Fue una gambeta inesperada. El presidente galo jugó en el límite de las reglas democráticas francesas. Gambeteando sobre la línea, Emmanuel Macron eludió la victoria de la izquierda en las elecciones legislativas y nombró a un miembro del partido conservador que quedó en cuarto lugar, o sea entre los perdedores.
No violó ninguna ley, pero la jugada de Macron es lo suficientemente controversial como para justificar la ola de indignación que inundó las calles de París en protesta por no haber respetado la voluntad expresada en el voto.
El sistema galo es un presidencialismo con dosis fuerte de parlamentarismo, por lo que las elecciones legislativas son las que establecen quien ocupa el cargo de primer ministro, aunque a la designación final la decidida el presidente.
Dicho de otro modo, el jefe de Estado es el que elige al jefe de gobierno, pero la lógica democrática y la tradición de la V República lo obligan a elegirlo entre las figuras del partido más votado en los comicios parlamentarios. Pues bien, Macron dejó de lado esa tradicional obligación y, más de dos meses después de la elección en la que ganó la coalición izquierdista Nuevo Frente Popular, sacando un conejo de la galera que despistó a todo el arco político eligió como primer ministro a un hombre del partido centroderechista Los Republicanos, uno de los derrotados en las urnas, con el acuerdo al que se vio obligada la extrema derecha que quedó relegada al tercer lugar.
El conejo que sacó de la galera es Michel Barnier, un conservador de perfil bajo al que no desprecia demasiado la centroizquierda y digiere a duras penas la ultraderecha que lidera Marine Le Pen, mientras desprecia con la misma intensidad que a los socialdemócratas Eric Zemmour, el exponente de la extrema derecha bonapartista.
No era fácil negociar con los británicos por dos razones: no había precedentes de lo que estaban negociando y del otro lado de la mesa de negociación estaba el imprevisible y desprolijo Boris Johnson, primero saboteando los esfuerzos de razonabilidad de Teresa May y después tomando él mismo el timón de un barco a la deriva. Pero Michel Barnier tuvo la paciencia, el cálculo y el buen pulso para el tira y afloje de un proceso que se iba inventando sobre la marcha.
Haber sido el negociador de la Unión Europea (UE) para la concreción del Brexit hizo notable a ese conservador que siempre jugó en las segundas y terceras líneas. Aún habiendo negociado la compleja salida británica de la UE, su fama era limitada hasta que Macron lo sacó de la galera para desconcertar a la izquierda dura, a la derecha extrema y también a los propios.
El astuto y escurridizo presidente francés intentó, primero, armar un cerco para aislar electoralmente a la ultraderechista Agrupación Nacional (AN) que lidera Le Pen y postuló para primer ministro a Jordan Baradella. Como a la sorpresa electoral la acabó dando el Nuevo Frente Popular, la coalición de izquierda dura y centroizquierda que aglutinó y lideró La Francia Insumisa, el partido izquierdista filo-marxista de Jean-Luc Melenchon, el presidente francés giró en U y terminó buscando un candidato a primer ministro que no sea vetado por AN para que, con el respaldo de la centroderecha gaullista y del propio Ensemble centrista y liberal de Macron, pudiese encabezar el nuevo gobierno.
A esta jugada inesperada hasta por los propios la facilitó la fragilidad del Nuevo Frente Popular por la dificultad de su facción socialdemócrata para apoyar al ideologizado y controversial Melenchon.
En síntesis, sin haber violado ninguna ley, el mandatario francés le hurtó el triunfo a la coalición izquierdista, obligó a la extrema derecha a votar a favor de su elegido y sacó al partido centroderechista Los Republicanos de su derrotado cuarto puesto haciendo que de sus filas saliera el nuevo primer ministro, como si a la elección la hubieran ganado los que perdieron.
Haber jugado tan al límite, tan en el borde de las reglas de la democracia liberal, justifica la indignación que expresada en las calles francesas. La astucia turbia con que maniobró el jefe de Estado lo obligará a que, en los dos años que le quedan de presidencia, ayude a Michel Barnier a realizar una buena gestión, porque cualquier error podría generar graves crisis políticas. Y Macron ya no tendrá margen para futuras gambetas ni le quedarán conejos en la galera.