Recorre el continente a pie tocando el violín a la gorra y ahorra dinero para comprarle una casa a su madre

Tiene 25 años y toca en las calles para ahorrar dinero y comprarle una casa a su madre en Venezuela.

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Eduard Falcon con su violín en Montevideo.
Foto: Darwin Borrelli

Abre el estuche, saca el violín, lo enchufa a un parlante que sirve como amplificador, se saca la bufanda, se para de frente a la calle, coloca el instrumento sobre el hombro izquierdo, apoya el rostro sobre él, respira como si el aire lo hiciera tomar impulso y entonces, sin avisar nada, sin decir nada, cierra los ojos y toca. Empieza suave, como si estuviese pidiendo permiso. De a poco, las personas que esperan el ómnibus, las que pasan, las que caminan por la vereda de enfrente, se empiezan a acercar. Él aumenta la intensidad, mueve el cuerpo como si ese violín y esa melodía lo llenaran de electricidad, y no mira. Con el rostro escondido debajo de una boina negra y los ojos cerrados, Eduard Falcon, 25 años, venezolano, hace que su músicaestalle: como si quisiera, con ella, romper alguna cosa, tener alguna conquista, expandir sus partículas por el aire, que lleguen al mundo entero.

Alguien saca el teléfono y lo graba. Alguien cruza la calle para escucharlo. Alguien se aproxima, se queda cerca. Alguien le deja, a sus pies, un billete. Al final, después de tocar durante unos minutos Invierno de Vivaldi, Eduard abre los ojos, desenchufa el violín del amplificador, lo guarda en el estuche con la delicadeza de un tesoro, se pone la bufanda y se va caminando como si no hubiese pasado nada, como si este miércoles en el que el frío aprieta el cuerpo y los huesos, hubiese sido un día más.

Un poco antes de tocar en una plaza del centro de Montevideo, Eduard había dicho esto: “La música es mi vida. Es lo más importante que tengo, lo que me mantiene firme, porque con todo lo que me pasó a mí, si la música no hubiese estado no sé en qué hubiese terminado. ¿Sin la música dónde estaría yo? No sé, quizás muy perdido”.

Eduard es músico y hace cinco años que se fue de su país. Vivía en Camatagua, un pueblo muy pequeño del estado de Aragua, Venezuela, con su madre y sus cuatro hermanos. “La situación de mi país estaba muy complicada, yo pasé mucho hambre, era todo muy complicado, mi infancia fue muy difícil. Pero prefiero no hablar sobre eso. Yo soy cellista, no violinista”.

De música sí quiere hablar: de cómo empezó a tocar el cello, de cómo se compró un violín, de cómo ha viajado por todo América del Sur tocando en las calles, de cómo anduvo por el desierto y cruzó ríos, de cómo la música lo ayuda cuando no sabe qué hacer, hacia dónde seguir caminando, de cómo la música es una forma de volver a casa. Porque aunque Eduard no quiera hablar de la infancia, igual lo hace: el comienzo de esta historia está ahí, en esos días en Venezuela cuando él era un niño y el mundo un lugar hostil en el que siempre había espacio para una canción.

***

Eduard era niño y empezó a estudiar danza con un grupo de su pueblo. Vivía en una casa en la que, cuando llovía fuerte, el agua se filtraba por el piso, entraba, llegaba hasta donde él y sus hermanos estaban. Su madre era soltera y, dice, una mujer libre. Y así lo dejaba vivir a él: libre. Podía salir a la calle a cualquier hora, hacer lo que quisiera. El vínculo con ella no era fácil -“Una madre es un escudo y yo no tuve ese escudo, me faltó mucho ese calor durante toda mi vida”-, pero Eduard era un niño que bailaba y sentía pasión por eso. Tenía un amigo con el que salía a patinar y eso también le gustaba.

Un día ese amigo le mostró un violín. Habían llegado al pueblo profesores de distintas ciudades para formar a los niños y crear una orquesta. Eduard aquel instrumento pequeño con curiosidad y, enseguida, fue a inscribirse para tocar en la orquesta. Como el violín ya estaba ocupado por otros niños, le ofrecieron aprender cello. Y él, aunque no sabía de qué se trataba, dijo que sí.

