Una opción compleja

Mientras en Oslo se aguardaba, cada vez con menos esperanza la llegada de Carolina Machado, en Venezuela la tensión con Estados Unidos se revela insoportable. Con la pérdida de su soberanía aérea y el despliegue, en sus costas, de la flota más poderosa del mundo, la dictadura caribeña podría vivir sus últimas horas. Pese a que nadie pueda asegurarlo a la vista que ello está en manos de un ente imprevisible como es el caso de la política exterior del gigante del norte bajo la presidencia de Donald Trump.

Porque no se trata solamente de las particularidades sicológicas del hombre al timón de los destinos de los desbocados Estados Unidos, lo realmente novedoso es la conformación geopolítica de un mundo, que por primera vez en su historia acepta que uno de sus componentes, el militarmente más avanzado, pueda dictar las reglas, en todos los órdenes, desde los económicos a los culturales, a los que, de ahora en más, deberá ceñirse el mundo. Algo que ni Roma, en el cenit de su poder militar y civilizatorio, pero permanentemente en estado de guerra, pudo jamás conseguir.

Todo, bajo el pretexto de un orden internacional donde los habitantes del planeta, particularmente las mayorías marginadas, pobres y desposeídas, no podrán seguir el ancestral impulso a radicarse en otras tierras, sin ser perseguidas del modo más cruel por el poder imperial. No solo si sus aspiraciones son trasladarse a los Estados Unidos, sino a cualquier otro lugar de la tierra. “Imperator Mundi” ha decidido que de ahora en más en cualquier lugar del planeta regirá el “principio nacional”, una regla que dispone que los infortunados de la tierra deberán vivir y morir donde les ha tocado en suerte nacer. Sin osar cambiar su lugar.

Aquellos países que no respeten este principio incurrirán, así está sucediendo, en decadencia inevitable y. serán mal tratados por el soberano. Tal, para empezar el caso de Europa, una civilización milenaria que, bajo decreto imperial ha entrado, según él, en “decadencia irreversible.” En este inédito contexto mundial, Donald Trump ha ordenado, entre sus múltiples decisiones planetarias, modificar el poder en Venezuela. Maduro, el patético dictador caribeño, continuador del ridículo Hugo Chávez, ha de ser sustituido por un Presidente democrático. Corina Machado o quien elija el pueblo venezolano, particularmente si escoge a un favorecido por el poder del imperio. Una resolución que lamentablemente Corina parece aplaudir.

Frente a este panorama de valores encontrados cuesta optar. Desde hace años Maduro representa a los dictadores latinoamericanos de peor calaña, como bien retrataron Vargas Llosa o García Márquez en su aguda novelística. Individuos como Somosa, Trujillo, Pinochet o Stroessner, cuyo recuerdo perturba por su vesania política. Sin duda todos anhelamos terminar con este autócrata que ha sometido a su pueblo al exilio y a la tiranía. ¿Pero lo queremos aún si ello supone la negación absoluta de la soberanía de las naciones y el pisoteo del derecho internacional, sometido a los deseos inconstantes y generalmente incomprensibles del Imperator Mundi? ¿Debemos librarnos de este patético dictador aun cuando ello se logre bajo una consigna como “America first”, que desconoce la independencia y la dignidad de siete mil millones de personas.

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