En los últimos años se hizo cada vez más difícil ignorar los cambios en las formas de vincularnos. La trama que antes nos unía parece volverse más fina, menos capaz de contenernos cuando más lo necesitamos. Y ahí asoma una pregunta que todavía no sabemos formular del todo: ¿qué pasó con el lazo social que alguna vez dio sostén, compañía, horizonte?
Familias que ya no logran mantener la cercanía que parecía natural, amistades que se diluyen sin conflicto, vínculos amorosos que se organizan alrededor de la supervivencia emocional y no tanto del deseo. No se trata únicamente de que estamos más solos, sino de que los modos de estar con otros se vuelven cada vez más inestables, casi tentativos. Para algunos, es el efecto de un tiempo acelerado; para otros, un síntoma de décadas de hiperindividualismo que dejaron a muchas personas sin una trama afectiva donde apoyarse. Como si la vida en común hubiera perdido espesor.
La soledad actual no responde, necesariamente, a un aislamiento físico. Es algo más difuso, más cotidiano. Estar rodeados de personas y, aun así, sentir que nadie está del todo disponible. Después de la pandemia quedó claro que el encuentro no se recompone solo con presencia. Hay comunidades que no volvieron a armarse, grupos que no recuperaron su ritmo, vínculos que no encontraron el modo de continuar. Y, sin embargo, algo en nosotros insiste en buscar formas de estar juntos, aunque no tengamos del todo claro cómo hacerlo en un tiempo que parece pedir más de lo que cualquiera puede dar.
La vida contemporánea le suma una capa más de dificultad al encuentro con los otros. Lo urgente se vuelve permanente, lo productivo domina todo, el cansancio se naturaliza. No sorprende que tantas personas describen su día a día como una carrera sin pausa. Cuando la energía emocional está siempre en su punto mínimo, los vínculos se transforman en una demanda imposible. ¿Cómo sostener a otro cuando apenas alcanzan las fuerzas para sostenerse a uno mismo? Acá aparece una pregunta incómoda: ¿Qué queda del mundo compartido cuando el agotamiento se vuelve regla?
Hay quienes leen este fenómeno desde una mirada política, como el historiador Achille Mbembe, que sostiene que las sociedades contemporáneas producen formas nuevas de aislamiento porque la lógica del rendimiento fragmenta incluso lo que debería unirnos. No se necesita estar de acuerdo con todo lo que plantea para ver que su intuición resuena en la vida cotidiana. La soledad ya no es solo experiencia íntima: es un paisaje social. Tampoco es refugio voluntario ni romanticismo existencial; es una soledad rodeada de estímulos que no alcanza a convertirse en compañía.
Ese aislamiento también dialoga con una idea muy instalada en nuestra cultura. Crecimos convencidos de que depender era peligroso, que pedir ayuda nos volvía débiles, que la autonomía absoluta era un ideal a perseguir. Pero los vínculos requieren justo lo contrario. Requieren cierta entrega, lentitud, disposición a dejarse afectar. La antropóloga Rita Segato suele recordar que ninguna comunidad se construye sin esa trama mínima de reconocimiento mutuo. Y quizás por eso la soledad hoy duele más. Porque aparece en un mundo que nos educó para no necesitar a nadie justo cuando más lo necesitamos.
Uruguay —igual que muchos países de la región— conoce bien estas tensiones. La idea de comunidad forma parte de su identidad social, aunque esa misma comunidad acuse desgaste. La cercanía, que alguna vez fue casi automática, ahora exige planificación. Los encuentros son esporádicos; las familias, más que territorios de contención, son estructuras presionadas por jornadas laborales interminables; las amistades (refugio vital en tantas generaciones) se ven desplazadas por la falta de tiempo. Nada desaparece del todo, pero nada permanece del mismo modo.
¿Puede revertirse este proceso? Nadie tiene una respuesta definitiva, pero sí aparecen gestos que sugieren posibles caminos. Pequeñas prácticas que, si bien no prometen grandes reformas, permiten reparar algo del tejido roto. Volver a construir espacios comunes, aunque sean modestos. Priorizar vínculos que no se rijan por la lógica del mérito. Recuperar rituales de encuentro que no necesiten una justificación. Nombrar la soledad sin vergüenza, porque hacerlo interrumpe su silencio. Y sobre todo, revisar la idea de que una vida plena puede sostenerse sin una red de otros alrededor.
Quizás la salida no sea volver al pasado ni abandonar el presente, sino inventar un modo distinto de acompañarnos. Algo que todavía no tiene forma, pero que se deja ver en el deseo persistente de estar con otros, incluso cuando el mundo actual parece conspirar contra eso. ¿Cómo se vuelve a armar un vínculo después de años de desgaste?, ¿qué gestos mínimos pueden volver habitable el día a día?, ¿qué tipo de sociedad se construye cuando la soledad deja de ser una excepción y empieza a funcionar como regla? En esas preguntas podría insinuarse una respuesta o, al menos, la voluntad de buscarla.