Hoy votamos para dirimir por mayoría ciudadana una diferencia relevante de políticas públicas entre dos formas distintas de diagnosticar y enfrentar los problemas importantes del país.
Es verdad que estamos resolviendo el diferendo a la uruguaya. En distintas partes del mundo, como por ejemplo Chile o Francia, las instituciones o las prácticas democráticas no prevén mecanismos que canalicen disensos fuertes, y los malestares sociales terminan degenerando en manifestaciones populares con violencia, asedio a la legalidad gobernante, y deslegitimación de la democracia en sí como forma de convivencia política y social.
Aquí, el referéndum de iniciativa popular ha sido utilizado desde 1985 como una herramienta que ha servido para evitar males mayores. Nuestra institucionalidad es sabia, ya que para zanjar cuestiones relevantes aplica un remedio general en principio inapelable: la soberanía popular del voto obligatorio. Sin embargo, esta solución a la uruguaya que tanto nos distingue presenta tres problemas graves.
El primero refiere a la actitud izquierdista que relativiza el resultado de las urnas. Hay dos ejemplos contundentes. Por un lado, la ley de caducidad votada en 1986, ratificada por el pueblo en 1989 y plebiscitada de hecho nuevamente en 2009 -ya que no fue anulada por la votación popular-, que terminó contrariada por una nueva ley de 2011 solo votada por la mayoría regimentada frenteamplista en el Parlamento. Por otro lado, la campaña que por años la mayoría izquierdista de la Institución Nacional de Derechos Humanos ha llevado adelante junto a principales referentes del Frente Amplio (FA) para aprobar la votación de uruguayos radicados en el exterior, cuando eso fue rotundamente rechazado por el pueblo soberano en octubre de 2009.
El segundo problema refiere a una actitud muy cercana a la primera, que es cuando la izquierda proclama la necesidad del consenso. Lo dijo el presidente del FA hace poco: sea cual fuere el resultado (cuando todas las encuestas señalaban un favoritismo del No), al otro día hay que procurar consensos entre gobierno y oposición.
En realidad, esa voluntad consensual busca impedir, nuevamente, que la mayoría ejerza su liderazgo y conduzca al país. Pierdo en 2019, busco referéndum; y si pierdo en 2022, exijo consenso.
El tercer problema refiere a las demoras que estos ejercicios de democracia directa imponen al país. Un programa de acción votado por mayoría popular en 2019 y aprobado por amplia mayoría parlamentaria en 2020, no logra quedar del todo firme casi dos años más tarde, a pesar de que su aprobación fue considerada políticamente urgente por esas mayorías.
Detrás de la aceptada sapiencia para dirimir asuntos graves por voto popular se ha escondido históricamente un costo enorme, que casi nadie señala, pero que se ha traducido en una miríada de acciones silenciosas: por ejemplo, las decenas de miles de uruguayos relativamente más calificados que han emigrado. Es que los referéndums han sido utilizados para contrariar ímpetus reformistas: es cierto que no hay revueltas sociales, pero transitar un camino que disguste a las minorías intensas izquierdistas se hace así demasiado largo y escarpado.
Hoy votamos, sí. Pero no es una fiesta cívica.