Redacción El País
Francisco Acuña de Figueroa fue un poeta que creó el himno uruguayo, así como el himno de Paraguay. Se trató de un artista polifácetico. Quizá lo más fascinante al repasar su biografía es su verdadero camaleonismo, tanto político como personal. Fue un hombre que le fue fiel a cuanto gobierno anduvo por la vuelta, que se encontraba cobrando impuestos para Lecor en el momento en que Lavalleja y los suyos avanzaron por la provincia, que antes había besado la mano del rey Juan VI en Río de Janeiro mientras los orientales pagaban con cárcel o exilio la revolución, y que luego, años más tarde, se convertiría en una especie de patriota retroactivo, dedicándole versos encomiásticos a esas gestas de las que no participó.
Se convirtió así en un poeta empedernido. Aprendió latín, tradujo a Horacio -entre otras grandes obras-, admiró los clásicos, y se obsesionó con la forma, el ritmo, la métrica.
Lo iría dominando todo, desde pomposas odas y elegías hasta enigmas y acertijos. Lo que lo distinguía era su facilidad para jugar con las palabras.
Creó el himno uruguayo, pero primero tuvo un largo trayecto. Y quizá la primera muestra de ese prodigioso manejo del lenguaje, al derecho y al revés, lo desplegó en los primeros años de la década de 1810, cuando las tropas artiguistas -junto a las porteñas- sitiaron Montevideo.
Pero, además, a Acuña lo obsesionaba la visibilidad. Quería estar. Quería ser visto. Quería formar parte de todo, no por amor al arte, sino por amor a sí mismo. ¿Fue el poeta patrio? Hay quienes dicen que sí, otros que no. Lo que sí fue un poeta con todas las letras: que observó, participó, se alejó, se acercó, escribió, testimonió y creó obras innumerables durante sus más de 70 años de vida.