INFORME

Un almacén de 121 años escondido en el campo y detenido en el tiempo con mil historias por descubrir

A 90 kilómetros de la capital hay un cruce de caminos en el que sobrevive un antiguo almacén de ramos generales, de los que ya no quedan, con un centenar de anécdotas que unen a los vecinos.

Así luce en la actualidad la fachada del tradicional almacén de Paso del Carretón que tiene 121 años de antigüedad.
Así luce en la actualidad la fachada del tradicional almacén de Paso del Carretón que tiene 121 años de antigüedad.
Foto: Leonardo Mainé.

La libretita y el lápiz sobre el mostrador del comercio del barrio hoy nos da vintage: es que pedir fiado para pagar a un mes, o incluso a un año, quedó obsoleto hace tiempo. Es casi inaudito que no haya POS para poder abonar con débito o crédito o encontrar un almacén con bar donde tomarse una copa y charlar largo y tendido con el cantinero. Es de otro siglo pensar en la necesidad de ir hasta un comercio para poder hacer una llamada por teléfono público o que un negocio sea el lugar donde enterarse del chusmerío de la zona, la cita obligada de cada fin de semana para armar comilonas entre vecinos, jugar al truco o al fútbol en la cancha del fondo. El ritmo vertiginoso del presente, lo efímero que es todo, la rapidez de los cambios, la facilidad para moverse y comunicarse hacen que esa seguidilla de imágenes parezcan rescatadas de otra vida, otro momento, otro país, otra realidad. Pareciera que hay que meterse en una máquina del tiempo para ir hacia esas épocas, pero alcanza con hacer unos 90 kilómetros desde Montevideo -menos de una hora y media de viaje en auto- y aterrizar en el almacén del Poli, un negocio de 121 años que sobrevive en medio de Paso del Carretón, un camino de 24 kilómetros que conecta la ruta 1 con la 3, que sale a San José de Mayo, y es referencia entre los vecinos.

El comercio fundado por José María Cerdeña en 1902 conserva su nombre en la fachada y la esencia de antaño: es un almacén de ramos generales y su actual dueño, Néstor Guerra (El Polilla para los lugareños), vende de todo -desde condones a garrafas- y mantiene el bar donde sirve whisky, cerveza o grappamiel y prepara algún plato puntual si un camionero o alguien de paso se lo pide.

El edificio no ha mutado en 121 años: el piso, el techo, las paredes y el cielorraso son los originales; incluso vive y lucha aquel sótano donde se enfriaba la bebida en épocas donde no había luz ni heladeras en el almacén. Lo único que alteró la visual del lugar fue el enorme mural que en 2019 realizó la francesa Leo Arti junto a una troupe de artistas(ver más adelante) en la fachada del comercio. Y fue la única vez que se pintó el edificio.

“Debe de ser de los pocos lugares que queda en el país con la misma imagen. Incluso después que se hizo el mural, cambió de afuera pero el almacén quedó detenido en el tiempo”, comenta a Domingo Fabián Arnejo, nacido en la zona hace 40 años.

Los seis vecinos que se dan cita un viernes de junio en el almacén del Poli para contar a Domingo la historia de este lugar que da la impresión de pertenecer a otra época coinciden en que es un punto de referencia y unión para los nacidos y criados en los alrededores de esta carretera que llaman Paso del Carretón porque una vez, hace muchísimos años, se dijo que allí se había enterrado una carreta.

Este almacén, ubicado justo en la mitad del trayecto, es el único atisbo de civilización en El Carretón: la ferretería y la herrería que había enfrente no sobrevivieron. Aunque la población mermó -vivían 20 familias y ahora quedarán seis, según Néstor; a la escuela rural N°24 asisten solo dos niños y llegaron a ir más de 50- y la facturación bajó porque muchos aprovechan que tienen vehículo propio o que hay mejor locomoción para hacer el surtido en San José, Néstor recibe 25 o 30 personas a diario de varios puntos de la campaña.

