¿Y si las series tienen razón? Lo que El Eternauta, The Last of Us y otras revelan sobre el fin del mundo

Series, películas y libros posapocalípticos están llenos de amenazas invisibles -espaciales, microbianas o tecnológicas- que dejan en ruinas a la civilización. Pero ¿qué tan cerca están esas catástrofes del mundo real? ¿Cuáles de esas amenazas son científicamente plausibles?

eternauta.jpg
Primeras imágenes de "El eternauta" de Netflix.
Foto: Alan Roskyn | Mariano Landet

Cuando el mundo se apaga en la ficción, casi siempre hay una posible explicación científica. Una nevada radiactiva que cae del cielo (El Eternauta), un hongo que toma el control del cuerpo humano (The Last of Us), un megavolcán que explota (Paradise), una inteligencia alienígena que manipula las leyes de la física (El problema de los tres cuerpos), una tormenta solar que derriba satélites (Geostorm), una gripe fulminante global (Estación Once) o un cambio climático tan extremo que obliga a buscar un nuevo planeta donde vivir (Interstellar). El menú es demasiado amplio; la angustia, conocida.

Desde hace décadas, series, películas y libros posapocalípticos están llenos de amenazas invisibles -espaciales, microbianas o tecnológicas- que dejan en ruinas a la civilización. Algunas premisas son pura ficción. Otras, no tanto.

Pero ¿qué tan cerca están esas catástrofes del mundo real? ¿Cuáles de esas amenazas son científicamente plausibles? ¿Y por qué nos fascina tanto la idea de que todo podría desaparecer de un momento a otro? Aquí nos adentraremos en la llamada ciencia del día del juicio final detrás de algunas de las series del momento.

eternauta-2 (19576240).jpg
El Eternauta

Nieve radiactiva.

El Eternauta, la icónica historieta del argentino Héctor Oesterheld y cuya adaptación para Netflix está protagonizada por Ricardo Darín, presenta una Buenos Aires sumida en la oscuridad tras un apagón total, mientras una misteriosa nevada tóxica comienza a diezmar a la población. En medio del desconcierto, mientras intentan sobrevivir sin saber qué ha desatado el apocalipsis, el profesor de física “Tano” Favalli (interpretado por César Troncoso) comparte su hipótesis con Juan Salvo (Darín): los cinturones de Van Allen se rompieron, los polos se apagaron y partículas radiactivas comenzaron a liberarse.

¿Qué hay de cierto en esta teoría? “Bueno, eso de la nieve radioactiva, eso no puede ser”, dice con seguridad el astrónomo Tabaré Gallardo, investigador del Instituto de Física de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República (Udelar).

La explicación de Favalli quizá no resista un análisis científico riguroso, pero toca varios temas reales, algunos incluidos entre las amenazas que provienen del espacio: la inversión de los polos magnéticos, las anomalías en el campo magnético terrestre, las tormentas solares y los rayos cósmicos, entre otros. Aunque el colapso climático por estas causas sigue siendo especulativo, una falla tecnológica masiva -como la que podría provocar una gran tormenta solar- sí es un escenario plausible.

cinturones van allen NASA.png
Cinturones de Van Allen
Nasa

El campo magnético terrestre es una de las grandes defensas naturales del planeta. Aunque invisible, actúa como un escudo que protege a la Tierra de las partículas cargadas que llegan del espacio, en especial del viento solar: un flujo constante de protones y electrones que viajan a velocidades cercanas a los 400 kilómetros por segundo.

Además de desviar buena parte del viento solar, el campo magnético atrapa muchas de estas partículas en estructuras conocidas como los cinturones de Van Allen: dos zonas concéntricas que rodean el planeta -una más interna y otra más externa- donde quedan retenidos protones y electrones a velocidades altísimas. Estas partículas constituyen lo que se conoce como radiación peligrosa.

