Crónica de un final anunciado

Es la crónica de un final anunciado. Un final triste y solitario, como el que escribió Osvaldo Soriano para Stan Laurel. En la imaginación del novelista argentino, el actor de El Gordo y el Flaco acudía a Philip Marlowe, el detective de Raymond Chandler, para pedirle que investigue por qué ya nadie en Hollywood lo llamaba. Y el teléfono de Alberto Fernández tampoco sonará, ni siquiera en los meses que le quedan como presidente.

Para muchos, quedará en la historia como la imagen que usó Miguel Bonasso para titular su libro sobre Cámpora: “El presidente que no fue”. Para otros muchos, será una patética versión argentina y democrática de lo que fue el dominicano Héctor Bienvenido Trujillo: un presidente al que vestir uniformes colmados de medallas no lo hacía menos burda marioneta de su hermano: Rafael Leonidas Trujillo.

Aquel abyecto dictador caribeño no dejó de gobernar uno solo de los días que lució el cargo de presidente su pusilánime hermano, entre 1952 y 1960.

Cristina no gobernó en estos últimos tres años, pero es la autora y dueña del gobierno al que perturbó hasta convertirlo en un gobierno fallido. La vicepresidenta es la mayor responsable del fracaso. La responsabilidad de Alberto es no haber querido ser un Héctor Bienvenido Trujillo, pero tampoco animarse a romper con la gravitación tóxica de su mentora.

Había dos posiciones posibles: ser un obediente delegado que hace todo lo que le dicta su jefa, o emanciparse totalmente de Cristina y gobernar incluso contra ella. Pero Alberto Fernández eligió una “no posición”. Eso es, en definitiva, lo que implica no haberse sometido totalmente a Cristina pero tampoco haber roto totalmente con la mujer que lo ungió presidente y después lo obstruyó y denigró hasta imposibilitarle gobernar.

Era evidente que Alberto Fernández no sería candidato. Lo gritaban las encuestas. Su imagen es tan mala y la economía está tan fuera de control, que mantener la aspiración de buscar la reelección resultaba absurdo.

Igual que Cristina cuando lo colocó al frente de la fórmula presidencial, Alberto Fernández no renunció a nada que pudiera alcanzar, sino que dio el paso al costado que la circunstancia le impuso dar.

Tampoco la líder del kirchnerismo hizo renunciamientos. Si postularse a vicepresidenta hubiera sido un verdadero renunciamiento, no sólo le hubiera cedido a Alberto Fernández la candidatura para llegar a la presidencia, sino que también le hubiera permitido ejercerla, cosa que no hizo.

Por el contrario, lo saboteó desde un primer momento y empezó a destruir su imagen pública humillándolo con insultos y descalificaciones, así como también obligándolo a echar del gobierno a sus colaboradores más importantes y apreciados, como María Eugenia Bielsa, Marcela Losardo y Martín Guzmán, entre otros.

Se sabe que, con Cristina al lado, o por encima, la presidencia de Alberto fue un fracaso. Lo que nunca se sabrá es como habría sido esa presidencia sin Cristina perturbándola.

La vicepresidenta es como el artista que destruye su obra al descubrir que no le gusta o que no salió como esperaba. En este caso lo que Cristina destruyó, lejos de ser una obra maestra, era un adefesio inútil y disfuncional. Un desastre del cual no sólo es culpable la líder del kirchnerismo. En definitiva, las ambiciones de Alberto Fernández encontraron el triste final que merecía su fallido liderazgo.

El presidente ni siquiera pudo hacer una retirada que suene a gesto de grandeza.

George Washington tuvo la magnanimidad de rechazar el clamor que le pedía una tercera presidencia, diciendo que tres mandatos “son monarquía”. Su renunciamiento fue verdadero y fundacional del presidencialismo norteamericano.

Al general De Gaulle era Francia la que le reclamaba dejar la presidencia. Aunque logró superar las revueltas del “Mayo Francés”, estaba claro que su tiempo había terminado. Pero al retirarse, el fundador de la V República no sólo dejó el Palacio Elíseo, sino que salió para siempre de la escena política. Y cuando se encaminó al ostracismo en su casona decimonónica de Colombey-les-Deux-Eglises, Charles de Gaulle sabía que iba a ocupar un estante glorioso en la historia de Francia.

Por el contrario, el que emprendió el presidente argentino es un retiro sin gloria.

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Claudio Fantini

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