“Queda cada vez menos gente porque los vecinos que se han jubilado ya no viven acá, se mudan a la ciudad”, reconoce Néstor.

Gustavo Cerdeña, nieto del fundador del almacén, atesora en su memoria la época dorada del comercio y la zona: “Antes era una ciudad: de cinco kilómetros alrededor venía todo el mundo a comprar y los fines de semana era reunión obligada. Hoy queda menos gente porque las generaciones nuevas no quieren saber mucha cosa con el campo”, asegura.

Testigos de otro tiempo

Los vecinos de Paso del Carretón reunidos alrededor de la mesa de truco en el típico almacén que tiene 121 años.
Los vecinos de Paso del Carretón reunidos alrededor de la mesa de truco en el típico almacén que tiene 121 años.
Foto: Leonardo Maine.

José María Cerdeña fundó el almacén en 1902 porque “en algún lugar tenía que aterrizar”, relata a Domingo su nieto Gustavo Cerdeña, de 75 años. El comercio era lo que se conocía como ‘ramos generales’ y llegó a tener acopio de cereales, venta de maquinaria agrícola, surtidor de nafta y tienda de ropa. Gustavo no conoció a su abuelo pero sabe la historia por cuentos y por haber sido parte. En 1930 su padre se hizo cargo del negocio y el almacén pasó a ser también la casa familiar de los Cerdeña, hasta que en 1956 se mudaron a la ciudad de San José. Allí abrieron otra sucursal, donde trasladaron el taller y la venta de repuestos, con miras de estar más cerca de la civilización.

Gustavo guarda fotos de cuando la calle era un camino de tierra -en 1954 se colocó el balastro y en 2009 se bituminizó- y confirma que el edificio se conserva tal cual, al igual que su cariño por el lugar: “Nacimos acá y con 75 años arriba sigo teniendo contacto”, afirma.

El corazón de Rubén Bonilla, de 78 años, también está en el Carretón: su padre nació en la casa de enfrente al almacén de Cerdeña y luego se mudó a un campo a seis kilómetros, donde se casó y crio a sus hijos. Recuerda hacer caminando el tramo de su casa al almacén para poder hablar por el único teléfono que había en la vuelta: “Había que darle manija y te atendía la telefonista. Hacíamos seis kilómetros para poder hablar por teléfono público y ahora andamos con el celular en el bolsillo. La comodidad que había era eso. Me parece que lo veo ahí atrás colgado ese teléfono”, rememora incrédulo y con lágrimas en los ojos.

Clemente Acosta (79) vivía a un kilómetro del almacén y de niño iba seguido a comprar azúcar, harina o cereales por encargo de sus padres. Se trasladaba a pie o a caballo por la calle de tierra y recuerda que Cerdeña le anotaba en la libretita y su padre pagaba al año, con el dinero que recibía de la cosecha.

Por ese entonces, no había luz en Paso del Carretón y a las siete de la tarde estaba todo el mundo adentro. Se alumbraban con los famosos mecheros a keroseno y era difícil hasta para hacer los deberes de la escuela.

Los niños de antaño se entretenían jugando a la bolita de vidrio, el tatetí, la pelota de trapo o las infaltables barajas: “Venías a un almacén de estos y enseguida te quedabas jugando al truco con otros vecinos”, cuenta Rubén.

Días atrás, los nietos de Jesús Pérez, otro vecino de la zona, le hicieron una pregunta que lo desarmó: ‘¿Qué regalo de los Reyes Magos lamentaba que no le hubiera llegado?’. “No existían los Reyes en campaña. Era algún caramelito si habían venido al pueblo de casualidad. Donde yo me crié se venía cada tres meses a la ciudad de San José y había que tomar dos ómnibus, una fiesta era”, cuenta Jesús entre risas. Y aporta otro dato añejo y de color: él nació 74 años atrás en su casa -algo muy común en campaña- y su madre fue asistida por una partera a quien llevaron a su hogar a caballo.