“Si uno se mete ahí, los protones cargados positivamente pueden ser atraídos por nuestros átomos, que tienen electrones con carga negativa”, explica Gallardo. En términos sencillos: esas partículas pueden atravesar nuestro cuerpo y dañar el ADN celular, aumentando el riesgo de cáncer, no matando directamente. Por eso, las misiones espaciales planifican cuidadosamente sus trayectorias para evitar una exposición prolongada a estas zonas.

Una alteración significativa de los cinturones de Van Allen no es solo material de ciencia ficción. Un caso real ocurrió en 1962, cuando Estados Unidos detonó una bomba nuclear a 400 kilómetros de altura -una altitud similar a la de la Estación Espacial Internacional- durante la prueba conocida como Starfish Prime. Con una potencia equivalente a unas cien bombas como la de Hiroshima, la explosión inyectó una gran cantidad de partículas energéticas en los cinturones, provocando una tormenta geomagnética que generó auroras boreales artificiales, apagones, interferencias en las comunicaciones e incluso fallos en satélites y equipos electrónicos. Fue una advertencia temprana sobre cómo la manipulación del espacio cercano puede tener consecuencias inesperadas y disruptivas.

En El Eternauta, los cinturones de Van Allen funcionan como un eco plausible de ese “manto invisible” que protege la vida, pero que se vuelve una trampa mortal cuando se “rompe”: al hacerlo, la radiactividad cae del cielo en forma de nieve.

Gallardo descarta esa posibilidad en la realidad. “Si apagás el campo magnético, tendrías un chorro de partículas cargadas viajando a altísima velocidad, pero su movimiento no es circular alrededor de la Tierra, sino que describen trayectorias en hélice. Algunas golpearían la atmósfera, pero en las capas superiores; difícilmente llegarían al suelo, porque toda la atmósfera funciona como una barrera muy eficiente para detener electrones, protones o núcleos atómicos”, explica.

¿Y la inversión de los polos podría ocurrir de forma abrupta? “Nadie sabe”, responde el astrónomo Tabaré Gallardo. Y agrega: “No es lo que se ve”. La realidad es que el campo magnético no se da vuelta como una tortilla. Las llamadas “excursiones geomagnéticas” pueden durar desde unos pocos siglos hasta miles de años. La última gran excursión ocurrió hace unos 41.500 años: los polos se invirtieron y, 500 años después, volvieron a su posición original.

“Lo que pasó con la Tierra está escrito en las rocas de las dorsales oceánicas. En el fondo del océano hay zonas donde se forma continuamente suelo por el enfriamiento de la lava. Al solidificarse, los minerales quedan orientados según el campo magnético del momento. Y esas rocas muestran que el campo ha cambiado de polaridad unas 20 veces en los últimos cinco millones de años”, explica Gallardo. Y concluye: “Siempre se rearma”.

Puede que la nevada radiactiva no tenga sustento científico y que un colapso de los cinturones de Van Allen sea improbable. Pero las alteraciones del escudo magnético de la Tierra -y sus consecuencias- no son pura ficción. En El Eternauta, esa nieve que cae sin previo aviso sigue recordándonos lo frágil que puede ser la vida cuando lo invisible se vuelve una amenaza. Y lo vital que es enfrentarlo juntos.

campos magnéticos solares nasa.png
Nuestro Sol
NASA
TORMENTA SOLAR: CAOS GLOBAL EN MINUTOS

La humanidad enfrenta un abanico de amenazas que trascienden las crisis cotidianas y se extienden a escalas planetarias, galácticas e incluso universales. La llamada “ciencia del día del juicio final” clasifica estos riesgos existenciales en distintos niveles. En la Tierra, eventos como megatsunamis, terremotos colosales, supervolcanes o el colapso del campo magnético podrían alterar radicalmente la vida. A nivel planetario, impactos de asteroides, erupciones solares extremas o incluso la posible existencia de un oscuro compañero del Sol representan peligros latentes. Pero el cosmos tampoco ofrece refugio: el paso de estrellas cercanas, estallidos de rayos gamma, supernovas o agujeros negros errantes podrían desencadenar catástrofes desde nuestra galaxia. Más allá, colisiones entre galaxias, como la futura fusión de la Vía Láctea con Andrómeda, y amenazas de escala universal como el Big Rip o la inestabilidad del vacío recuerdan que, en última instancia, el destino de la humanidad está ligado al equilibrio -siempre precario- del universo entero.

