por Juan de Marsilio
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Adolfo Antelo, (1949-1997), sacerdote salesiano uruguayo, fundó en 1982 la Comunidad Jerusalén, que en su rama femenina se llamaba Misioneras de Cristo Resucitado. En los 90 fue acusado en la prensa de abusos emocionales, físicos y sexuales, compareció ante un tribunal eclesiástico y enfrentó un juicio penal. La muerte lo salvó de la condena. En 2016 Marcelo di Lorenzo, que dejó la comunidad en 1992, publicó El reino del Padre Antelo, reeditado en 2024. Para que tales cosas no se repitan, sería bueno que los uruguayos, católicos o no, leyeran el libro.
El Fito. Para los católicos el joven seminarista aspirante a cura, por su entrega e idealismo, era entrañable. Eso era Adolfo “Fito” Antelo a principios de los 70 en la familia salesiana y en la comunidad de Liceo Juan XXIII.
Muchos santos han demostrado su amor a Dios por su paciencia en la enfermedad. Cuando ocurre una sanación inexplicable, se toma como indicio del favor de Dios hacia esa persona. El joven Adolfo, por un golpe en una pierna, desarrolló un cáncer muy agresivo que soportó con entereza. Pensaban que moriría y se adelantó su ordenación sacerdotal. Sobrevivió con una pierna menos.
Su experiencia le dio la idea de que hay en la vida un acontecimiento —“el hospital”, en sentido figurado— en el que el sufrimiento y la debilidad hacen al hombre más humilde y proclive a aceptar la gracia de Dios, muy en el sentido de lo que escribiera San Pablo en la Segunda Carta a los corintios. Pero una cosa es aceptar el sufrimiento y ofrendarlo a Dios, y otra muy distinta es buscarlo a propósito y causarlo a terceros.
Tuvo otra inspiración: en la vida rutinaria, la mayoría de las personas tiene como amputada la trascendencia, la verdadera, íntima y permanente relación con Dios. Pensado en cristiano, no es un disparate. Una de las funciones del sacerdote es ayudar a su rebaño a superar esa “amputación”, pero asumiéndose como humilde instrumento de Dios, sin endiosarse a sí mismo. Antelo, llevado por vaya a saber qué fragilidad de su psiquis, hizo todo lo que un guía espiritual no debe hacer.
Odio o amor. A principios de los 80 Antelo era un cura conocido y popular. Animaba grupos de jóvenes. Oficiaba casi siempre la Misa que se emitía por televisión en Canal 4 los domingos por la mañana. Era apreciado. No obstante, di Lorenzo señala que, cada tanto, de golpe, sorprendía con chispazos de prepotencia. Apunta algo más: Antelo no dejaba a casi nadie indiferente, generaba adhesión o rechazo. Desde joven había tenido problemas con varios compañeros de noviciado, que lo consideraban altanero.
Al inicio la Comunidad Jerusalén fue un grupo de jóvenes que quiso vivir con sinceridad y entrega su fe. Ese entusiasmo captó simpatías y apoyos. La comunidad creció y tuvo locales donde funcionar: una casa en la Avda. Joaquín Suárez y un apartamento —luego dos— en el Palacio Lapido. El visitante encontraba orden, paz, amabilidad y serena alegría (el autor de este artículo da fe, pues estuvo en el local del Palacio Lapido invitado por un compañero de trabajo). Por debajo, sin embargo, estaba el autoritarismo de Antelo, su afán ser endiosado, y la manipulación emocional —elogiaba y al rato insultaba a la misma persona. Buscaba separar a los miembros de sus familias, y que cortaran las relaciones del pasado.
El ambiente se deterioró. Antelo buscó un chivo expiatorio. Lo halló en un joven de la comunidad al que di Lorenzo llama Eugenio (todos los miembros de la Comunidad se presentan con nombre ficticio). Antelo empezó a censurarlo con más rigor que al resto. Luego lo envió en misión a Colombia pero advirtió a quienes serían sus superiores que no debía ser considerado para el sacerdocio (lo logró: el hombre a quien di Lorenzo llama Eugenio sigue siendo un católico comprometido, pero no pudo hacerse sacerdote). Ya en su ausencia, fue diciéndoles a todos que Eugenio trabajaba para el Demonio, para “el Bicho”.
El “método” de Antelo para averiguar si alguno estaba “embichado”, se basaba en interrogatorios y golpizas, que se repetían para exorcizar a la víctima (Antelo no era exorcista, y la Arquidiócesis de Montevideo supo de su usurpación de funciones y sus métodos aberrantes sólo cuando la prensa comenzó a informar del caso).
Machos y princesas. Pronto, el ambiente ya no era para nada cristiano. El lenguaje de Antelo era soez. Bebía y alentaba a los varones a hacerlo, así como también les mostraba sus genitales y los obligaba a exhibirlos. Llamaba a las muchachas sus reinas y sus princesas —varias de ellas lo defenderían en la Iglesia y en el juzgado— y solían dormir en su habitación. Sin ocultarlo, di Lorenzo trata el tema del abuso sexual con delicadeza.
En ese clima varios adeptos comenzaron a dejar la Comunidad. Era un proceso difícil, pues quien se retiraba temía la condena eterna, tal era el aura de poder pseudodivino que Antelo proyectaba (al autor le costó varios intentos). Pero tarde o temprano las cosas se sabrían.
La iglesia reaccionó primero con incredulidad. Por eso mismo, Monseñor José Gottardi, el arzobispo de aquel tiempo, obró al principio con cierta ingenuidad, que revirtió en firmeza cuando todo empezó a aclararse: prohibió la Comunidad en Montevideo, cosa que también hicieron los obispos del interior.
En 2016, al presentarse el libro, varios sacerdotes se excusaron de asistir, por considerarlo inconveniente para la Iglesia, tanto tiempo después de los hechos. Marcelo di Lorenzo sigue siendo católico practicante.
Las Misioneras del Cristo Resucitado siguen activas en Argentina, Chile, Brasil y Venezuela, y hasta por lo menos el 2014 tenían a su nombre el inmueble de Avda. Joaquín Suárez 3278, donde hoy funciona un colegio laico. No basta confiar en la buena intención. Hay que estudiar y entender, pues al inicio de la Comunidad de Jerusalén, sinceridad y buena intención sobraban. En palabras del autor: “El reino del Padre Antelo intenta explicar el progresivo cambio que se dio en su historia personal y en la relación con los que lo seguimos, pasando de ser una comunidad que buscaba servir cristianamente promoviendo el Reino de Dios dentro de la pastoral de la Iglesia católica, a un grupo con características sectarias”.
EL REINO DEL PADRE ANTELO, de Marcelo di Lorenzo. Fin de Siglo, reedición 2024. Montevideo, 176 págs.