EL PERSONAJE
Después de 16 años en el Atlanta Ballet de Estados Unidos, volvió a Uruguay para incorporarse al Ballet Nacional del Sodre como primera bailarina y figura de la compañía.
Siempre todo se trató de bailar. La infancia, la escuela, la adolescencia, el liceo, los juegos, los sueños. La vida entera. Nunca hubo otra posibilidad. El ballet iba a ser parte de su vida para siempre, eso lo sabe desde que nació. Incluso desde antes. Nadia Mara, 34 años, 1,63 metros, pelo negro y ojos negros, sonrisa constante, dice, sentada en el suelo de un salón de ensayos del Coro del Sodre en el sexto piso del Auditorio Nacional Adela Reta, que su sueño era —sigue siendo— bailar.
Siempre se trató de eso. De dejarlo todo para poder bailar, de estar lejos para poder bailar, de trabajar mucho para poder bailar, de sobreponerse a las exigencias para poder bailar.
Hoy, una tarde de septiembre en la que afuera llueve como si nunca fuese a parar, después de haber bailado durante 16 años en el Atlanta Ballet de Estados Unidos, después de ser la figura de esa compañía, hoy que hace cuatro meses es la nueva primera bailarina del Ballet Nacional del Sodre (BNS), hoy que llegó para ocupar un lugar de liderazgo en la compañía, un lugar en el que tiene todas las miradas encima, hoy dice que lo único que quiere es seguir bailando. Que no importa nada más. O que intenta no pensar en nada más.
“La presión se sintió desde el momento en que aterricé en Montevideo. Me acuerdo que a los días ya estábamos organizando entrevistas”, cuenta. “Se siente que hay un peso detrás que ya lo dejó marcado María Noel Riccettopero trato de no pensar mucho en eso. Yo vengo a hacer mi trabajo y sé que voy a dar el 100% porque así lo hice siempre. Yo vine a este mundo a bailar, lo tengo muy claro, no sé ni si creo en esas cosas pero lo tengo como grabado en mí. Cuando lo hago, lo hago con mucha pasión y lo hago naturalmente. Entonces si pensara mucho con esta presión me volvería loca. Yo me dije: lo que tengo que hacer es seguir trabajando y disfrutar de lo que hago y dárselo al público; a eso vine, a poder dar todo lo que tengo”.
La exigencia