Analicemos una de estas amenazas, que ha inspirado numerosas ficciones. En Presagio (2009), una tormenta solar pone fin a la vida en la Tierra (perdón por el spoiler, pero ya pasaron unos años); en Sunshine: Alerta Solar (2007), una tripulación intenta reactivar un Sol moribundo; y en Apagón, una reciente serie española, el colapso de las comunicaciones y de la red eléctrica desata el caos. Lejos de la ciencia ficción, estos escenarios encuentran eco en la realidad. No hay que viajar mucho en el tiempo para encontrar un ejemplo: el evento G5 de mayo de 2024 fue una advertencia. Aunque no provocó daños graves, alteró el campo magnético lo suficiente como para dejar en evidencia la fragilidad de nuestra infraestructura tecnológica.

Un fenómeno como el ocurrido en 1859 -conocido como la Tormenta de Carrington- podría paralizar la vida tal como la conocemos. Aquel evento geomagnético destruyó la red telegráfica en el hemisferio norte. Si algo similar ocurriera hoy, el impacto sería devastador: en cuestión de días, el mundo retrocedería tecnológicamente al siglo XIX. Y el período de recuperación podría extenderse por años.

¿Y afectaría a Uruguay? Por supuesto. No solo porque no somos una isla tecnológica aislada, sino porque este rincón del mundo está ubicado en la llamada anomalía magnética del Atlántico Sur, una zona donde el campo magnético terrestre es inusualmente débil. “El paraguas que nos protege de todas las partículas cargadas que golpean la Tierra aquí funciona como un embudo; es decir, entra mayor cantidad de partículas”, explicó la geóloga Leda Sánchez, presidenta del Consejo Directivo del Observatorio Geofísico del Uruguay.

Esa vulnerabilidad no es teórica: ya está provocando perturbaciones técnicas en los satélites que orbitan la región, según datos de la constelación Swarm de la Agencia Espacial Europea. Y el fenómeno se intensifica. “Se ha visto una clara disminución del campo magnético terrestre en la región del Río de la Plata, con valores de intensidad del orden de 22.800 nanoTeslas, cuando deberían superar los 31.000”, explicó Sánchez. De mantenerse esta tendencia, para el año 2100 podríamos alcanzar niveles cercanos a los 17.000 nanoTeslas. La anomalía -que lleva más de 600 años formándose- ha acelerado su desarrollo y expansión en las últimas décadas.

Las consecuencias potenciales son tan invisibles como peligrosas. Las corrientes inducidas por tormentas solares -conocidas como GIC, por su sigla en inglés- pueden propagarse a través de cables eléctricos, oleoductos y líneas ferroviarias, afectando semáforos, centrales nucleares y redes eléctricas. También penetran hasta 300 kilómetros en el interior del planeta. Uruguay, por su ubicación costera y suelos de baja conductividad eléctrica, es especialmente vulnerable a este tipo de fenómenos.

Y el impacto también se sentiría en lo cotidiano. Nuestro celular, que se conecta con al menos 22 satélites para darnos la posición en tiempo real, podría convertirse en poco más que un pisapapeles. La dependencia tecnológica nos expone a un colapso silencioso, sin monstruos ni explosiones, pero igual de letal.

Cascarudos asesinos.

Luego de la caída de la nieve tóxica en El Eternauta, la supervivencia sigue viéndose amenazada por unos cascarudos gigantes. ¿Se habrá inspirado Oesterheld en Diloboderus abderus? Esta especie es quizá la más reconocible cuando uno piensa en coleópteros: el bicho torito, ese que luce un cuerno largo, fino y afilado (en los machos). Y si de inspirar a un monstruo extraterrestre se trata, al menos tiene más pinta que sus parientes más simpáticos, como el guitarrero o la vaquita de San Antonio.