Para Danilo López (50) el almacén de Cerdeña era su segunda casa: su abuelo vivía a 800 metros y siempre andaba en la vuelta. “Conocí este lugar con los surtidores. Me acuerdo de ser muchacho chico, mirar por la ventanita y ver los autos de colección de Cerdeña. Incluso tuve un amigo acá enfrente y jugábamos mucho al truco”, cuenta.

Frente por frente al almacén había una canchita y cada fin de semana se reunían más de 30 gurises a pelotear. Se formaron varios cuadros de fútbol 5 -La Bajada, El Repecho, Los Polémicos- y los trofeos de todos ellos descansan hoy, llenos de polvo, en una vitrina de vidrio del mítico almacén que los vio nacer, ganar medallas y que hoy extraña el ruido que hacían cuando se juntaban todos.

Tragos amargos

Nelson Guerra compró el almacén de Cerdeña un 1° de mayo de 1999 luego de que sus padres vendieran el tambo familiar donde había trabajado desde siempre. Pocos meses después, el almacén se convirtió también en su hogar y allí vive junto a sus cinco gatos y su perra. Este comercio no acepta débito ni crédito, todo se abona en efectivo y es de los últimos que da fiado. Y según cuenta su dueño, le tocó vivir dos episodios violentos en 25 años. Hace un año y medio lo intentaron rapiñar y le quedó una bala alojada en la pierna. “Era de noche, estaba solo, entraron dos personas enmascaradas con un revólver, intentaron atarme y, como no pudieron, me pegaron un balazo en la pierna y se fueron”, relata Nelson a Domingo. Noelia, que vivía enfrente, no sintió ruidos y se enteró de todo cuando vio venir su vecino con la pierna herida. “Tocó la puerta y nos dijo ‘me dispararon, me quisieron robar’, y sin pensar en nada lo llevamos directo a la emergencia en San José”, cuenta Noelia. El otro mal momento lo pasó la última Semana Turismo. Esa vez le rompieron la puerta y solo se llevaron cigarrillos y algo de plata. Confiesa que a veces siente un poco de miedo, y por eso, si es tarde tranca la puerta y solo abre si conoce a la persona.

Nuevo capítulo

Néstor Guerra, El Polilla para los vecinos de Paso del Carretón, es el dueño del almacén desde 1999.
Néstor Guerra, El Polilla para los vecinos de Paso del Carretón, es el dueño del almacén desde 1999.
Foto: Leonardo Maine.

Néstor Guerra vivía a tres kilómetros del almacén antes de convertirse en su propietario, el 1° de mayo de 1999. “Teníamos tambo, mis padres se jubilaron, vendieron y yo le compré el comercio a mi prima y el marido”, cuenta. Y así, el negocio se convirtió también en su casa, donde vive junto a cinco gatos -supieron ser más de 20 pero castró a las tres hembras- y su perra. Un dato: ninguna de las mascotas de Néstor tienen nombre -“no soy de bautizar”, alega- pero son una gran compañía y además lo ayudan a controlar a los ratones, muy habitués en el piso de madera.

Apenas se instaló en el almacén, 25 años atrás, no había electricidad y eso supuso una complicación: tenía una sola heladera a gas y se alumbraba con un único farol, también a gas. Recuerda que aquello era una boca de lobo. “En febrero del 2000 bajé la luz eléctrica y me cambió mucho. Antes pasaba la línea pero mi prima nunca la había bajado porque habían comprado en otro lado y tenían pensado irse”, dice.

Con la luz eléctrica llegó un primer televisor -de esos grandes, de tubo- que convocó a mucha gente que se reunía a ver partidos de fútbol. Hoy eso ya no sucede porque la mayoría tiene cable en su casa y opta por la comodidad de su hogar.

