendo nuestro sentido común e instalando una concepción del mundo que nos inhibe de visualizar otras perspectivas también existentes. Hay algo en el trabajo filosófico que tiene que ver con cuestionar el sentido común instituido, que hace mucha fuerza y se instala sobre todo en los lugares más personales; reeditando esa frase que dice que “lo personal es político”. Los dispositivos de disciplinamiento operan sobre todo en esos lugares de intimidad emocional donde uno piensa que todo surge de modo espontáneo y, en realidad, lo que se juega detrás está invisibilizado. Al hacer filosofía sobre el amor debatimos cómo es nuestro encuentro con el otro —porque el amor es básicamente eso, una forma de relacionarse con el otro—, y entiendo que así puede revelarse por qué hay una forma del amor instituido, qué tipo de vínculo con el otro se juega ahí y si hay posibilidad de pensarlo desde otro lugar.
—¿Cuáles son esos lugares comunes que hoy hacen al amor?
—Sobre todo, los rasgos de lo que llamamos el ideal romántico del amor. En la clase buscamos entender por qué tenemos impregnado en nuestra subjetividad afectiva una sola forma de amar como si fuese la única, la verdadera y la natural; hay una propuesta de desarmarla, ver sus intereses y visualizar qué otras perspectivas existen. Y en ese análisis pongo mucho el acento en trabajar el ideal del amor como la búsqueda de la otra mitad. ¿Por qué entendemos que el amor tiene una relación directa con la idea de que hay una falta que puede ser de algún modo plenificada? Trabajaremos su origen literario a partir del mito del andrógino en El Banquete de Platón y también las consecuencias que implica esto de “ir en busca de la otra mitad”; en especial, en lo que tiene que ver con la disolución del otro… Porque claramente, si el amor es la búsqueda de nuestra otra mitad, tiene más que ver con nosotros mismos que con el otro. Se trata de eso: ver hasta qué punto en ese encuentro con el otro importa más el encuentro que el otro.
—En la lectura que ha hecho sobre el otro y el amor a lo largo de los años, ¿hubo algún momento ‘eureka’? ¿Algo que haya sido ‘un antes y un después’?
—Sí. Pasa pocas veces, pero cuando se da ese momento uno lo abraza porque la vocación del filósofo es tratar de pensar desde lugares diferentes e inusuales. Me gusta tomar autores que hablan de otras cosas y trasladarlos al tema del amor. Me pasa con Jacques Derrida, un autor que sigo mucho, y su teoría sobre la amistad, que tiene muy desarrollada en el libro Políticas de la amistad. Con Nietzsche, lo mismo. Tomo categorías o conceptos que apuntan a otro tema, como la amistad o la felicidad, y desde ahí pienso al amor. Ahí es donde se producen los mayores eurekas.
—En una de sus clases dijo que “hay que creer en el amor, pero no aspirar a él”. ¿Por qué?
—Me gusta una filosofía que cuestiona certezas para alcanzar un fondo aporético, paradójico, que nos inspira e invita a seguir preguntando, a seguir la búsqueda, que es, para mí, la clave del amor. No creo en un amor que alcance su objetivo, sino en uno que se desentiende de objetivos impuestos para seguir su carrera. Hay formas de concebir el amor que lo encorsetan, lo solapan, lo condicionan, y entonces creer en el amor significa justamente que ninguna de esas formas instituidas se impongan como definitiva. Es en nombre del amor que uno cuestiona el amor. No es para negarlo, sino para resucitarlo y redimirlo. Esa también es la idea del libro El amor es imposible: que sea imposible no significa que no exista; al revés, creo tanto y demasiado en el amor y su existencia tan intensa, que siento que ninguna de las formas que nos impregnan lo traducen o le hacen eco.
—Cuando uno define al amor, lo reduce. ¿No?
—Totalmente. De hecho, una de las tesis del libro dice que el amor es imposible porque es inefable. No es que la definición en palabras anule al amor, pero sí lo aprisiona y le quita mucho de su fulgor. Ahí hay una relación aporética y ambivalente: las mismas palabras que lo expresan, también lo encorsetan. Es interesante el juego que podemos hacer con el lenguaje. La misma palabra ‘definición’ significa poner un fin, un límite, territorializar algo que, para mí, es fluencia y está todo el tiempo desbordando los límites. Hay algo de la intensidad amorosa que está siempre desbordándose. Pero el juego es doble porque, para que haya desborde, tiene que haber borde. Uno entra en un vínculo con el otro y se produce ese juego donde hay acuerdos, pautas, reglas que hacen que funcione, y al mismo tiempo busca que esas pautas no lo vuelvan vacuo y no le quiten intensidad.
—¿Pensar al amor de esta manera se vincula de alguna forma con nuestro bienestar?
—Creo que el encuentro con el otro nunca termina de plasmarse. Más que un encuentro, se trata de una aspiración y una búsqueda en la que el otro interviene en nosotros y nos permite visualizar nuestras limitaciones y enclaustramientos. El otro permite que algo de ese vínculo demasiado cerrado con nosotros mismos colapse para que podamos abrirnos. La concepción más dominante del amor lo entiende como un punto de encuentro y a mí me parece que se trata más de una búsqueda; un movimiento de liberación con uno mismo. Necesitamos la presencia de un otro que desde el deseo, la seducción y la provocación genere lo que parecía imposible; que nos permita movernos de esos lugares de seguridad, tranquilidad y confort. Hay un bienestar ligado a la libertad frente a un bienestar ligado a un confort más ansiolítico, que en algún punto nos narcotiza. Pero son opciones. No es que esta filosofía sobre el amor sea más verdadera que otra. Aquel que entienda el amor como algo entre lo teológico y lo farmacológico y le haga bien, vivirá muy feliz con sus elecciones. A mí no me alcanza. Cada vez que voy desde el lugar común, todas esas formas me resultan insuficientes, me agobian, me generan la necesidad de un movimiento.
—¿Cómo será la clase en Montevideo?
—Confrontaremos estos dos modelos del amor: por un lado, el de la búsqueda de la otra mitad y, por el otro, el de la búsqueda del encuentro con el otro. Trabajaremos con textos de Platón, Nietzsche y Derrida, y habrá reflexiones, argumentos, mitos, relatos y una participación del público al que lo haremos votar y le haremos preguntas. Todo el mundo sale movilizado porque revisa a fondo sus experiencias amorosas… Y más un viernes, que es el día que rige Venus, la diosa del amor. Todo está hecho para que sea una experiencia que de ningún modo nos podrá dejar indemnes.
El temple de la clase en vivo
La invitación del 4 de julio plantea el retorno a un formato que —pandemia de por medio— se había enfriado: la clase en vivo y presencial. Según Sztajnszrajber, durante algún tiempo prevaleció “cierto acostumbramiento” al consumo de estos eventos por internet, pero últimamente ha notado agobio en mucha gente que busca una renovación de este tipo de espectáculos. “Hay un deseo de volver a la clase, a estar sin el frenesí que provoca una red social, a estar tres horas tranquilos, escuchando, yendo y viniendo con las ideas”, sostuvo.
El filósofo aclaró que habrá un breve intervalo y que también habrá partes —en particular, en lo que refiere a mitos y relatos— que tendrán algo más “teatral”.
La idea es “recuperar el formato de clase como un lugar no solo de aprendizaje, sino también de pasión y estremecimiento”, expresó. Y concluyó: “Ya lo sabía Sócrates, que nunca escribió nada: la circulación de la palabra genera otro temple, otra manera de que la cosa impacte”.