El río Uruguay era testigo todas las mañanas de una cruzada en kayak de un adolescente, que remaba ida y vuelta todos los días de Concordia a Salto y pedaleaba kilómetros y kilómetros en su bicicleta para poder jugar al tenis. No era un adolescente cualquiera, sino que en la ciudad ya se había corrido la bola de que tenían a un prodigio. Eso sí: con el estudio no quería saber nada. ¿Su nombre? Pablo Cuevas.
Más de dos décadas después, en Salto se sigue hablando de ese niño. Hoy, ya como un histórico del tenis que conoció el mundo siendo un novato y ayer le puso punto final a una memorable carrera profesional que le permitió convertirse en leyenda del deporte uruguayo.
Un título de Roland Garros en dobles (2008) -el único para la historia del país- y otros seis torneos ATP en singles son solo una foto de su extenso museo de copas, que en realidad guarda varios trofeos más importantes en la intimidad de su ropero. Por nombrar solo algunos: Martín Cuevas, su hermano y compañero; Clarita, su esposa, y Alfonsina y Antonia, sus dos “tesoros”.
La huella de Cuevas es tan peculiar por los rastros que dejó sobre el polvo de ladrillo como por el anecdotario de vivencias que se esconden detrás de un tenista hoy devenido en entrenador, que ama la pesca, es despistado cuando se encuentra con famosos y utilizó la táctica de “ladrón de bancos” para conquistar a su señora.
Sí. Por más curioso que parezca, así como se las ingenió durante 20 años para pegarle a la pelotita amarilla y darle un paseo a sus rivales, en otras canchas -como el boliche Lotus de Montevideo- también mostró maña para ganar uno de los mejores partidos de su vida.
—Y... ¿Vos qué hacés?
—Yo robo bancos —le dijo a quien hoy es señora. La hizo reír y quedó arriba, ganando el primer set.
Ella psicóloga. Él jugador de tenis. Eligieron una vida poco compatible para algunos, pero que se transformó en un camino de aprendizaje para un dúo inseparable que hasta llegó a ser cómplice de maldades en hoteles por diversas partes del mundo.
El español David Marrero, uno de los socios de Cuevas en el dobles, fue una de las víctimas preferidas de la pareja, que hasta le llegó a dejar pañales usados de una de sus hijas adentro de su cuarto para descomprimir la seriedad laboral y compartir un momento de risas.
—Cuando tenés hijos, te cambia la perspectiva de la vida y de cuáles son las prioridades. Te hacen madurar y darte cuenta de que a veces el resultado es una consecuencia, pero al final del día las cosas más importantes son otras. Obviamente que era su carrera y siempre quería ganar, pero ellas le permitieron disfrutar más del camino. Antes capaz que Pablo perdía y no salía a ningún lado a caminar o a conocer y después que tuvimos a las nenas la frustración se le iba un poco más rápido. Al final, estábamos todos juntos en un lugar precioso, sanos, entonces podíamos salir a disfrutar y a conocer de una ciudad linda. Las derrotas compartidas eran más amenas —dice Clarita.
Artífice del flechazo amoroso, lo acompañó desde sus inicios, cuando todavía flotaba entre el puesto 100 y 200 del ranking mundial de la ATP. Entendió cómo eran las reglas del juego y aceptó una vida de trotamundos que por momentos la tenía distanciada durante varias semanas de él en Uruguay, cuidando de sus hijas, y de a tramos era la principal testigo de sus logros atravesando cada rincón del planeta.
La historia familiar y las coincidencias con Salto marcaban que estaban “predestinados” a eso, casi a la par de Bebu, su hermano seis años más chico, que fue su discípulo tenístico y le ganó “2 o 3” de “50.000 entrenamientos”.
—Los 25 o 26 de diciembre se estuvo yendo para Australia durante 10 años. Cumplía años el 1° de enero allá, solo. Recién a los 33 o 34 empezó a disfrutar de la otra vida: de la familia, de las hijas. Pero fue un animal. Pasó varios momentos difíciles y el peor fue el de la rodilla en 2012, cuando perdió en la semifinal de Estoril contra (Juan Martín) Del Potro y después se tuvo que retirar en Roland Garros. A partir de ahí, estuvo dos años parado. Se operó de la rodilla, no pudo volver, se operó nuevamente en Estados Unidos y al otro año recién se recuperó. No le encontraba la vuelta hasta que conoció a un kinesiólogo-acupunturista y hacía de todo: se iba a dormir temprano y se ponía los electrodos, se levantaba y hacía la kinesiología, intentaba y no podía. Esos dos años fueron durísimos, pero le sirvieron para fortalecer la cabeza. Porque volvió y al octavo torneo ya ganó su primer título -recuerda su hermano.
El despistado que no reconoció a Lugano, le ganó a Nadal y canceló un entrenamiento con Federer
Cuevas fue, durante varios años, un inconsciente. Pero un inconsciente privilegiado: tenía tres bolas de break-point en contra y sacaba como si estuviera en un entrenamiento; le tiraban un globo que lo hacía quedar de espaldas a la cancha y se inventaba un tiro entre las piernas; tenía la avidez de un chiquilín y la madurez de un hombre curtido por el remo.
Como jugador, fue tan espontáneo como despistado. Balbuceó por el número 19 del mundo y dejó una de sus copas sobre una repisa de un hotel de Torino porque no tenía espacio para llevársela. Jamás volvió a recuperarla.
Lo reconocieron Fabián Carini y Bruno Fornaroli en diferentes partes del mundo y él, con esa misma sonrisa inocente que tenía de chico, les devolvió el saludo, pero a uno de ellos lo confundió y al otro ni siquiera lo reconoció hasta que, horas después, su cerebro ató cabos.
Eso no es todo. También visitó la concentración de la selección uruguaya en Quito, por el año 2004, con la idea de compartir unos mates. A la salida, el amigo que lo acompañó no podía creer la pregunta que le estaba haciendo.
—No entendí. ¿Dónde era que jugaba entonces el hermano de Forlán?
—¿Sos tarado?
—Me dijo que era el hermano...
—¡Lugano, tarado, Lugano!
Hay mucho para decir de Pablo Cuevas. Desde que tramó un escape del jardín con cuatro años, fingió desmayarse para ganar un torneo, que Lionel Messi lo vio dormido en Barcelona cuando entró al vestuario del Conde de Godó hasta que le ganó a Rafael Nadal o no se animó a entrenar con Roger Federer en Suiza porque su inglés era “malo”. 6.000 caracteres de un diario no alcanzan.
Tal vez Cuevas no estuvo hecho para otra cosa que no fuera ser un jugador “trabajador”, talentoso y “perfeccionista”. Tal vez por eso no tuvo tiempo de entrenar esa faceta carismática que entra perfecto en el combo de jugador-ídolo que tienen como boceto los uruguayos. Pero tal vez en el país jamás tengamos esa misma empatía que tienen los argentinos, del otro lado del charco, por el deporte que practicó.
Lo que seguro quedará saldado para siempre en los libros es su legado. Así como hoy, en la entrada al Carrasco Lawn Tennis, descansa una plaqueta que recuerda su triunfo en el dobles de Roland Garros, en unos años la pluma deberá dejar cuenta de lo que fue el capítulo más importante en la historia del tenis uruguayo.
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