Redacción El País
A diferencia de años anteriores, la selección del personaje 2025 en el mundo fue un ejercicio más bien simple. Si bien hubo otros casos notables, ningún otro generó tanto impacto como el presidente Donald Trump.
En apenas 11 meses tras su retorno a la Casa Blanca, el presidente de EE. UU. ha forzado a que gobiernos, instituciones y ciudadanos se replanteen temas transversales como la economía, la seguridad y el poder en el siglo XXI. Para bien o para mal, Trump lidera un cambio global.
Aunque la retórica empleada durante la campaña electoral del 2024, donde el republicano se impuso con cierta comodidad frente a la demócrata Kamala Harris, ya auguraba una presidencia aún más explosiva que la que encabezó entre el 2017 y el 2021, pocos -salvo probablemente su núcleo más cercano-, anticiparon lo estruendoso que sería su regreso a la Casa Blanca.
En sus 11 meses de gobierno, Trump, como una aplanadora, ha reconfigurado alianzas históricas, desmantelado sectores enteros, empujado a Estados Unidos por un sendero que muchos ven como autoritarista y borrado -de un plumazo- las bases que sostenían el comercio internacional. Acciones, en su conjunto, que se han sentido no solo a nivel interno sino en todos los rincones del planeta.
En la arena doméstica, su mandato se ha caracterizado por una dramática expansión del poder Ejecutivo a través de decretos y órdenes ejecutivas que le han permitido ejecutar una agenda con tinte nacionalista que avanza con el auspicio de un Congreso de mayoría republicana que parece rendido a su poder.
Como prometió, uno de sus énfasis ha estado en el área migratoria, donde reactivó y amplió programas de deportación acelerada, ordenó redadas masivas en ciudades santuario y desplegó unidades tácticas del ICE en zonas urbanas para ejecutar arrestos en centros laborales, estaciones de transporte y colegios.
Según cifras oficiales, durante estos primeros 10 meses en el poder la administración ha deportado a casi medio millón de personas, la mitad de lo que había prometido el presidente, pero una cifra histórica comparada con anteriores gobiernos.
Paralelamente, Trump también ha venido desmantelando pilares históricos del aparato federal. El Departamento de Estado, por ejemplo, sufrió uno de los recortes más profundos de la era moderna, con la eliminación de direcciones enteras vinculadas a derechos humanos, cambio climático y diplomacia pública.
El Departamento de Educación, por su parte, fue reducido a su mínima expresión mientras que otras dependencias y centros de pensamientos desaparecieron por completo.
La expansión del uso de fuerzas federales dentro del territorio estadounidense marcó otra ruptura. Su relación con la prensa, que ya venía en franco deterioro, se ha tornado en un verdadero campo de batalla.
El sistema judicial tampoco ha escapado a esta dinámica. Trump ha desafiado directamente decisiones de cortes federales, demorando o negándose a implementar fallos relacionados con inmigración, transparencia o límites al Ejecutivo.
“Ya sabíamos que Trump 2.0 sería disruptivo. Pero la escala de su agenda y la velocidad con que la ha implementado han sido aplastantes. En estos primeros meses hemos descendido por un espiral antidemocrático que normalmente suele tardar años en consolidarse”, dice Gail Hert, exfuncionario de la CIA y parte de Estado Estable, organización de más de 340 exmiembros de agencias de seguridad que acaba de publicar el reporte Valoración sobre el declive democrático.
Según sus autores, Estados Unidos estaría entrando en una fase de “autoritarismo competitivo”, donde las instituciones continúan funcionando formalmente, pero son manipuladas de manera sistemática para asegurar beneficios políticos a un solo actor.
En el frente internacional, el regreso de Trump a la Casa Blanca se ha traducido en un brusco viraje respecto a la arquitectura global construida desde la Segunda Guerra Mundial. Washington se ha distanciado de sus socios europeos tradicionales y ha puesto en duda la viabilidad de la OTAN, llegando incluso a suspender contribuciones clave para su financiamiento con la idea de que Europa “vive gratis bajo el paraguas militar estadounidense”.
Este realineamiento se hizo evidente en los grandes conflictos abiertos. En Ucrania, la Casa Blanca congeló por momentos parte de la asistencia militar, condicionándola a negociaciones directas con Moscú que condujeran a un acuerdo de paz.
En Medio Oriente, si bien la política de Trump ha estado marcada por un respaldo firme a Israel y una posición ambigua frente a la crisis humanitaria en Gaza, su plan de paz condujo a la liberación de los rehenes por parte del grupo terrorista Hamás y un frágil cese al fuego que limitó de manera considerable los muertos en el enclave.
