Hugo Burel consagró su columna del domingo a reconstruir el suicidio de Baltasar Brum como sacrificio personalísimo y como hecho histórico. Lamentó que los 90 años del 31 de marzo de 1933 no hayan sido rememorados con el vigor nacional que merece. Señaló que la casa de Río Branco 1294 luce una placa “poco entusiasta e insuficiente”, con un texto “elusivo y vago”; y se preguntó “¿por qué ese gesto de inmolación no fue consignado con más claridad y énfasis en la plaqueta?”
Apuntó: “Nunca he sido correligionario del partido de Brum, pero siempre me impresionó su gesto que ha tenido diversas lecturas e interpretaciones según el decurso de los años. Eso fue alejando su inmolación de la consideración pública. Un mártir de la libertad que, a mi modo de ver, fue perdiendo -para quienes no lo evocan desde lo histórico-partidario- un motivo de unción republicana y democrática.”
La observación nos llega con la autoridad del escritor, pensador y académico que la formula. Es de estricta justicia. Pero sepámoslo, el de Baltasar Brum es tan sólo un caso -prominente pero no único- de una desgracia general que viene socavando la conciencia cívica: la caída de la sensibilidad pública, que amortigua la condenación a las aberraciones, que restringe la capacidad de admirar, que aborta el vuelo hacia la idealidad.
Hace más de medio siglo que la historia nos es explicada como expresión de las relaciones socio-económicas de los grupos, en vez de enseñarla como fruto de las ideas que predominan en cada época: certeras o erradas, constructivas o demoledoras, vivificantes o deletéreas. En vez de generar una conciencia histórica que desemboque en una filosofía del pensamiento y la acción, iluminada por ejemplos de grandeza, tenemos una colección de explicaciones deterministas que llaman a resignarse.
Por tanto, no es sólo “paradójico que el suicida más famoso y desinteresado sea poco evocado a nueve décadas de su muerte”. Al costado del silenciamiento de Brum -y su ideario justiciero sin guerra de clases-, hay incontables vidas ejemplares que hicieron el alma del Uruguay y hoy son ignoradas en las aulas y en la memoria colectiva.
Y no solo se sepultan nombres: se esconden principios. Así, es patético que la Intendencia de Montevideo haya impuesto el isotipo “Montevideo mi casa” y haya arrumbado el escudo departamental artiguista “Con libertad ni ofendo ni temo”.
No nos engañemos: los avances de la banalización son los retrocesos de la capacidad para condenar lo malo y defender lo bueno. Lo que nos viene reculando es la cultura.
De esa caída vamos a salir en la medida en que la sensibilidad pública se fortalezca. Para ello, no basta la seguidilla de indagaciones aberrantes que vienen escrachando a la política en crónica policial. Sin modelos desde los cuales indignarse, las noticias resbalan sobre pistas lisas.
La sensibilidad pública ha de recuperarse de su endeblez en la medida que restablezcamos la inspiración que a la mejor época del Uruguay le generaron la filosofía, la poesía, la literatura en general y aun la música. Aunque no esté de moda recordarlo, hasta la conciencia moderna del Derecho brotó de sentimientos artísticos.
Solo así saldremos de las carencias que hoy nos tienen sumidos en una penosa anorexia valorativa.