De todo, lo que más le gusta es caminar: recorrer la ciudad y mirar sus edificios, sentir que descubre, siempre, algo nuevo, andar por lugares repletos de árboles, ver cómo la luz del sol pasa a través de las hojas, ilumina algunas cosas, crea algunas sombras, escuchar el sonido del viento -poder escuchar el sonido del viento-, estar cerca del mar. De todo, lo que más le gusta, es caminar: sin que nadie mire, sin que nadie moleste, sin tener que explicar nada. De todo, lo que más le gusta, es Montevideo.
Esta es la historia de Arely Cárdenas, 36 años, mexicana, arquitecta -con una maestría en Urbanismo y cursando un doctorado en Historia y estudios regionales- y de cómo un día llegó a Montevideo sin conocer nada ni nadie, tuvo una sensación que no había sentido nunca y decidió que sería su lugar.
Nació en Xalapa, capital de Veracruz, al sureste de México, y es la menor de tres hermanas. A los 17 se fue a estudiar arquitectura a Guadalajara, una de las ciudades más grandes de México -tiene seis millones de habitantes, y la suya 400.000- con una importante actividad cultural.
Aunque en Veracruz hay una universidad grande, Arely ha tenido, desde siempre, la inquietud de saber cómo viven las personas en otros lugares, de conocer otras formas, otros espacios. Y como la educación era un pilar importante para ella, pero sobre todo para su familia, vio la oportunidad de irse y lo hizo. “En mi casa es muy importante la formación y esa era la única forma en que yo sabía que me iban a apoyar para poder viajar e irme a otro lado”, dice.
Después tuvo la oportunidad de vivir en otros lugares: un intercambio en Chile, un tiempo en Estados Unidos, un tiempo en Canadá. Después, la vida siguió, más o menos, como tenía que ser: estudió una maestría, volvió a México, se preparó, dio un examen y fue aceptada en la universidad de Veracruz para hacer el doctorado. Había un camino que tenía que seguir y no había, en un país en el que todo sucede demasiado rápido, tiempo para frenar y pensar.
En eso estaba, Arely, estudiando su doctorado, cuando se encontró con la investigación de Eduardo Álvarez Pedrosian, un docente uruguayo de laUniversidad de la República, que tenía que ver directamente con el enfoque de su trabajo: la historia de los barrios, la transformación de los lugares. Y como la inquietud de expandirse siempre estaba y la universidad le daba apoyo para hacer un intercambio internacional, le mandó un mail, se presentó, le dijo que le interesaba venir a trabajar su tesis a Montevideo, y, un día se tomó un avión hacia un país del que no sabía prácticamente nada.
No fue inmediato, pero sí en poco tiempo. Se instaló en un apartamento en el Cordón con dos chicas más, se dedicó a leer, a investigar, a escribir su tesis. Pero, también, a conocer. No fue inmediato, pero sí en poco tiempo. Porque mientras caminaba por Montevideo, hubo algo que se empezó a sentir diferente: la sensación de estar en un lugar que no se parecía a otro, una comodidad que no sentía en México, pero que tampoco había sentido en Chile, en Canadá, en Estados Unidos, un estado del cuerpo en el que las cosas pesaban menos.
Estuvo en Montevideo cuatro meses. Hizo amigas. Empezó a salir con alguien. Alargó su estadía todo lo que pudo. Regresó a México sin querer irse, pero con un plan: volvería, porque así lo habían acordado con el uruguayo con el que salía.
En su país las cosas estaban distintas, porque ella, también, estaba diferente. Regresó a su ciudad, pero sus padres ya no vivían ahí y sus hermanas tampoco. Siguió con su doctorado, pero no podía dejar de pensar en Montevideo: en lo que había sido la vida en Uruguay, en su barrio, en el apartamento que compartía con sus amigas, en el plan con aquel hombre, en las caminatas, en el aire, en la constante sorpresa que le generaba esta ciudad que, para ella, vivía lenta, tranquila. Había algo en esa forma que a ella la había cambiado. No sabía qué era, pero sí que tenía venir una vez más, quedarse, volver a vivir en este lugar.
Al tiempo, aquel hombre, el del plan, el de la promesa, le dijo que todo había sido muy apresurado, que al final no. Arely se quedó sin el plan de regreso, y, sobre todo, sin una excusa para cuando le dijera a su madre que quería volver a Uruguay. Porque, para ella, para dejar la tierra, para irse lejos del país y de la familia, había que tener un por qué. O estudiar, o encontrar una pareja, casarse, tener hijos, tener una casa. Eso habían hecho sus hermanas mayores: se habían ido a Chile y a Estados Unidos o por estudio o por amor.
Pasó un tiempo hasta que compró un pasaje a Montevideo sin fecha de regreso. Pasó un tiempo hasta que le contó a su madre que se volvía porque sí, sin ningún motivo, solo porque sentía que había encontrado su lugar. Pero, sobre todo, pasó un tiempo hasta que Arely empezó a entender algunas cosas: que no tenía que seguir ningún camino, que no había ninguna forma, que no hacía falta que nadie estuviese esperándola para vivir en ningún sitio, que no tenía que tener ningún motivo para querer irse y, sobre todo, que no tenía que enamorarse para sentir amor.
Fue en ese proceso, mientras pensaba en todas estas cosas con un pasaje ya comprado, que empezó a hacer una lista. “Sacudidas al amor romántico”, la llamó. Y escribió en ella todas las formas que podía tener el amor, todas las situaciones en las que lo había sentido: la vez que una desconocida la convidó, sin decir nada, con media palta en México, donde son extremadamente caras, cuando tarareó las canciones de José José, cantante mexicano, en las que no creía en absoluto, pero que igual le hacían pasar un buen momento, las caminatas por las calles de Montevideo, la libertad que sentía en Montevideo, la manera tan despreocupada y tan sencilla de Montevideo, la forma en la que nadie opinaba sobre su cuerpo ni sobre su aspecto en Montevideo, la diversidad de Montevideo, la belleza de Montevideo.
Volvió a Uruguay sin ninguna certeza más que la de sentir que tenía que estar acá. No tenía trabajo ni oportunidades, pero no importaba. Vivió los primeros meses en la casa de una amiga, consiguió un lugar propio en el barrio Palermo, escuchó de cerca el sonido de los tambores y pensó en que se parecía al fuego, rompió con la carga de tener un título universitario, una maestría y un doctorado, supo que vivir en otro lugar también implicaba ser de otra manera, se dispuso a empezar de nuevo, a trabajar de lo que hiciera falta, consiguió un puesto en un instituto para dar clases de softwares de arquitectura, siguió buscando otras oportunidades, volvió a caminar por la ciudad, volvió a mirar hacia arriba y hacia los costados, volvió a escuchar el viento, a sentir el aire, a mirar la forma de los árboles y del mar, se hizo más preguntas que antes, empezó a pensar en ella, se conoció como no lo había hecho nunca. Confirmó que no había que seguir ningún camino. Confirmó que la vida no tiene una sola forma. Y el amor tampoco.
Una casualidad, un beso, una palabra, una certeza, un comienzo, algo que, de pronto, tiene el poder de cambiarlo todo. Cuando eso sucede el mundo cambia su colores, los corazones se aceleran, la vida tiene otro sentido. Hay quienes dicen que eso, así, es el amor. 130 pulsaciones es un ciclo para contar esas historias en las que el amor, en cualquiera de sus formas, tiene la potencia de cambiarlo todo.
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