Si 20 años no es nada, 95 ediciones anuales son un montón. Y es lo que cumplen este domingo los Oscar, los premios al mérito que entrega a la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas afincada en Hollywood y que, desde entonces han sido una prueba del poder industrial y artístico del cine. Y siempre han estado rodeado de polémicas, acusados de conservadores y liberales, de retrógrados y modernos y juzgados por sus omisiones y sus exageraciones.
Se entregan desde 1929 y han superado crisis globales, de modelo de negocio, de sensibilidad popular y ahora hasta una pandemia y se han mantenido como el más importante agasajo en su rubro. La Palma de Oro de Cannes es importante pero nadie anda discutiendo sus errores o sus aciertos. El Oscar, aunque menos que antes porque a nadie le importa nada, siguen siendo relevantes para un perseverante nicho de mercado.
La Academia, el apócope con el que se la identifica a la responsable de los reconocimientos, fue fundada el 4 de mayo de 1927 a impulso de Louis B. Mayer, el mandamás de la Metro-Goldwyn-Mayer, uno de los cinco grandes estudios de la época. Fue pensada, como ya alguien dijo como una combinación de sindicato y organización de marketing.
Era, y es, una autocelebración que reflejaba la consolidación del sistema de estudios (la manera de producción vertical que caracterizaría al cine americano hasta mediados de la década de 1950) y el desarrolo tecnológico de su arte. Reconocía el alcance que había ganado el cine y fue una manera, también, de tener controlados a los incipientes y beligerantes sindicatos de técnicos, guionistas y directores; no sirvió de mucho ya que la década de 1930 estaría llena de huelgas.
La Academia está conformada por las 17 ramas que conforman la creación de película. Ahí están los actores, los directores de casting, los fotógrafos, los diseñadores de vestuario, los diseñadores de producción, los directores, los documentalistas, ejecutivos de la industria, editores, maquilladores y peluqueros, los músicos, los productores, los relacionistas públicas, los cortometrajistas y animadores, los sonidistas, los encargados de los efectos visuales y los escritores. Cada una de las ramas vota para conformar la lista de nominados que luego son decididos por el plenario en votación secreta.
Aunque la cifra es secreta, se supone que hoy superan los 9.000 votantes (los fundadores fueron 36) entre los que hay, por ejemplo, tres fotógrafos uruguayos (César Charlone, Pedro Luque y Bárbara Álvarez). Para ser académico, hay que ser invitado o haber estado nominado a un Oscar.
La primera ceremonia del Oscar estaba más cerca de esas “cenas de los famosos” que se hacen acá que del despliegue de televisión, moda y farándula que es ahora. Fue el 16 de mayo de 1929 y allí se entregó por primera vez la estatuilla que creó Cedric Gibbons, el ilustre diseñador de la Metro. El origen del nombre está disputado entre su parecido el tío de una secretaria de la academia, al marido de Bette Davis o alguna referencia a una rutina de vodevil. Todas son versiones apócrifas.
El primer Oscar a mejor película fue para Wings de William A. Wellman, una Top Gun de la época ambientada en la Primera Guerra Mundial; es una película rutinaria pero con recursos que aún causan cierta sorpresa. Como para compensar, se le otorgó a Amanecer, la primera película americana del expresionista alemán, FW Murnau, el premio a la calidad artística. Esa dualidad ha estado siempre.
No han cambiado mucho -más allá de retoques coyunturales para adaptarse a los cambios sociales- la manera de elegir, de presentar y de recibir los premios.
Se entregan una vez al año en una fiesta televisiva que ha cambiado de conductor (este año es Jimmy Kimmel que vuelve después de un lustro) y que está marcada por el despliegue de estrellas entregando o recibiendo premios. Incluye lascanciones nominadas, clips celebratorios y un recuerdo a los académicos que se fueron de gira, un eufemismo que no está bueno.
Los nominados y los ganadores los definen los miembros de la Academia, en un procedimiento ultrasecreto del que todos recién se enteran cuando abren el sobre. Los procedimientos son vigilados por un estricto reglamento que no ha impedido algunas quejas y escándalos.
Tanto control y ceremonial no ha evitado cosas como un actor pegándole al conductor o un activista corriendo desnudo detrás de David Niven.
Ni ha impedido todas las omisiones que se han cometido. La lista es conocida: no tienen Oscar por un trabajo específico directores como Hitchcock, Kubrick, Chaplin o Welles, quienes han sido reconocidos, sí, con premios a su trayectoria. Han ganado directores y películas de los que, la verdad, nadie se acuerda.
Han sido, eso sí, un diagnóstico de sensibilidades de su tiempo. En 1976, por ejemplo entre las nominadas al premio mayor estaban un par de reflexiones sobre esos años convulsos (Taxi Driver, Poder que mata), la biopic de un trovador comunista (Esta tierra es mi tierra) y una crónica (optimista) sobre una debacle política (Todos los hombres del presidente). Ganó Rocky, la película de Sylvester Stallone que demostraba que los sueños de la clase obrera podían cumplirse en un ambiente tan tóxico. Toda una declaración de principios.
Es que el Oscar, y este año va a a, ser igual, es mucho que un premio artístico. Es una campaña de marketing, un hecho político y un comentario cultural.
Pero principalmente es un momento de nuestras vidas y otro domingo acostándonos tardísimo, enojados porque, una vez más, no ganó nuestra favorita. Y eso es parte del encanto de estos premios nonagenarios.