Glosando encuentros con amigos lúcidos, escribió Ignacio de Posadas:
“Todos coincidieron en manifestar seria preocupación por la situación política de nuestro país. El veterano llegó a compararla con la de mediados de los 60, cuando campeaba en el Uruguay un profundo desencanto y hasta rechazo de todo lo que oliera a política. Y ya sabemos cómo terminó.”
Y más abajo señaló: “Es en este tipo de cuadro que suelen darse fenómenos de reacción por fuera del sistema y lo estamos viendo en muchos países. En algunos casos la reacción es por fuera del sistema de partidos, pero a veces se produce por fuera del sistema democrático.” Y concluyó: “El Uruguay tiene un problema cultural, que subyace al problema político y lo condiciona. Cambiar una cultura y, sobre todo una cultura conservadora, es muy difícil. Crear conciencia y abrir los ojos, requiere de un esfuerzo concertado.”
Concuerdo en la alarma: estamos débiles en participación y resonancia democrática, pobres de ideas, entreverados por destratos personales y acusaciones cruzadas. El pensamiento público no levanta vuelo. Justicia, voluntad, principios o ideales son palabras que desaparecieron de los discursos y de las negociaciones, por lo cual dejaron de edificar las convicciones ciudadanas. Desaparecidos esos vocablos nobles, se nos acható la vida pública, empantanada entre el culto a los datos encuestados por otros y la renuncia a los sueños de progreso y perfección
Puntualizo: en el Uruguay ya no tenemos sólo empobrecimiento político, estancamiento económico y carencia de luz y metas en nuestro horizonte de vida. Antes y más allá de eso, tenemos disminuido el proyecto humano por el que cada un pedalea. Es que por diversas vertientes ideológicas, se nos injertó la costumbre de jugar al achique, no arriesgar opinión, y vivir la libertad como una mera yuxtaposición de posturas y no como el más fecundo de los métodos para buscar el bien común.
Una sociología ramplona nos enseñó a dibujar a la sociedad como un campo de batalla para la contraposición de intereses, olvidando el amor al prójimo que desde hace 25 siglos nos enseña la filosofía greco-judeo-cristiana e ignorando la solidaridad y la conducta de apego que pusieron en valor la etología y la filosofía de los valores.
Genéricamente podemos decir que nuestro problema es cultural, a condición de no llamarle cultura a cualquier excentricidad y a cualquier delirio fundado en cómo se percibe cada uno. Por eso, cada vez más uno siente que más que un problema político, económico o cultural, lo que tenemos es un inmenso problema personal. En verdad, ha avanzado lo mecánico sobre lo viviente, se ha enrolado a todos en automatismos, se ha perdido leguaje para expresar sentimientos y se ha bajado la guardia en la defensa de lo humano.
La hoy expandida náusea por la política nace no sólo de los gazapos de un Presidente y las contradicciones de un partido de gobierno. Nacen de haber perdido el hábito ciudadano de juzgar en voz alta y con principios firmes y haber reconstruido la democracia sin voces callejeras y sin opinión pública.
Por lo cual, cuando nos llega la Navidad con su luz de Renacimiento para cristianos y no cristianos, debemos sentirnos interpelados en conciencia por la tonante pregunta de la historia: ¿estamos luchando por el Estado de Derecho o estamos silbando bajito, mirando para otro lado?