Un intercambio acerca de la fundación nacional en el que participaron, entre otros, Julio María Sanguinetti y Enrique Sayagués Areco, merece atención en estos días tan cercanos a la conmemoración del 25 de agosto.
Todo surge a partir de la publicación del ineludible “La fuerza de las ideas” de Sanguinetti, en donde se defiende la tesis de que la existencia del Uruguay como país independiente, más allá de las vicisitudes del lustro 1825-1830, tiene profundas raíces propias, hechas de autodeterminación, independencia, soberanía y personalidad, que de ninguna manera pueden ser relativizadas con la peregrina tesis según la cual somos el resultado de un “invento inglés”.
Sayagués, por su parte, inspirado en los trabajos de Guillermo Vázquez Franco (“Traición a la patria”, en su edición de 2021, desarrolla con detalle el argumento), hace hincapié en que nunca tuvimos voluntad real de independizarnos de las demás provincias argentinas entre 1825 y 1830, y que para asentar la idea de una nacionalidad propia y diferente a la argentina, destacados historiadores, como Pivel Devoto, por ejemplo, dedicaron imaginación y erudición a crear una “Cantata Artigueña” que disimuló hechos históricos claves.
Sayagués concuerda con Sanguinetti en que hay que formar jóvenes en el orgullo de pertenecer a una República digna en la que valga la pena vivir. Y aquí está la clave de un debate que no es solo histórico. Si en un inicio no fuimos más que un invento inglés: ¿por qué no apostar a una patria grande que abandone nuestra identidad de Estado-nación y volver así al cauce de unidad natural con una gran Argentina?
Parte del malentendido es atribuir a los conceptos de patria y pueblo definiciones modernas.
No es que Sayagués lo crea, pero sí que hay poderosas corrientes de pensamiento, inspiradas en Abelardo Ramos y Alberto Methol, por ejemplo, que bogan por ello; y actores políticos relevantes, como por ejemplo José Mujica, que han trabajado mucho en ese sentido.
Parte del malentendido es atribuir a los conceptos de patria y pueblo definiciones modernas y ya marcadas por concepciones nacionalistas: en 1828 no había ninguna patria argentina tal como se la entendió luego en 1880, 1930, 1990 o 2020. Le asiste razón a Sanguinetti al mostrar signos claros de identidad particular en la Banda Oriental desde al menos 1811; y le asiste razón a Sayagués en señalar que, para delinear la identidad nacional, el Uruguay del siglo XX construyó un relato histórico sesgado en el que el protagonismo de Pivel, sin duda, fue fundamental.
El problema de fondo es el desliz que demasiadas veces ocurre entre aceptar cierta mano inglesa en nuestra Historia, y deducir luego que nunca fuimos diferentes a los porteños y que somos una misma nación que sufrimos una partición por causas extranjeras e imperialistas. La inteligencia de nuestro relato nacional y de nuestro nacionalismo republicano, en la que se inscribe Pivel, es valorar los mojones históricos que dan sentido de origen propio, a la vez que asientan una inclusión amplia (ni vencidos ni vencedores, ya en 1851) de extranjeros desarraigados aquerenciados a estas tierras, y cuyos hijos debían (y siguen debiendo) abrazar una identidad nueva y orgullosa de sí misma.
Somos orientales lisos y llanos. Como decía Herrera, con arresto y con halago: mi vaso es pequeño, pero yo bebo en mi vaso.