Diloboderus abderus es una de las 400.000 especies de escarabajos descritas en el mundo; en Uruguay, se han registrado más de mil. “Es el grupo animal de mayor riqueza; representa el 25% de todas las especies animales que existen en el mundo”, explica la entomóloga Patricia González, especialista en coleópteros de la Udelar. Eso sí -aclara-, ninguno lanza nada que se parezca a una telaraña (y, por supuesto, tampoco disparan rayos como en el cómic).

Aunque presentan comportamientos especiales que merecen atención y bien podrían inspirar criaturas de ficción. “En general, son bastante inocuos para el ser humano -los daños que ocasionan, en realidad, son de tipo económico, por especies que se alimentan de pasturas y cultivos, como justamente lo hace el bicho torito-: no tienen aguijones ni veneno, pero sí pueden morder”, señala González.

Hay cascarudos predadores que poseen mandíbulas muy afiladas, “en forma de hoz”, que clavan en sus presas -otros insectos, sobre todo en estado larval- para luego “segregar saliva que las digiere”. En el país también hay especies que no disparan rayos por los ojos, pero sí una sustancia ácida por el ano para defenderse de los depredadores. “Liberan ese ácido como en forma de explosión para quemarlos y así escaparse”, cuenta la experta. Y también hay aquellos que se alimentan de materia orgánica muerta -léase cadáveres-, como lo hace el Corynetes ruficollis, que habita en el territorio.

Volviendo a El Eternauta, allí los cascarudos extraterrestres construyen nidos en Buenos Aires. Ese comportamiento también se observa en algunas especies reales. Sin ir más lejos, las hembras del bicho torito excavan galerías subterráneas y construyen nidos con restos vegetales y excrementos de animales, donde luego depositan sus huevos.

En la naturaleza, además, no hay escarabajos más grandes que 20 centímetros -algo que difícilmente imponga terror, más allá de fobias particulares-; no obstante, pueden acumularse en grandes cantidades, en particular en años de sequía, como sucedió en el verano de 2024 en algunas playas, debido a que un mayor número de larvas sobrevive a los meses fríos y lluviosos. “Los adultos emergen todos a la vez y pueden suceder distintas cosas: a veces son atraídos por los focos de luz y aparecen en las calles o en las carreteras; otras veces vuelan hacia la costa y no se sabe bien por qué, si es que son atraídos por el reflejo del agua o los lleva el viento”, explica la entomóloga.

En El Eternauta, los cascarudos son enormes, letales y obedecen a una inteligencia superior: son armas biológicas en una guerra intergaláctica. Su amenaza es pura ficción, pero no del todo inverosímil. En el reino animal, los escarabajos dominan en número -y algunos incluso tienen sus propias armas químicas-. Son criaturas modestas, sí, pero con una capacidad de adaptación tan extraordinaria que bien podrían haber inspirado una invasión de otro mundo.

Pedro Pascal y Bella Ramsey
Pedro Pascal y Bella Ramsey son Joel y Ellie en The Last of Us.
Foto: Archivo

Hongos y zombies.

Pasemos a otro mundo posapocalíptico. En The Last of Us, la humanidad colapsa por culpa de un hongo: el Cordyceps muta debido al calentamiento global y se vuelve capaz de infectar a los humanos, convirtiéndolos en zombies asesinos. Con el estreno de la segunda temporada, la pregunta reaparece: ¿hay algo de cierto detrás de esta historia?

La respuesta corta es: no, Cordyceps no puede zombificar personas. Pero la historia no es del todo inverosímil. “El escenario que plantea la serie es poco probable, por no decir casi imposible”, afirma la micóloga Dinorah Pan, investigadora de la Facultad de Ciencias de la Udelar. “Nuestra fisiología es muy diferente a la de los insectos, que sí pueden ser infectados”, agrega.

Cordyceps es real y cuenta con más de 400 especies identificadas, sobre todo en zonas tropicales de Asia y América. Algunas de ellas son parásitos especializados en insectos. Uno de los más fascinantes -y espeluznantes- es Ophiocordyceps unilateralis, que ataca a la hormiga carpintera. Le inyecta una neurotoxina que altera su sistema nervioso y la obliga a trepar por la vegetación y morder una hoja, donde quedará atrapada hasta morir. Luego, el hongo se alimenta de su cuerpo y libera esporas para seguir propagándose.