Su mamá (“que lamentablemente falleció”) le contó alguna vez que cuando estaba embarazada y escuchaba música clásica Nadia se movía adentro de su panza. Su nombre, de hecho, viene por Nadia Comaneci, la gimnasta.
No recuerda si ella quiso ir a ballet o si sus padres decidieron llevarla. Sí se acuerda de que en su casa siempre había música, que se escuchaba mucha ópera y que ella no paraba de bailar, que a su mamá le encantaba la danza y creía que la música podía hacer feliz a cualquier persona.
Recuerda, eso sí, la primera clase de ballet. Fue en el mismo salón en el que durante el día funcionaba la escuela de la cooperativa Vicman de Malvín Norte, donde vivía. Nadia tenía tres años y se acuerda de ese día con la lucidez que dejan los recuerdos importantes: el salón era pequeño y frío, tenía una barra y el piso de baldosas. Recuerda dónde estaba el equipo de música, el lugar en el que los maestros —Juanita Cabral, Pepe Vázquez y Julio Falcón— guardaban los discos y cassettes, a las niñas entrando y saliendo y corriendo, a su madre sentada esperando a que terminara la clase. Ese fue, quizás, el comienzo de su sueño. Porque también se trató, siempre, de soñar con bailar.
A los 8 años sus maestros le dijeron que si quería seguir creciendo como bailarina tenía que ir a otra academia, a un lugar que al menos tuviese los pisos de madera para poder empezar a hacer puntas. Y le recomendaron que fuera a la escuela de Mariel Odera, por entonces primera bailarina del BNS. “Ella fue la que realmente me formó no solo como bailarina sino también como persona, es decir, en cómo enfrentar esta carrera que se empieza a vivir desde que sos muy chica. Ella me fue guiando psicológicamente en cómo seguir adelante. Porque no es una carrera fácil, hay muchas competencias y, a veces, por más que vos quieras, te rendís”.
Mientras, Nadia le pedía a sus padres que le compraran “música de ballet” y a sus maestros que le pasaran todos los videos que tuviesen a mano. Miró El Cascanueces, Giselle, La bella durmiente y todos los que consiguió muchas veces. Y los miraba porque ella quería bailar como Maya Plisétskaya o como Carla Fracci.
Nadia no quería dar la prueba para entrar a la Escuela Nacional de Danza. “Yo amo tanto lo que hago que tenía miedo a que me dijeran que no. Y si me decían que no, sabía que me iban a arruinar mi sueño, que era bailar. Y tenía mucho temor, porque, además, yo sabía que no era perfecta, que no tenía el cuerpo perfecto; sí tenía muchas ganas, sí trabajaba mucho pero no era la perfección. Soy muy exigente y sentía que me faltaba todo”.
Fue a audicionar engañada por su mamá, que sabía y entendía su pasión por el ballet. Cuando iban caminando por Julio Herrera y Obes sintió venir de algún lado la música de un piano. Paró de golpe, miró para arriba y vio un cartel que decía Escuela Nacional de Danza. “¡No!, le dije a mi mamá. Y ella me dio mi bolsito y me dijo ‘sí’. Entré y me di cuenta de que todas las niñas estaban igual de nerviosas que yo y pensé en que si ya estaba ahí me tenía que divertir”. Audicionó y entró. De primero la pasaron directamente a tercero. Estuvo unos pocos meses en quinto y después se graduó como una de las mejores alumnas de su generación. Ese fue, quizás, el segundo indicio de que su sueño podía cumplirse. Porque también se trató, siempre, de soñar con bailar.
“Ahí fue donde realmente me di cuenta de que yo quería esto, de que la exigencia de la Escuela era parecida a una vida profesional, a estar en una compañía y bailar por seis u ocho horas todos los días. Y me encantaba. Era la última en salir todos los días”.
A los 18 años se fue becada a Estados Unidos y se unió a la North Carolina Dance Theatre, una compañía prestigiosa pero que tenía un estilo muy marcado y una línea clásica de la que casi no se despegaban. Y Nadia quería más. Siempre quiso más: otros estilos, otros desafíos, otros retos. Gracias a la directora de la escuela de Carolina del Norte se enteró de que la compañía de Atlanta tenía todo eso que ella quería.
Viajó a audicionar un martes aunque en el Atlanta Ballet la esperaba un miércoles. Llegó, dijo su nombre y se sumó a la clase. Como nadie le preguntó ni le dijo nada, Nadia bailó como si nadie la estuviese mirando. Se acordó, en ese momento, cómo había sido la prueba en la Escuela Nacional y decidió hacer lo mismo: divertirse. Al final el profesor que dio la clase se le acercó para preguntarle quién era y qué hacía ahí. Ella le dijo su nombre, que era de Uruguay y que quería audicionar. El maestro que había dado la clase era, en verdad, el director de la compañía. Ese mismo día le preguntó si se quería quedar y ella, casi sin pensarlo, dijo que sí.
El primer rol que bailó como profesional en el Atlanta Ballet fue el de Giselle, uno que se sabía de memoria de tanto mirarlo cuando era niña. Esa primera función en Estados Unidos —un domingo a la tarde— en la que sus padres pudieron estar presentes, es, quizás, la tercera parte de su sueño. O es el sueño realizado.
De ese día hasta hoy pasaron 16 años. En el medio Julio Bocca llegó a la dirección del BNS y la invitó a volver pero ella sintió que no era el momento. El año pasadoIgor Yebra, actual director, le hizo la misma propuesta después de que Nadia viniera a bailar Onegin como invitada. Y no tuvo dudas en su respuesta: sí.
La sensación de esa primera función de Onegin frente al público uruguayo y con un auditorio lleno aplaudiendo de pie, recuerda, fue la misma que sintió en la primera vez que bailó Giselle en Estados Unidos. Nadia cierra los ojos para pensar en ese momento, flexiona las rodillas y las envuelve con sus brazos. Después levanta la cabeza y dice: “Es una sensación de plenitud. ¿Viste cuando luchás por algo y trabajas muchísimo por eso? Bueno, finalmente llega un momento en el que sentís que podés relajar y disfrutar, sentirte bien, porque encontrás un hilo que lo une todo. Y cuando llegan esos momentos, más allá de la presión que pueda haber y de todo el trabajo que hay detrás, te sentís bien. Es la sensación de saber que estoy donde tengo que estar. Ahora me pasa lo mismo”.

Su primera función como bailarina del BNS fue el 28 de agosto en el espectáculo Volvemos con vos que se realizó en la Sala Nelly Goitiño. A pesar de que no fue la sala en la que acostumbra a bailar la compañía, Nadia dice que tiene un gran cariño por ella ya que ahí es donde hacían los espectáculos finales de la Escuela Nacional.

Trilúdico fue la pieza que Nadia creó y presentó en Volvemos con vos, junto a Sergio Muzzio y Ciro Tamayo. Empezó a crearla en Atlanta y terminó mientras hacía cuarentena en la casa de su familia en Las Toscas, cuando llegó a Uruguay. La coreografía es algo en lo que viene trabajando desde sus comienzos en el Atlanta Ballet y que le gustaría seguir puliendo.

Emtre los sueños que tiene pendientes está el de bailar Romeo y Julieta o Manon, dos ballets que la compañía uruguaya ya ha montado pero que ella nunca tuvo la posibilidad de bailar. A Nadia le gusta interpretar roles dramáticos, cree que son más reales, que generan más empatía con el público. Eso la sedujo, en parte, para venir a bailar Onegin en 2019.