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El triunfo y su sombra

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CLAUDIO FANTINI
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Lo que parece probar con nitidez el informe de Robert Mueller, es la honestidad del fiscal especial que investigó la trama rusa.

Si hubiera actuado pensando en él mismo y en la notoriedad que alcanzaría en la historia y en la política norteamericana, es probable que habría encontrado la forma de que las conclusiones finales de su informe resultasen perjudiciales para Trump.

Respetado por los demócratas y por los republicanos que tienen como íconos conservadores a figuras como John McCain y, por ende, desprecian el populismo extravagante que ven en el actual presidente, Mueller podía convertirse en estrella si manejaba con cierta flexibilidad la investigación que le habían encargado.

Pero no lo hizo. Sencillamente, se atuvo exclusivamente a la misión que le habían encomendado: investigar si Trump o sus colaboradores más cercanos “conspiraron o se coordinaron con el gobierno de Rusia en sus actividades de interferencia en las elecciones”.

En esa afirmación, Mueller está ratificando lo que ya habían concluido el FBI, la CIA y otras agencias de inteligencia: hubo injerencia rusa para favorecer a Trump, saboteando la campaña de Hillary Clinton. Pero su misión no era responder sobre si hubo o no injerencia rusa, sino la referida a una posible “colusión” entre la campaña de Trump y las operaciones del Kremlin contra la candidata demócrata.

O sea, si la campaña del magnate coordinó acciones con los agentes rusos. Y no encontró pruebas de que eso ocurriera.

Esta es la parte del informe que Trump anunció con estridencia y que usará como prueba de victoria contra la “caza de brujas” que denunció desde el inicio del caso.

Lo que no explicará el presidente ni su fiscal general, William Barr, es por qué, sabiendo el equipo de Trump (y seguramente el propio candidato) que existía una conspiración rusa para perjudicar a Hillary Clinton, no la denunciaron públicamente.

Tanto el resumen de Barr como el que había recibido del mismísimo Mueller, señalan puntualmente que no se detectaron coordinaciones entre el equipo de campaña de Trump “con el gobierno de Rusia en sus actividades de interferencia en las elecciones”.

Así planteado, se da por sentado que el informe confirma lo que ya había denunciado la inteligencia norteamericana: hubo injerencia rusa. Esa injerencia fue para perjudicar una campaña y beneficiar a otra.

En Europa existen serias sospechas de que el Kremlin ha influido en varios procesos electorales occidentales, cuidándose de no involucrar a los beneficiarios de sus acciones, porque involucrándolos activamente, los perjudicaría en caso de que se descubra esa injerencia.

Para que un batallón de hackers robe información confidencial que difundirá a través de WikiLeaks, y un ejército de trolls generen tendencia en la opinión pública y orienten el voto de millones de personas, Moscú no necesita la colaboración de los beneficiados por tales acciones.

La cuestión es si sabían o no que Rusia estaba operando a su favor. Pero esa no era la pregunta que debía responder Mueller. Y no la respondió.

Su estricto apego a las reglas y a la ley se ve también en la respuesta sobre posible obstrucción de Trump a la Justicia cuando echó al jefe del FBI, James Comey, porque pretendía seguir investigando la trama rusa, y a su secretario de Justicia, Jeff Sessions, por no frenarlo.

¿Es delito que un presidente eche al jefe del FBI y a un miembro de su gabinete? No.

¿Pudo ser la intención de Trump al echarlos protegerse del Rusiagate? Si.
No hay delito, pero tampoco exoneración. Así respondió Mueller. Lo justo. Ni más, ni menos.

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