En materia económica, Trump sacudió el tablero al imponer aranceles globales del 10% a todos los países del mundo -y muy superiores para naciones específicas- bajo el argumento de restablecer un supuesto desequilibrio en la balanza comercial y promover la producción estadounidense.
Con el paso de los meses, sin embargo, ha quedado claro que el principal objetivo de la estrategia era sacar provecho del músculo económico del país para obtener concesiones de sus competidores y sin dar mayor consideración al impacto de sus políticas en las relaciones bilaterales con países aliados o rivales. Pero también el uso de las tarifas como herramienta política para castigar a gobiernos percibidos como hostiles o premiar a los amistosos.
Pese a ello, la apuesta arancelaria ha comenzado a mostrar que tiene límites. Hace un mes, contra la pared por las presiones inflacionarias, el aumento de precios al consumidor y el descontento entre sectores empresariales, Trump terminó retirando las tarifas de miles de productos para tratar de contener un malestar económico que se vio reflejado en los pobres resultados del partido republicano en las elecciones de noviembre pasado.
Pero si hay una región donde la impronta de Trump ha sido contundente es América Latina. De ser considerado el “patio trasero”, el hemisferio occidental se ha convertido en la prioridad estratégica de su política exterior, en una reinterpretación agresiva -y militarizada- de la llamada doctrina Monroe y que fue oficializada el pasado viernes con el anuncio de la nueva Estrategia de Seguridad Nacional. Si aquella se resumía en “habla suave y lleva un gran garrote”, la versión actual, según analistas, es “habla duro y lleva un misil”.
En la nueva hoja de ruta se establece el objetivo de lograr la paz a través de la fuerza y la prosperidad a través de la soberanía y en la que reorientará los recursos para enfocarse en los retos más apremiantes de este hemisferio.
La administración desplegó el mayor contingente militar en el Caribe en décadas, reforzó operaciones navales contra embarcaciones sospechosas y declaró a diversos grupos narcotraficantes como “narcoterroristas”, habilitando acciones militares directas. Previamente, había ventilado la idea de tomarse el canal de Panamá si el gobierno no cortaba lazos con China, anexarse Groenlandia y volver a Canadá el estado número 51.
En paralelo, el presidente ha amenazado explícitamente con bombardear países como Venezuela, Colombia y México si, según él, “no controlan la salida de drogas hacia Estados Unidos”, en una reinterpretación radical de la lucha contra el crimen organizado donde Washington parece estar dispuesto a tomar acciones unilaterales si sus “socios” no colaboran.
Sin lugar a dudas, la versión más extrema de la nueva “doctrina Trump” es la amenaza latente de un posible ataque -o invasión- de Venezuela para remover del poder a Nicolás Maduro, a quien ahora consideran narcoterrorista y jefe del Cartel de los Soles. Pero el objetivo de fondo, según sus propios asesores, es restablecer la hegemonía estadounidense en lo que considera es un “vecindario estratégico”.
John Feeley, exembajador de EE.UU. en Panamá, ha dicho que “Trump tiene una visión muy neoyorquina del control territorial (donde mafias, empresarios y comerciantes se dividían los barrios), pero aplicada a la política exterior. Para él, las Américas son su esfera de influencia natural”.
La estrategia, como en su enfoque arancelario, ha sido dicotómica. Mano dura contra gobiernos percibidos como rivales y recompensas para quienes se alinean con Washington.
Argentina, por ejemplo, recibió un préstamo de 20.000 millones de dólares en un momento crítico. Asimismo, El Salvador, Ecuador, Guatemala, Bolivia y Panamá obtuvieron beneficios comerciales, apoyo político o alivio de sanciones gracias a su afinidad con Trump. Del otro lado, Colombia, Nicaragua, Cuba y Venezuela han enfrentado nuevas sanciones, amenazas y presiones inéditas.
De acuerdo con el último sondeo de Gallup, el nivel de aprobación de Trump se ubica en el 36% (con un 60% de rechazo), el valor más bajo de su segundo mandato y cercano a su peor número histórico -el 34% que registró al final de su primer gobierno, tras el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021-.
En esos comicios el partido republicano sufrió aplastantes derrotas en gobernaciones claves como Virginia y Nueva Jersey, y retrocesos importantes en legislaturas estatales donde anticipaba avances. Señales que preocupan a los estrategas, pues temen que la radicalización del mandatario y el malestar por el estado de la economía esté empezando a erosionar apoyos entre votantes independientes, suburbanos y otros grupos minoritarios (como los latinos) que podría costarles el control del Capitolio en las elecciones de mitad de término previstas para noviembre del año entrante. Sergio Gómez Maseri - Corresponsal El Tiempo / GDA - Washington
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