Para cuando llegó a filas de Buenos Muchachos, Pancho Coelho ya era: el que nació en el Prado, en una casa que antes fue conservatorio; el hijo de una violinista y un guitarrista, el que se crió en dictadura, entre discos de Liszt, Beethoven, Caetano Veloso y Choncho Lazaroff. El niño que se enfermaba mucho, faltaba a la escuela y pasaba horas y horas leyendo enciclopedias de la NASA, consumiendo cómics —Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón, El Dedo, Guambia—, escuchando la radio y grabando sus propios cassettes.
El que estudió percusión y siempre tuvo una guitarra cerca. El que se preparó sin pensarlo para entrar al preuniversitario de la Escuela de Música. El que vivió con amigos en Porongos y Colorado jugando el juego de hacer una canción por día. El que cursó Bellas Artes. El que sacudió la escena con la banda Pompas y pasó de colarse a los toques de Chicos Eléctricos a recibir a Nico Barcia en su casa y a tener a Gabriel Barbieri bañándose de jeans en la piscina que habían puesto en la azotea. El que cruzó fronteras y surcó las salas de Brasil tocando con Danteinferno.
“Después vinieron los Buenos”, dice una tarde a El País, y la forma en la que dispone esas palabras es, en sí misma, la forma de un quiebre.
Buenos Muchachos, una de las bandas más importantes del rock uruguayo —hoy en suspenso—, fue la plataforma más masiva para su trabajo como guitarrista, la que lo llevó a las mejores salas, a los mayores públicos y a entender —sobre todo a entender— qué cosas se pueden hacer cuando hay convicción.
Pero el inventario Pancho Coelho no acaba ahí. Padre, docente y hoy parte de las bandas Filo (un supergrupo que, entre otros, integra el buen muchacho Marcelo Fernández) y Rita y El Chivo (con otros Buenos, José Nozar y Nacho Gutiérrez), Coelho también es solista. Es el cantante y compositor que, a más de 10 años de su ópera prima, El Alta, estrena Otario, para volver a empezar.
“Lo que pasó con El Alta fue que no pude sostenerlo. Tenía una banda lindísima, pero no pude encarar. Entonces, cuando pensé en sacar otro disco, en realidad no pensé en una continuación de aquello: aquello —el emprendimiento, la idea—, ya estaba muerto”, dice. “Pero esta vez sí”.
Por eso, tocará este viernes en Espacio Vacío (Gutiérrez Ruiz 1111), una sala pequeña, un marco apropiado para empezar a compartir este disco que pudo ser muchas cosas y al final es esencialmente de guitarra y voz, crudo, con espacio para mostrar los errores y con la raíz en la contradicción.
“Esa fue LA decisión. Porque a Nacho (Echeverría, productor del disco) le fui con un paquete de cosas y unas ideas, y habíamos resuelto volver a vernos y en el medio le dije: ‘Creo que vamos a hacer otra cosa’. Porque al final vuelvo a poner un montón de cosas entre medio, un montón de capas y de pátinas de cosas que están buenas, ojo, pero eso ya lo había hecho. Lo que no había hecho era ir con la canción pelada, como cuando la mostrás por primera vez. Entonces me pareció más honesto jugar con ellas como habían nacido”.
Otario (Feel de Agua) es una combinación singular, un disco de cantautor que construye un ambiente guitarrero por momentos tensos, alivianado con versos de humor o cinismo. En la tapa del disco hay un mantel amarillo con flores blancas, un plato, y el nombre del álbum, tan tanguero, escrito con fideos de letras. La obra de Martín Batallés y Gabriela Costoya es una buena síntesis de ideas.
El álbum rescata algunas canciones que incluso vienen de tiempos anteriores a Pompas, de ahí que aparezcan, por ejemplo, letras con menciones a Movicom. “Eso era todo un dilema para mí, pero después terminó siendo la parte más interesante”, dice. “Empezó a tener sentido que se notaran las dudas, los pifies, los ruidos de la banqueta en la que estaba sentado, la risa porque toqué un acorde que no era y por suerte Nacho no paró la grabación. Y que se notaran esas cosas me parecía un valor. No sé. Creo que sigue siendo un valor. Creo que es lo que más me gusta del disco”.
Hay algo de esa decisión que responde a las enseñanzas que Coelho, un cantor franco, recogió de aquellos años de under: que cada artista era capaz de encontrar su manera, su propia forma de decir. “Fue una suerte de amparo, ¿viste? Un: ‘dale que está bien hacer, no te cagues. Dale que es un camino y una búsqueda. Y mirá para afuera, pero también mirá un poco para adentro”’.
Hay otra parte que la aprendió en Bellas Artes y tiene que ver, dice, con el baño de humildad. Con que no hay que andar persiguiendo tanto el estilo porque al final viene, aparece solo, y a lo mejor se revela así, en forma de un disco demorado que llega con esta línea de presentación: “Sin despreciar la escoria ni el nudo. Cantar, reír y que quede registro de todo”.

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