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Vacíos y abismales

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“Cuando miras largamente un abismo, el abismo también mira adentro de ti”, escribió Nietzsche tratando de explicar que quien lucha contra monstruos puede convertirse en otro monstruo.

Esa idea inquietante ronda la Argentina que en estos días se intoxica con interminables horas de televisión, mirando a ocho muchachos ostentar una monstruosa frialdad.

Están en el banquillo de los acusados del tribunal que los juzga por haber asesinado a otro joven, de manera cobarde y demencial. Ese crimen los convirtió en “los rugbiers”, como si el deporte que practican como aficionados fuese la clave de la obtusa bestialidad que parece caracterizarlos, o como si el rugby fuera el rasgo principal de sus vidas desoladoras.

Como en tantos países, la violencia es un flagelo que se abate sobre la sociedad argentina. Y la violencia sin causa, esa que emana de hastíos y vaciedades, está haciendo estragos entre los jóvenes. Pero estos jóvenes resultan más perturbadores que la multitud de matones que se expresan a través de trompadas y patadas. En ellos asoman las señales de una naturaleza aún más deplorable.

Expresan en sobredosis el flagelo de la violencia caracterizada por la imbecilidad, o sea aquella que, como lo señala la raíz etimológica del término “imbécil”, carece de apoyo, de sustento.

Hace tres años, en la puerta de un boliche de Villa Gesell, al sufrir un “ataque piraña” de ocho contra uno, la víctima fue asesinada con una saña inexplicable. Sin siquiera conocerlo, le pegaron como poseídos por un desprecio justificado en algún motivo. Y ahora que ha comenzado el juicio, el país entero contempla durante horas de televisión los rostros imperturbables de los asesinos, con los ojos reflejando un vacío oscuro y abismal.

Parecen no entender nada. Como si, poseídos por una negligencia abrumadora, ni siquiera pudieran darse cuenta de que, aunque no lo sintieran, les convenía mostrar algún dolor, dar alguna señal de arrepentimiento, argumentar algo que pudiera atenuar el escozor que provoca mirarlos, lo aberrante que resultan las imágenes del crimen que cometieron, lo estremecedoras que son las descripciones de la violencia que descargaron en ese ataque contra quien no conocían.

Deshabitados por cualquier vestigio de lucidez y sensibilidad, el vacío parece ocupado por un supremacismo que no les permite ni siquiera darse cuenta que atacar a uno entre varios no requiere coraje, ni fuerza, ni destrezas especiales, sino abyección.

El rating muestra que un océano de argentinos reparte su tiempo de televidente entre dos vacíos pavorosos. En uno, los participantes de un reality show exhiben su tedio existencial. En el otro, ocho personajes despreciables afrontan con la frente en alto un proceso que evidentemente no comprenden.

Miran fijo, impertérritos, evidenciando no entender absolutamente nada; la incapacidad de darse cuenta que son vistos como monstruos, como personajes espantosos que irradian hasta convencimiento de que también sus padres deben ser seres insensibles y nulos; que manchan el deporte que practican y dejan a la vista que las autoridades y los entrenadores del club en el que juegan no están capacitados para desempeñar esas funciones.

Pareció corroborar tal incapacidad el fundador de la entidad deportiva al asegurar, con torrencial negligencia, que los muchachos que mataron un pibe a patadas en el suelo, sin que medie razón alguna, “no son asesinos” y que lo ocurrido “fue totalmente un accidente”.

Todavía no está el veredicto de los jueces. Pero es indudable que los asesinos de Fernando Báez Sosa son peligrosos, incluso para el país que se asoma a sus miradas abismales, corriendo el riesgo sobre el que alertó Nietzsche.

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Claudio Fantini

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