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Eduard Falcon tocando el violín en una plaza de Montevideo
Foto: Darwin Borrelli

Tenía diez años. Practicó, ensayó, miró las clases de los otros instrumentos y así estuvo durante seis años. Su madre y las personas que lo rodeaban le decían que como músico se iba a morir de hambre, que nadie estudia música para vivir, pero él insistía. Salió de su pueblo, viajó a Caracas y a Maracay, audicionó y empezó a tocar en el Sistema Nacional de Orquestas de Venezuela, donde le otorgaron una beca.

“Tuve el privilegio de conocer al maestro José Antonio Abreú - músico, fundador del sistema Nacional de Orquestas- pero cuando él murió ya las becas no daban para nada, apenas me alcanzaba para comprar un cartón de huevos. Estaba todo muy difícil. Fue ahí cuando decidí irme”.

Salió de Venezuelaen 2018 con el cello colgado en su espalda y un bolso con un poco de ropa. Eduard tenía 20 años y mucho miedo: iba a cruzar caminando la frontera hacia Colombia, y como no tenía pasaporte, saldría de forma ilegal.

La primera vez que lo intentó unos militares lo detuvieron en el camino y lo regresaron a su país. La segunda lo consiguió. Cruzó a Colombia y caminó durante dos días seguidos para llegar a una ciudad lejos de la frontera. Los pies se le hincharon tanto que, cuando no podía más, se sentó en la orilla de una calle, una señora lo vio y le lavó los pies con agua caliente. “En ese momento supe que Dios estaba conmigo”, dice.

Eduard tenía un plan: iba a audicionar para poder tocar en alguna orquesta de Colombia. Y eso hizo. Audicionó y lo eligieron, pero no pudieron contratarlo porque no tenía papeles. Ese día se le cayó el mundo. Salió de la audición, se sentó en una plaza, sacó el cello y empezó a tocar. Cuando miró, a su alrededor se había formado una platea de personas que quería escucharlo y que, además, le daban dinero a cambio de su música.

Ese día entendió que podía empezar a tocar en las calles, intentar vivir así. Y eso hizo. Se instalaba con su banco y su cello en las plazas, cerraba los ojos, y tocaba.

Después de unos días, dejó de dormir en la calle y pudo alquilar una habitación. De Colombia cruzó a Ecuador, también caminando y también de forma ilegal: tuvo que remangarse los pantalones, poner el cello encima de la cabeza y atravesar un río. Una vez en Ecuador hizo lo mismo que había hecho: visitó plazas, caminó las ciudades, compartió su música. Se hizo amigos, ahorró todo el dinero que pudo y sacó, finalmente, el pasaporte. Después volvió a ahorrar y se compró un violín. Aunque no sabía tocarlo, era más fácil de trasladar que el cello.

Viajó caminando a Perú, a Bolivia, a Chile, a Argentina y así llegó a Uruguay. Cuando quiso cruzar el puente le dijeron que no podía hacerlo a pie y tuvo que hacer dedo. Un uruguayo lo levantó, aunque con desconfianza. Él le pidió que lo dejara en cualquier lugar de Fray Bentos donde pudiera hacer música y, cuando lo escuchó tocar, le ofreció un lugar en su casa. Eduard vive con ellos en Mercedes desde hace un mes. Dice que siente que son su familia, que lo ayudan, que están pendientes de él, que a veces le sorprende todo ese cariño, todo ese cuidado, que él no está acostumbrado a que lo traten así. Fueron ellos los que consiguieron que Eduard hiciera un concierto la Casa de la Cultura. El 28 de julio hará otro en el Teatro 28 de febrero de Mercedes con entrada libre (la información completa se encuentra en su página de Instagram, @eduardfalcon.violincello).

“Cuando yo vivía en Venezuela no podía entrar a los conciertos porque no tenía dinero, y por eso me prometí que mis conciertos siempre van a ser libres para todas las personas”.

Fue un proceso entender que la calle era su escenario, pero, cuando lo hizo, hubo algo en él que cambió. Ya no sueña con lo que alguna vez quiso - estudiar en un conservatorio, seguir formándose como músico, tocar en alguna orquesta-. Eduard es, ahora, una persona diferente. Está ahorrando dinero para volver a Venezuela y comprarle una casa a su madre y después sí, planea seguir viajando. Eso es lo que quiere: que su música estalle, que sus partículas se expandan por el aire, que lleguen al mundo entero.

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