“Actúa sobre la musculatura de la hormiga. Pierde el control de su cuerpo y, cuando muerde una hojita, ya no puede abrir más la mandíbula. Ahí queda. Como un zombie”, describe Pan.

Cordyceps hongo last of us.jpg
Cordyceps zombificando a una avispa

Aunque los humanos no tenemos nada que temer de Cordyceps, los hongos en general sí representan un problema creciente para la salud pública. Las infecciones fúngicas invasivas han aumentado a nivel mundial, en parte debido al incremento de personas inmunocomprometidas, como pacientes oncológicos, trasplantados o con enfermedades crónicas. Además, está creciendo la resistencia a los antifúngicos.

Un ejemplo actual es Aspergillus, un género que incluye más de 600 especies, algunas de las cuales pueden causar infecciones respiratorias severas, como la aspergilosis pulmonar. Un estudio de la Universidad de Manchester advirtió que el calentamiento global -con proyecciones de aumentos de entre 2,6°C y 3,1°C- podría facilitar la propagación de especies como A. fumigatus, A. flavus y A. niger en regiones templadas de Europa y Norteamérica, afectando potencialmente a más de 10 millones de personas. Y ya hay señales de alarma en América del Sur. Este mes se registraron dos casos de aspergilosis pulmonar en Chile. Fueron pacientes con cuadros clínicos graves, lo que evidenció el riesgo que representa este hongo en entornos hospitalarios.

Aunque no genera zombies ni controla la mente como en la serie, Aspergillus puede afectar los pulmones y, en casos extremos, el cerebro.

Cordyceps hongo last of us _parasitando_uma_mosca.jpg
Cordyceps zombificando una mosca

“Muchos hongos son oportunistas: necesitan una debilidad del huésped para infectar. En una persona sana, el sistema inmunológico suele controlarlos. Pero si ese sistema falla, pueden invadir órganos y causar enfermedades graves”, explica Pan.

El sistema inmunológico de una persona sana suele controlar o eliminar las esporas que circulan en el aire, en el suelo o incluso sobre alimentos y objetos. Pero en pacientes inmunodeprimidos, quemados, trasplantados o con enfermedades crónicas, un hongo puede volverse letal. Y aquí entra en juego otro desafío creciente: la resistencia a los antifúngicos.

En The Last of Us, un hongo mutante provoca el fin de la humanidad. En la realidad, el cambio climático podría estar preparando el terreno para que hongos oportunistas como Aspergillus se expandan en silencio, afectando a millones. No habrá hordas de infectados mordiéndose entre sí, pero sí un desafío creciente para la salud pública si no se refuerzan la vigilancia sanitaria, la investigación científica y las medidas de prevención. “Nadie piensa en los hongos hasta que tiene un problema con ellos”, resume Pan.

paradise serie.png
Paradise, disponible en Disney+

Megavolcanes y más desastres.

¿Podría el mundo terminar por una cadena de catástrofes -un supervolcán, un megatsunami, un terremoto masivo y, por si fuera poco, una guerra nuclear- ocurriendo al mismo tiempo? Al menos eso es lo que plantea Paradise (Disney+), una serie que apuesta por un apocalipsis tan excesivo como intrigante (hasta con un asesinato presidencial incluido), aunque con algunos destellos de realidad.

En la línea de The Last of Us, el gran culpable en Paradise es el cambio climático (aunque, es cierto, los gobiernos tampoco ayudan). La serie toma como excusa algunas amenazas geológicas que podrían sellar el día del juicio final. El fin del mundo comienza con la erupción de un megavolcán antártico. La energía liberada es tal que provoca el colapso de la plataforma de hielo, vertiendo millones de litros de agua en océanos ya en ascenso. Lo que sigue es un tsunami colosal que se desplaza a casi mil kilómetros por hora y arrasa con todo a su paso.