No solo la tele arrimaba gente. Noelia Acosta (34) nació y se crio en la zona y está convencida de que el almacén del Polilla siempre fue mucho más que el lugar donde hacer las compras: “Además de proporcionarnos los víveres diarios, era el punto del chusmerío. Cuando íbamos a la escuela y el liceo era el punto estratégico para quedarnos con los compañeros charlando un ratito”, recuerda.

En una época también hubo billar y se armaban tremendos campeonatos. Noelia fue una de las que aprendió a jugar al billar en el almacén del Polilla. Otros tantos habrán hecho lo propio con el truco, la conga o el casino, observando a los más grandes.

La casa que está frente por frente al almacén -donde Noelia vivió hasta hace un par de meses- también tiene más de 100 años y supo ser un centro de reunión: se hacían grandes comilonas de olla y se arrimaban todos los vecinos. La tradición perduró hasta que el dueño de la casa falleció, hace más de 20 años.

También hubo una tahona a pocos pasos del almacén donde se preparaba un gofio delicioso, a juzgar por Jesús, pero la costumbre se extinguió en 1990, con la muerte del hombre que lo cocinaba.

Gerardo Acosta (68) vivía a tres kilómetros y lo que más disfrutaba cuando iba al almacén era darle manija a los surtidores. No se olvidará jamás de un tal Domingo, “un bolichero muy macanudo” que atendía el bar y siempre le decía ‘bajá la escalera y trae cerveza o refresco’, de aquel sótano que se usaba para refrigerar en tiempos sin heladera.

Noelia atesora dos recuerdos nítidos en su memoria. Las reuniones que se armaban en el almacén luego de las típicas ferias de quesos en Ecilda Paullier o Juan Soler (el pueblo más cercano a Paso del Carretón, a unos 8 kilómetros), donde el motivo de charla era siempre el precio del queso. “Los veteranos tomaban una copita y los gurises quedábamos por ahí jugando”, relata. Y las idas en bicicleta o en moto por el camino de balastro desde su casa al almacén para poder tomar el ómnibus que la llevara hasta el liceo N°1 de San José.

“El punto de encuentro era lo del Poli y dejábamos las bicis y motos tiradas en el patio. Hoy ya no pasa porque cada uno tiene su vehículo propio”, dice Noelia. Y quizás por esos entrañables recuerdos es que siempre que puede se hace un huequito y se da una vuelta por el almacén, para sentirse un poco más cerca de esa época dorada.

Si bien es cierto que hoy muchos vecinos tienen su coche y se ha ido perdiendo la tradición de frecuentar lo del Polilla -sobre todo entre las nuevas generaciones-, él nunca bajó la carga horaria: abre todos los días de 8:00 a 22:00, salvo los domingos de tarde. Y siempre entra alguien.

Aunque alguna vez se sintió cansado y pensó en vender el negocio, confiesa que siempre recapacita y sigue, porque no se imagina su vida sin este almacén. Y los vecinos tampoco se imaginan pasar por el kilómetro 12 de Paso del Carretón y no poder comprar alguna cosa de último momento, sentarse a tomar una copa, charlar un ratito y recordar con nostalgia viejas épocas que ya no volverán pero que reviven en cada anécdota.

El mural que llenó de vida al Carretón

La troupe de artistas liderada por Leo Arti que pintó la fachada del almacén en el marco de la travesía "El camino de los murales".
La troupe de artistas liderada por Leo Arti que pintó la fachada del almacén en el marco de la travesía "El camino de los murales".

