Según aclara el Ministerio del Interior, en los últimos tres meses ha aumentado el número de homicidios respecto al año anterior, muy probablemente como consecuencia de las luchas entre bandas dedicadas al narcotráfico, particularmente al narcomenudeo, muy extendido en barrios periféricos de la ciudad. Este incremento estaría originado en la eficaz acción policial que al aumentar la represión habría exacerbado la disputa entre bandas por territorios para distribuir la droga cada vez más escasos.
Puesto que simultáneamente se han reducido los hurtos y rapiñas, la actual violencia social no sería un fenómeno generalizado, sino más bien referido a la delincuencia organizada. Una visión que repite el oficialismo, (en su momento también lo hizo el gobierno anterior) que si bien no otorga un respiro total, aisla al peor de los delitos para situarlo en los márgenes de la sociedad entre integrantes de grupos delincuenciales específicos, con lo que, en cierta medida, aún siendo repudiable, se transforma en un problema ajeno. De ellos, los delincuentes.
Aún cuando sea cierto y los registros lo confirmen, es difícil de compartir este tipo de especulación que si no constituye una directa justificación, implícitamente se acerca a ella. Dicho sea esto descontando además que el aumento de la guerra entre facciones delictivas inevitablemente crea un clima donde no solamente se muere por accidente -errores de persona, balas perdidas, irresponsabilidad en el manejo de las armas, etc.-, sino que lenta pero constantemente el valor de la vida decae a los ojos de la sociedad. Existen zonas o incluso grandes porciones de ciudades, que al declinar económicamente son abandonadas por parte de su población y se convierten en feudos delicuenciales. Estados Unidos o Inglaterra, con Detroit, suburbios de Manchester o Liverpool, y tantas otras urbes latinoamericanas testimonian este fenómeno.
Es obvio que este auge de la delincuencia confirma el imparable crecimiento de la adicción a las drogas. En un proceso que parece imparable y dirigirse a todas las naciones y a todas las clases sociales, sin exceptuar ninguna creencia. Tanta parece ser la apetencia por paraísos artificiales, que pese a sus riesgos, crece día a día el negocio del narcotráfico, generado una demanda ante la cual las políticas oficiales de los estados no alcanzan resultados, por lo menos en un corto plazo que ya excede los cien años.
Ante este desestimulante panorama de impotencia creciente, es factible pensar si la solución no estará en la liberación regulada, pero sostenida, del comercio de las drogas. Una política, que para ser total, seguramente debería tener rango internacional. Mirado desde afuera y pese a la falta de experiencia en la materia, sería dable pensar que en tal caso, por lo menos desaparecerían los delitos vinculados al narcotráfico, sin perjuicio que la campaña contra la drogadicción podría mantenerse sin sus actuales connotaciones sangrientas. Tal como ocurrió con el alcohol.
El problema es complejo, se relaciona con los límites a la autodeterminación humana y sin cambios capitales, no parece tener solución. Nada de lo cual impide estudiarlo mediante acuerdos de estados, cesando de considerarlo como un tema meramente policial.