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El show de la exasperación

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Una de las tantas contradicciones de este Occidente preapocalíptico en el que vivimos está en el auge de dos modas bien contrapuestas. De un lado, la corrección política, según la cual todo lo que uno diga, por nimio que sea, puede estar ofendiendo a alguien y alimentando una catarata de reivindicaciones victimistas. Y del otro lado, la siempre creciente agresividad irracional que sustituye al debate de ideas.

En el primer caso, me resultó revelador que un buen amigo periodista haya tenido que pedir disculpas públicas por denominar como “chanchos” a los inspectores de tránsito, un mote humorístico con que se los viene designando desde hace décadas. Es el mismo sarpullido de literalidad con que, una vez, una liga de fútbol europeo sancionó a un jugador uruguayo por haber escrito en un tuit “gracias, negrito”. ¡Justo ellos, que han dado cátedra de discriminación racial a lo largo de la historia, nos castigan por usar una expresión que para nosotros es simplemente cariñosa!

En el segundo caso, hubo dos ejemplos recientes de primitivismo relacional entre las personas, por diferencias políticas. Me refiero a los agravios recibidos por el expresidente José Mujica de parte de una horda de libertarios argentinos, que no merecen ser definidos como tales (porque si algo debería caracterizar a una persona que se afilia a un credo de libertad, es la tolerancia y respeto hacia quien defiende ideas diferentes a las propias).

El otro ejemplo se dio en nuestro país, con los insultos proferidos por un grupo de estudiantes contra los policías que, con encomiable paciencia, intentaban cumplir con su deber de asegurar la circulación de tránsito. Corearon consig-nas que cuestionaban la calidad de trabajadores de los agentes e incluso proclamaban que su sindicato debía abandonar el Pit-Cnt.

Aunque hayan sido proferidos por personas desde extremos opuestos del espectro ideológico, los insultos contra Mujica en Buenos Aires y contra los policías aquí son dos caras de una misma moneda. Transgreden los límites de la legítima libertad de expresión.

Con la comprensible decisión de los medios de comunicación de difundir esos hechos -no hay duda de que merecen ser divulgados- se cae en un bucle que promueve su reiteración. Porque aquellos que no tienen credenciales intelectuales para influir con pertinencia en la opinión pública, terminan alcanzando de un día para el otro un estrellato que los encandila y refuerza en su manera de actuar. Y mientras haya algún sector político al que convenga soliviantar los ánimos, los usará para llevar agua a su molino.

El asunto es preocupante porque cada vez más se degrada la calidad del debate público, forzando las reglas de juego democráticas y sustituyendo razones por improperios.

Respecto a lo que le ocurrió a Mujica, algunos dirigentes libertarios argentinos se deslindaron del escrache. Hicieron bien, pero no pueden ocultar que la manera siempre insultante que utiliza su líder Javier Milei hacia quienes califica de “zurdos de mierda”, influye directamente en las cabecitas autoritarias de sus seguidores.

Las encuestas revelan que esa intolerancia le está dando frutos. Es una lástima, porque cuando Milei empezó a aparecer en programas de televisión, hacía un saludable esfuerzo por educar a sus compatriotas, con lenguaje llano, sobre la superioridad de la economía de mercado en comparación con el viejo colectivismo peronista. Pero con su éxito, pareciera que se lo comió el personaje, haciendo que aquella prédica racional haya devenido ahora en pura intolerancia.

Algo de eso pasó en nuestro país hace algunos años con el propio Mujica, cuyo “no sea nabo”, pronunciado en televisión a un sorprendido Néber Araújo, abrió una nueva etapa en comunicación política, muy diferente a la que el país había conocido hasta entonces. A partir de allí, mucha gente empezó a confundir franqueza con irrespeto y cultura cívica con prepotencia.

En Argentina lo veo cada vez más complicado, pero en Uruguay aún estamos a tiempo de desandar ese camino.

Puede ser que las opiniones respetuosas y bien argumentadas tengan menos clics y peor rating que las guarangadas, pero está en nosotros -comunicadores, docentes, políticos- elevar el nivel del debate para aventar ese penoso show de exasperación.

Mucho de esto está previsto en la Transformación Educativa y en la actual política cultural del Estado. Pero ahora, que se habla de formalizar un acuerdo programático de la coalición, es un buen momento para insistir en la importancia de incentivar el espíritu crítico y deslumpenizar la cultura. Fortalecer los estímulos que enriquecen el intelecto y afinan la sensibilidad. Mejorar conscientemente la calidad de las declaraciones públicas, reemplazando adjetivos banales por argumentos serios. Restar énfasis a las noticias taquilleras pero irrelevantes. Evitar, en suma, que las mayorías se abroquelen en los extremismos ideológicos que están dañando a tantas democracias.

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Álvaro Ahunchain

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