La ciencia real sugiere un escenario más sutil, pero no menos inquietante. Investigaciones recientes indican que el cambio climático podría estar preparando el terreno para un aumento de la actividad volcánica bajo los hielos de la Antártida. La pérdida progresiva de masa glaciar, al reducir la presión sobre las cámaras de magma, podría activar volcanes hoy inactivos y acelerar aún más el derretimiento. Se trata de un ciclo de retroalimentación climática que se desarrolla en silencio, pero cuyas consecuencias podrían ser globales.

Situación de la Antártida es preocupante para el planeta por el grave deshielo que enfrenta. Foto: Reuters

La Antártida no es solo una vasta llanura blanca. Bajo su superficie, especialmente en la región occidental, duerme un extenso campo volcánico con más de un centenar de estructuras, muchas de ellas a varios kilómetros bajo el hielo. Un equipo liderado por el geofísico Allie Coonin, de la Universidad de Brown, realizó unas 4.000 simulaciones para estudiar cómo la pérdida de hielo afecta a estos volcanes ocultos. Los modelos revelan que, al disminuir el peso que oprime las cámaras magmáticas, el magma se expande y aumenta la probabilidad de erupciones. Y cuando eso ocurre, el calor liberado desde las profundidades funde el hielo desde abajo, debilitando aún más la capa superior. El peligro no radica solo en una erupción aislada, sino en que se inicie una reacción en cadena: el calor volcánico acelera el deshielo; el deshielo reduce la presión sobre otros volcanes; los volcanes se activan; y así se perpetúa un bucle de inestabilidad.

Por ahora, estos procesos se desarrollan a escalas de tiempo geológicas, pero los científicos advierten que no están contemplados en los modelos actuales de pérdida de hielo. Y, sin embargo, el impacto ya es visible: la Organización Meteorológica Mundial confirmó que la extensión del hielo marino antártico alcanzó su mínimo histórico, un millón de kilómetros cuadrados por debajo del récord anterior. El incremento del nivel del mar es solo una de las muchas consecuencias de este desequilibrio, con efectos que pueden ir desde la migración forzada hasta disputas geopolíticas por recursos costeros.

En ese sentido, Paradise no está tan lejos de la realidad como podría parecer. Tal vez no se trate de una erupción catastrófica que lo cambia todo en cuestión de horas, pero sí de un conjunto de mecanismos interconectados que, una vez en marcha, podrían volver irreversible una transformación planetaria. Aquí late un mensaje claro: hay ciclos que aún podemos evitar, pero no por mucho tiempo.

SEXTA EXTINCIÓN: AHORA EL METEORITO SOMOS NOSOTROS

La historia de la vida en la Tierra está marcada por interrupciones brutales. Se estima que el 99,9% de las especies que alguna vez habitaron el planeta están hoy extintas, y muchas desaparecieron en episodios violentos conocidos como extinciones masivas. La más devastadora ocurrió hace 251 millones de años, cuando el 95% de las especies desaparecieron en poco tiempo. Otra, más famosa, marcó el final del reinado de los dinosaurios hace 65 millones de años. Causadas por fenómenos naturales como impactos de asteroides o grandes erupciones volcánicas, estas catástrofes allanaron el camino para nuevas formas de vida. Sin dinosaurios, los mamíferos prosperaron. Sin esa extinción, no estaríamos aquí.

Hoy, sin embargo, el peligro no proviene del espacio ni de las profundidades de la Tierra, sino de nosotros. Muchos científicos sostienen que estamos viviendo una sexta extinción masiva, impulsada por la actividad humana. El uso insostenible de la tierra, el agua y la energía, junto al cambio climático, está diezmando especies a un ritmo entre 1.000 y 10.000 veces superior al natural. El aumento de sequías, inundaciones y eventos extremos hace más difícil sostener cultivos y preservar ecosistemas. Pero las especies no viven aisladas. La desaparición de una puede desencadenar efectos en cadena que desestabilizan el funcionamiento de todo el ecosistema.

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar