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Si ya hay una vacuna contra la COVID-19, ¿por qué todavía no hay una para el sida?

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Vacuna de Moderna contra el COVID-19. Foto: AFP

CIENCIA

A un año de la aparición de los primeros casos de COVID-19 ya hay planes de vacunación; ¿por qué no ha sucedido con la otra enfermedad viral?

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Los primeros casos de sida se describieron en Estados Unidos en 1981. El VIH, el retrovirus que produce la enfermedad, tardó dos años en identificarse. Desde entonces se han infectado más de 80 millones de personas en todo el mundo. Han fallecido la mitad.

Gracias a la medicación antirretroviralque reciben más de 30 millones de infectados, la esperanza de vida de las personas seropositivas es ahora similar a la de la población general. Sin embargo, el virus no puede erradicarse del organismo: la infección es de por vida. Pero todavía no hay una posible vacuna.

Los antirretrovirales suprimen la replicación viral. Con la carga viral indetectable, la infección no progresa a la enfermedad (sida) ni puede transmitirse el virus (VIH). Esto último ha permitido que parejas serodiscordantes (uno positivo y el otro negativo) puedan tener hijos sanos.

Por otro lado, la toma de antirretrovirales por personas no infectadas que tienen conductas de riesgo reduce drásticamente las posibilidades de contagio. Se conoce como profilaxis preexposición (PreP).

Este beneficio explica un efecto paradójico (“fenómeno de compensación”) sobre otras enfermedades de transmisión sexual(ETS), que han aumentado en los últimos años, mientras que los contagios por VIH han caído. Al reducirse el miedo al VIH, se han incrementado la sífilis y la gonorrea. Hay que señalar que el uso de PreP está particularmente extendido entre la comunidad gay.

Vacunas contra el VIH.

La vacuna frente al virus del sida no se ha logrado en gran medida por la elevada variabilidad genética del virus.

La tasa de error de la polimerasa del VIH es del 0,01%, de modo que cada nueva copia de ARN retroviral tiene un nucleótido distinto de la copia progenitora.

En comparación, las polimerasas de los virus de la polio, la gripe o los coronavirus tienen mucha mayor fidelidad de copia, de modo que la población viral es menos diversa. Esa estabilidad antigénica facilita que puedan desarrollarse vacunas eficaces contra la COVID-19.

Como se producen cada día millones de partículas víricas en cada persona infectada, se dice que el VIH circula como una cuasiespecie, esto es, una constelación dinámica de secuencias genómicas alrededor de una secuencia máster (o promedio). En el organismo, si la presión ambiental incluye antirretrovirales o anticuerpos, se seleccionan variantes circulantes del virus que escapan (resistencia) a los fármacos o a la inmunidad.

Por eso, el VIH ocasiona una infección crónica, persistente, de por vida en los infectados.

Un hombre con un tapabocas camina el pasado marzo por los alrededores del Coliseo, en Roma. Foto: AFP
Un hombre con un tapabocas camina por los alrededores del Coliseo, en Roma. Foto: AFP

Frente a la COVID-19.

En la infección por el coronavirus SARS-CoV-2 la situación es muy distinta. Todo ha ocurrido muy rápido.

Desde la descripción de los primeros casos de neumonía a finales de 2019 en Wuhan (China), la identificación del virus causal se produjo un mes después. El primer antiviral, el remdesivir, se aprobó a los seis meses y las primeras vacunas se han empezado a administrar antes del año.

Desde el inicio de la pandemia, se han confirmado 80 millones de personas infectadas, de las cuales 2 millones han fallecido. Casi todos los demás se han curado, con eliminación del virus del organismo por acción del sistema inmune.

En cualquier caso, los anticuerpos específicos que son testimonio de la infección pasada por coronavirus, dejan de detectarse en un 15% de los pacientes a los seis meses, sobre todo en los que padecieron una infección asintomática. Esta circunstancia parece explicar casos de reinfección, aunque los síntomas suelen ser más leves en los nuevos episodios.

La transmisión del virus SARS-CoV-2 ocurre fundamentalmente por vía aérea, como en la gripe, por inhalación de partículas víricas que emiten los infectados al estornudar, toser y hablar.

A mayor inóculo, mayor riesgo de contagio. De ahí que mascarillas y actividades en espacios abiertos sean importantes para reducir la transmisión del coronavirus.

A diferencia del VIH, el coronavirus SARS-CoV-2 muestra una escasa variabilidad genética. La antigenicidad es estable, de modo que la respuesta inmunitaria es efectiva.

De igual modo, es previsible que la selección de resistencias a los antivirales sea poco frecuente.

Mientras que en el VIH la terapia combinada es necesaria para suprimir de forma sostenida la replicación viral, la monoterapia puede ser suficiente para el coronavirus. Pero hay que identificar un antiviral potente, dado que el remdesivir tiene una escasa actividad in vivo.

Las vacunas que han empezado a administrarse en el mundo protegen de formas graves de la COVID-19, pero no parecen evitar de forma absoluta la infección en las vías respiratorias altas, de modo que el riesgo de transmisión no desaparece por completo.

Quizás nuevas generaciones de vacunas o la administración de múltiples dosis (de recuerdo) lograrán potenciar una mayor inmunidad.

*Vicente Soriano es investigador de la Facultad de Ciencias de la Salud & Centro Médico, UNIR - Universidad Internacional de La Rioja. Artículo publicado en The Conversation.

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