El 10 de febrero de 2019 partió desde 25 de Agosto (Florida) una troupe de artistas con el afán de pintar murales por distintos recovecos del interior del país. Un elenco estable conformado por 10 personas -incluido un cocinero y un tropero- bajo la batuta de la francesa Leo Arti -responsable de hacer varios murales en 25 de Agosto, el pueblo donde reside hace 15 años- recorrió 350 kilómetros en cinco semanas. Varios alumnos del taller de Leo se sumaron a esta travesía titulada “El camino de los murales”, que supuso atravesar el país en carros tirados por caballos, bicicletas e incluso a pie en tramos de 15-20 kilómetros. En cada sitio fueron recibidos por vecinos que los alojaban en sus casas durante tres noches, tiempo prudencial para poder dejar plasmado su sello artístico. El viaje incluyó 11 paradas por San José, Florida y Colonia y cumplió con la pretensiosa misión de su creadora de armar un circuito turístico.

“Vi que durante el verano mucha gente se iba al mar, pero en el interior hay muchos lugares lindos y me parecía bueno dar a conocer los que encontramos con la troupe. El circuito está pronto, pero aún no hubo nadie interesado en organizar grupos que recorran las etapas, entonces es un proyecto que se va a perder en las nubes, como muchos proyectos en Uruguay”, se lamenta la artista francesa en diálogo con Domingo. Aclara, además, que el viaje fue solventado por ella y que solo recibió apoyo de la Intendencia de Florida y la Junta Departamental de San José para el sueldo del cocinero y el tropero.

Una de las paradas fue Paso del Carretón, más precisamente el almacén de El Polilla, al que le lavaron la cara y cambiaron su fachada 100%. Leo aterrizó un año antes en el almacén, se presentó y trasladó su plan al dueño, que enseguida se copó con la idea: intuía que sería interesante y novedoso para todo aquel que pasara por ahí. Y no se equivocó: la reacción desde el primer día fue detenerse en la ruta para sacar fotos. Algunos hasta le llegaron a pedir permiso para fotografiar el mural. Los lugareños no podían creer semejante obra de arte: “El mural quedó pintoresco, antes era bien una casa vieja, con las paredes grises, llenas de moho, y eso levantó pila, le dio color”, según Noelia Acosta. Ella vivía frente al almacén y alojó a la troupe: colocaron sus carpas en el fondo de esta casa antigua con baño afuera, lo que facilitó la convivencia.

Beatriz Cuenca, de 73 años, es alumna de Leo, y la invitación para participar de esta travesía le cayó como un regalo del cielo: “Tengo ascendencia indígena, por lo tanto soy nómade, para mí el universo es mi tierra, y eso de andar campo a campo me fascinó, aparte lo hice con mi guitarra. Cuando me lo propuso no me pareció una locura, sino algo que deberíamos hacer siempre”, comenta Beatriz a Domingo.

Apenas ella puso un pie en El Carretón percibió que era un lugar de búsqueda, de escape y refugio. Le fascinó el paisaje y fundamentalmente ese rojo atardecer que quedó plasmado en el mural, junto a una suerte de éxodo de carretas y caballos que buscaban simbolizar la esencia del lugar.

La primera sensación que Paso del Carretón dejó en Washington Arteaga -también alumno de Leo y participante de esta travesía- fue de soledad extrema y a la vez mucha tranquilidad: “Muy perdido, pero a su vez daba una paz que yo iría a vivir a esa zona”, reconoce el hombre de 54 años oriundo de Las Piedras.

Recuerda las ricas comidas -muchas de ellas vegetarianas para Leo, que no come carne- que preparó el Polilla y remarca la hospitalidad y solidaridad de los vecinos en los 11 rincones del país que visitaron e intervinieron.

“Dejar una huella en cada pueblo es muy lindo porque creo que la gente siente que le das vida a ese lugar, lo embellecés, y te lo agradecen. El mural en Paso del Carretón revivió al lugar”, resume Washington.

Beatriz, en tanto, se quedó con muchas ganas de volver a vivir una travesía del estilo y está convencida de que fomentar este tipo de iniciativas es beneficioso para el alma: “Te moviliza por la energía que hay en cada lugar, te ayuda a no sentir que las cosas se quedan y se acaban, te permite trascender”, concluye en diálogo con Domingo.

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