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Diálogo no; negociación

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Claudio Fantini
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Diálogo es la palabra que resuena en la escena venezolana. El Vaticano habla de diálogo; México y Uruguay se ofrecieron como articuladores de ese diálogo. Nicolás Maduro usó ese término. Pero lo que Venezuela necesita no es un diálogo.

La propia palabra es inadecuada en este caso. En definitiva, para que haya diálogo tienen que existir dos logos (dos razones) contrapuestos. Y en Venezuela no hay dos razones, sino una: el régimen debe terminar y el país debe regresar a la democracia pluralista y a la división de poderes.

Decir que ya no hay lugar para el diálogo ¿implica que la única salida es militar? En absoluto. En Venezuela no hay lugar para diálogo ni para solución militar. El error de quienes consideran que rechazar la opción bélica favorece al régimen porque solo se lo puede sacar con las armas, se explica mediante la "teoría de las verdades contradictorias", de Isaiah Berlín. Ese gran exponente del pensamiento liberal explicó que podían existir dos razones igualmente verdaderas, a pesar de contradecirse entre sí. El caso venezolano lo prueba.

Es tan cierto que no puede haber una solución militar como que no puede haber solución que no implique el final del régimen calamitoso que encabeza Nicolás Maduro.

Si a la solución no se llega por el diálogo ni por la violencia, ¿cómo se llega? Por la negociación.

Dialogar no es posible, pero negociar sí. Y no es lo mismo dialogar que negociar. Solo se dialoga desde razones contrapuestas, mientras que es posible negociar con la sinrazón.

En la mesa de negociación, lo único que se puede ofrecer al régimen es impunidad. Una concesión dolorosa debido a sus crímenes. También la corrupción de la casta burócrata-militar y sus sociedades con mafias internas y extranjeras, podrían quedar impunes con una solución negociada. Aun así, la prioridad debe ser el final del régimen, evitando una intervención militar.

En una más de sus contradicciones, el presidente Donald Trump anuncia el final de Estados Unidos como "policía del mundo" y la retirada de Siria y de Afganistán, mientras coloca en posiciones claves de la política exterior a John Bolton y Elliott Abrams, dos exponentes del intervencionismo belicista más oscuro.

Bolton diseñó la mentira de las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein y la conspiración contra la búsqueda realizada por el experto sueco Hans Blix en el territorio iraquí. Y a renglón seguido propició la participación de la empresa Halliburton en la posguerra.

Tanto Bolton como el vicepresidente Dick Cheney representaban los intereses de esa empresa beneficiada con aquella guerra.

Elliott Abrams, por su parte, diseñó la venta ilegal de armas a Irán y la triangulación del pago para financiar a la insurgencia antisandinista en los años 80, además de haber propiciado el accionar de comandos de exterminio en Guatemala y El Salvador.

No se equivocan las izquierdas que denuncian la influencia de tales personajes en la ofensiva de Trump contra Maduro, aunque pecan de hipocresía, como lúcidamente advierte el analista político y académico de la Universidad de Georgetown Héctor Schamis, al invalidar toda acción externa contra dictaduras obviando el rol crucial que tuvo Jimmy Carter y su embajador en Chile, Harry Barnes Jr., en la presión externa que impidió a la dictadura de Augusto Pinochet desconocer el resultado del referéndum que marcó el fin de su régimen en 1988.

Rescatar a Venezuela de la pesadilla que la atormenta desde hace casi una década, conjurando al mismo tiempo el riesgo de un intervencionismo belicista de altísima peligrosidad, es un desafío que no puede asumirse desde el diálogo, sino desde la negociación.

Es tan cierto que no puede haber una solución militar como que no puede haber solución que no implique el final del régimen.

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